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Cómplices

jueves 31 de octubre de 2019
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Soledad era una niña de quince años cuando el padre, viudo, la recluye, con una buena dote, en el convento de Santa Catalina, ubicado en la Lima colonial. Un triste destino legal para quien carecía de vocación hacia la clausura y el claustro. En poco tiempo, la jovencita, buena administradora, llevaba las cuentas del convento y vigilaba el gasto de las obras en construcción. Comprobó, entonces, que su tarea le proporcionaría una vida libre, a costa de dineros extraídos de las limosnas y donaciones. En unos años de piadosos y excesivos rezos logró evadir vigilancias.

Hoy puedo declarar que, aunque tenía una gran inteligencia sin probidad, sus negocios estaban pervertidos por la ambición.

Ni siquiera el fervor espiritual evitó que, antes de la fuga, llenara sus bolsas de objetos costosos del depósito de la capilla, además de llevar, como experiencia, las charlas instructivas de algunos visitantes, y relatos que, sin guardar discreción, le serían útiles en adelante. Las nuevas vivencias no impidieron futuros estragos en su desequilibrio moral. Mas no en lo afectivo. Sol, como la llamaban, prodigaba, espontáneamente, cariño y siempre palabras amables.

Hasta que traspuso los umbrales y se fue directo a la camaronera de un oscuro y turbio empresario, Octavio Carvajal, a quien conocía como dueño de una sólida fortuna y patrocinante de obras religiosas. Llevaba consigo un poco de dinero, y un candelabro etrusco que encontró archivado en el depósito de la capilla. Tiempo después se enteró de que había pertenecido al Museo Gregoriano del Vaticano, y tenía gran valor para coleccionistas de arte religioso. Sin embargo, por motivos que desconozco, nunca se desprendió de él.

Hoy puedo declarar que, aunque tenía una gran inteligencia sin probidad, sus negocios estaban pervertidos por la ambición. Las ascesis ejercitadas por Soledad en el convento la hicieron meditar, no sobre la bondad y justicia sino sobre la debilidad de un sistema permeable a las más atrevidas carencias de valores y principios.

Soledad separaba el afecto y los negocios, los que manejaba con Octavio, quien delegó en ella parte de la dirección de sus empresas. Era la mujer tras el telón, delincuente empresarial que acrecentaba su capital a costa de fraudes y complicidad. Hasta en las mayores audacias de la seudogeometría creada para los negocios existía una inteligencia que combinaba dinero y arte de simulación.

Siempre su personalidad aparecía dueña de una lírica ingenuidad que nos enamoró a todos, desde que tío Octavio se casó con ella, luego de que el juez declarara muerta a su primera esposa Deborah, una vez transcurridos los cuatro años de ley después de su suicidio en aguas del Pacífico; su cuerpo nunca se recuperó.

No puedo olvidar las tardes, entre galletas y limonada y una Chabuca Granda cantando… “Del viejo puente del río, y la alameda”… Soledad se sentaba, oía el CD y cantaba al unísono, como si ella fuera hija de la ternura que la peruana había depositado en su obra musical. Quedaba alelada un rato y nos dedicaba una tierna mirada.

La carga anecdótica de Soledad no parece producto de un puro juego que llevara a cuestas posibles remordimientos. Hoy trato de convencerme de que la escenografía del ambiente de pureza familiar, su cariño hacia nosotros, no era simulación sino una personalidad escindida, a la que se sumó una supuesta dedicación de misticismo y superstición, como placer lúdico de las juguetonas invenciones prohibidas.

¿Podría imaginar el padre que el convento agudizaría su mente hacia la atrevida seducción de lo siniestro?

He llegado a pensar que su astucia para los negocios se estimulaba ante el éxtasis y el delirio de poseer cada día más dinero, una peligrosa estructura que dominaba su cerebro. Una tarde nos contó que, cuando visitó con Octavio el Museo Británico, se extasió ante el dios persa Mitra, quien en su sed de sangre exigía sacrificios.

También leía con avidez los relatos sobre las funciones rituales aztecas y nos repetía emocionada:

—¡Hacían canales para que corriera la sangre de las víctimas!

Saboreaba los cuentos sobre Drácula y la viuda negra, como si su mente estuviera encasillada por una tenebrosa presión neurosemántica que oscurecía sus pensamientos. Creo que tío Octavio no advertía en ella esas peligrosas y bizarras ideas milenarias. El tío no era dado a veleidades exóticas; sin embargo, debía disfrutar cuando los límites de su pudor sexual se veían invadidos por la lujuria, no oculta, de Soledad. Hasta entonces yo no había conocido a nadie que tuviera esa excesiva pasión, sin límites, por el eros del poder.

