Bruma materna
De entre la bruma asome una mano,
asome un rostro inconfundible
lleno de indelebles cicatrices,
asomen las fotografías
de niños clavados en el tiempo,
y la silueta de una mujer
de indefinibles rasgos, llorando.
Nadie más que tú, desconocido,
anónimo viajero en camino
por las páginas de las vidas,
nadie más que tú los indicios,
las llaves, los escondrijos,
el aroma de los ausentes.
Tú el mismo el que allí, detenido
en medio de brumosas formas,
tú mismo el que soplando, hinchados
los carrillos de tempestades,
tú el único, hijo, que en lo alto
con tu mirada pura tendida,
mirando acercarse a los difuntos.
Déjala levantarse, siquiera,
déjala proferir, llorando,
las palabras del perdón, siquiera.
Déjame, hijo, llegar a tu vera,
y acariciar tus amados rasgos,
y decirte adiós por vez postrera.
(Pero has de seguir asomando
por entre la materna bruma,
con tu inconfundible rostro
lleno de indelebles cicatrices,
y la silueta de otra mujer
de indefinibles rasgos, llorando).
Casa paterna
La casa paterna diseminada
en el remolino de las edades,
dispersa en fechas y domicilios
cuya fachada una débil impronta
de rostros furtivos en la memoria.
Lluvia el invierno propagatorio
repartido entre los agrestes cerros,
cuando julio en marcha desbordándose
hacia la vecindad de las vertientes,
y el mar rugiendo indomeñablemente
desde sus hostilidades salobres.
En su follaje húmedo el hogar,
en el azar de las direcciones
atadas al talante de los vientos,
bajo cualquiera de los tejados
confundidos entre las techumbres
asimétricas del conglomerado.
¿En cuál de tus guaridas colgantes,
en cuál de tus moradas roídas
por el viento y la metralla de la lluvia,
en cuál de los módulos anárquicos
de tu indisciplinada arquitectura,
Puerto, mi primer hogar, la casa paterna?
¿Y quién el que de pie en cubierta,
con su ronco vozarrón de mando
y su perfil de guerrero de piedra
asumiendo la paternidad,
borroso en la niebla de los años?
En el remolino de las edades
la casa girando, girando,
diseminada en el rudo desorden
de una ciudad de abrupto relieve
navegando por el océano,
perdiéndose en el horizonte.
Amor a tu tierra
De prisa por los archipiélagos,
de prisa por acantilados,
por roqueríos y arrecifes,
de prisa por los fiordos nórdicos,
por dársenas, piélagos y radas,
por rías, golfos, istmos y estrechos.
¿Dónde está mi patria, asediada
por el océano inmensurable,
dónde mi mar de olas aguerridas,
mi costa de granítica estirpe?
Desventurado bastardo errante
si en el entresueño del reposo
no escuchas la voz clamorosa
del océano estatutario,
desventurado hijo sin patria,
si el viento marino en ráfagas
no acaricia y envuelve tu cuerpo
de su inequívoco aliento salino.
Numerosos años ya que tus pies
dispersan por el ancho mundo
tus huellas de errabunda impronta.
Pero así erraras siglos, viajero,
no olvidarías la estela azul,
el surco en el mar de tu barca
capitaneada por tus dos manos.
Y así el amor retenga tu voluntad,
no olvidarás el amor a tu tierra
extendida como una doncella
en la línea longitudinal,
acariciada y besada y velada
por el océano clamoroso
en el sur-poniente del planeta.
Todos tus pasos
Todos tus pasos, viandante,
toda la innumerable
multitud de tus pasos
derramados por el mundo,
y aquellos y mañana,
y los que en tu vejez,
y a orillas de la muerte,
todos nuevamente
enfilando, contritos,
a la vieja capilla
donde el mismo Jesús,
y el mismo madero,
y los mismos clavos
calvados en tus pies,
horadando tus manos.
Todos tus pasos, viajero,
al final reunidos
frente al Cristo sangrante,
ante el cual tu infancia
callada y dolorida,
pidiéndole perdón
Azar
Numerosísimamente inclinado
sobre los dados del azar,
sobre los huesos del destino,
sobre la lectura de cartas,
solitario en casa y fuera también,
midiendo el parecer de los hados.
A nadie como a mis gitanos
reunidos bajo su tienda,
atizando el fuego nómade
con la varita del arúspice,
o semidormidos plegando
y desplegando los fértiles labios,
volátiles en el entresueño,
a nadie como a mis híbridos
ofreciéndose de puerta en puerta,
leyendo la palma de la mano
a sabihondos académicos,
a doctores del saber, hundidos
en su pobre ignorancia ilustrada,
cavando como topos bajo tierra.
Inclinado, pues, con mi lechuza
sobre el arrugado planisferio,
o, mejor, sobre el planetario,
tomándole el pulso a los astros,
leyendo su inequívoca ciencia.
Y después, claro, los reproches:
el hilo demasiado tenso,
la circunvalación tardía,
el hígado apenas visible,
o que los dados cargados,
que los huesos un revoltijo,
y que el azar, en final de cuentas,
puro azar, nigromancia perfecta.
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