A través de sus cuentos conocimos a la Perricholi (Micaela Villegas). La convirtió en su heroína, sentía que el mundo le pertenecía. Cuando vio La carroza de oro, de Jean Renoir, se identificó con Anna Magnani, quien representaba a Micaela. Consiguió que Octavio incursionara en el negocio cinematográfico y trajera la película a Venezuela. Grabó el film y disfrutaba imitando, una y otra vez, a la Magnani. Un día me preguntó:

—¿Crees que me parezco a ella?

Se movía, como árbitra calculadora, entre bambalinas, para manejar la sociedad financiera.

Cuando presenció la ópera La Périchole, de Jacques Offenbach, en un teatro de París, al ver que satirizaban a la peruana se sintió agredida como si fuera contra ella misma.

Soledad conocía todos los escritos sobre Micaela Villegas. Cuando descubrió los poemas en prosa de Francisco Urondo aburría a la familia recitándolos.

Se paraba en actitud teatral y repetía las palabras del poeta a una Micaela que se iba al convento:

Entró con toda la imprecisión de su amor épico, con la cabeza digna, la mirada luminosa y movilizada con el ritmo de las palabras que todavía reiteraban: Dios mío, Dios mío, cómo irá cambiando todo esto. Desmintiendo tendencias, anteponiendo la pereza de sus sentidos, porque ella era la más sumisa y furiosa feligresa de la religión del mundo y de los hombres.

En esos momentos vivía la fantasía de olvidarse de sí misma para mimetizarse con el personaje histórico. Pero al rato los rasgos de pasión la envolvían y el eros con que conquistó a Octavio la enardecía. Se movía, como árbitra calculadora, entre bambalinas, para manejar la sociedad financiera, nutrida con delitos que alimentaban sus objetivos.

Pero la sorpresiva muerte de Octavio alteró sus proyectos.

Hoy se cumplen seis meses del fatal infarto que nos arrebató a tío Octavio. Soledad organizó la decoración de la escena para presentar el testamento. Ella creía en la canonización de su viudez y, por lo tanto, única heredera. Pero a veces la vida se convierte en una caricatura. La nueva realidad no se parecía en nada a la que ella esperaba.

Esta mañana, cuando yo estaba por terminar este relato, el abogado del tío nos convocó a todos. Una vez reunidos en su oficina comenzó leyendo una carta de Octavio, escrita para toda la familia, que decía:

Me parece prudente participarles que hace poco me enteré de que Deborah está viva, y goza de buena salud en la isla de Quíos, donde es dueña de una galería de arte y un café concert. Allí disfruta de la libertad que, durante quince años de matrimonio, sin quererlo, le arrebaté. No puedo compensar los deseos que durante aquellos años no supe satisfacer.

Mis dos infartos me han llevado a considerar qué hacer con mis posesiones; el abogado me informa que le pertenecen por derecho sucesoral. Soledad ha disfrutado, con creces, de nuestra fortuna; pienso que Deborah, con su espíritu altruista, sabrá darle mejor destino al trabajo de toda una vida. Mi abogado se encargará de asesorarla en todos los negocios. Ella como esposa legal queda al frente y dueña de mis empresas.

Minutos después comenzó la enumeración de sus propiedades. El tío, con el poder que en vida le firmara Soledad, había traspasado todo a nombre de Deborah, de manera que corporaciones, minas y demás empresas pasaban a sus manos.

Parecía una burla.

Mientras el notario leía otras cláusulas del testamento, y los deseos póstumos de tío, se abrió la puerta de la biblioteca y entró la verdadera heredera de Octavio Carvajal. Nos miró con la dulzura que, a pesar de los años transcurridos, ninguno había olvidado. Se sentó en cámara lenta. Guardó un silencio algo incómodo. Todos la mirábamos a la espera de algunas palabras. Parecía desconcertada. Creo que deseábamos alguna explicación sobre su huida veinte años atrás.

Pero no fue así.

Mientras nos seguía mirando, envolviéndonos con el tornasol verde tierno de sus ojos, sólo dijo: “Jamás pude imaginar esta decisión de Octavio; estoy sorprendida, no deseo este dinero, he decidido traspasar las empresas a mis sobrinos políticos… y a Soledad, en partes iguales a cada uno”.

Deborah se acercó a Soledad, la abrazó en silencio, y mirándola con ojos lacrimosos le susurró:

—Gracias por guardarme el secreto.

Julia Elena Rial
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