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El Papa que vino del fin del mundo

viernes 11 de diciembre de 2015
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Jorge Mario Bergoglio siguió siendo un cura villero que desdeñaba sus privilegios y usaba, por ejemplo, el transporte público de Buenos Aires.
Jorge Mario Bergoglio siguió siendo un cura villero que desdeñaba sus privilegios y usaba, por ejemplo, el transporte público de Buenos Aires.

El 13 de marzo de 2013 la nación argentina se vio envuelta en un estado de ansiedad, mezcla de orgullo y estupor; un hijo de esa tierra había sido elegido jefe de los católicos del mundo, y ocupaba el solio de Pedro con el nombre de Francisco.

En honor a la verdad, a esos sentimientos casi generalizados se sumó la desconfianza de muchos y aún la incredulidad de otros tantos. ¿Un papa argentino? ¿Por qué? ¿Para qué? Como es rutina en estos casos, enviados especiales fueron destacados prestamente a Roma y los vaticanistas proliferaron. En una sociedad altamente politizada como la nuestra, en la que no faltan desde hace muchos años las tensiones y los conflictos ásperos pero francamente estimulantes para la madurez común, vinieron a coincidir gobierno y oposición. Aunque a la sordina, tirios y troyanos pensaron que este pontífice vendría a poner en caja a los populismos de América Latina, recreando el embate decisivo de Karol Wojtyla contra los regímenes comunistas de Europa oriental.

Una decisión dramática como la que le tocó afrontar a Jorge Mario Bergoglio no puede asumirse sino sobre la base de una férrea convicción.

Para colmo, las relaciones del cardenal Bergoglio con el gobierno no eran las mejores. En efecto, las críticas habituales que el episcopado argentino (uno de los más conservadores del mundo) reserva para las administraciones con vocación de cambio estallaron con virulencia al sancionarse la ley de matrimonio igualitario, a la que aquél calificó como obra del diablo. Y antes, en febrero de 2013, cuando el ex presidente Néstor Kirchner fue operado por una obstrucción en la carótida, el ofrecimiento de la unción de los enfermos fue malinterpretado en el círculo íntimo presidencial, que no tuvo presente que el sacramento reemplazaba desde el Concilio Ecuménico Vaticano II a la extremaunción, la que, sí, sólo se administraba in articulo mortis.

Pero todos se equivocaron. Creían hablar de Francisco, pero se referían a Jorge Mario Bergoglio. Y ya no eran la misma persona.

Ahora su parroquia era el mundo, no el amado y pequeño argentino lar. Su discurso debía variar, inexorablemente. Por eso, a las cosas que ya no le era dado expresar, se agregaban las que hasta ahora callaba por creerse falto de autoridad.

 

Se puede vivir toda la vida para un solo momento; transitar una existencia sin saber quién se es hasta que llega el instante trascendental en que la prescripción socrática se consuma y tiene lugar el renacimiento.

Los Hechos de los Apóstoles dan cuenta de la transformación de Saulo de Tarso, martillo de los judíos, en San Pablo, Apóstol de los Gentiles.

—Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?

—¿Quién eres tú, Señor?

—Yo soy Jesús, a quien tú persigues.

Solemos citar este pasaje y aplicarlo a distintos episodios de la vida cotidiana refiriéndonos a la coincidencia como “nuestro camino de Damasco”, cuando en realidad son muy pocos o casi nadie los que gozan de semejante epifanía.

Por eso, creemos que una decisión dramática como la que le tocó afrontar a Jorge Mario Bergoglio no puede asumirse sino sobre la base de una férrea convicción. Cuando sus hermanos lo eligieron y le informaron que era el dicto de Dios que fuese su vicario en la Tierra, debió de verse en la encrucijada de su existir. Recordando que en el cónclave que ungió a Benedicto XVI había resignado voluntariamente sus posibilidades, esta nueva evidencia sólo pudo significar para un hombre de su fe una cosa: Dios lo quiere.

Lo que tal vez explique su sonrisa confiada y sin dejos de temor o inseguridad cuando se nos apareció por vez primera como obispo de Roma.

La cultura de este país tiene un hermoso reflejo de la historia sagrada y de renacimiento en la película de Roberto Rossellini de 1959 Il generale della Rovere, sobre cuyo guion plasmó su novela homónima Indro Montanelli. Allí asistimos a la metamorfosis de Emanuele Bardone, truffatore y jugador, en el general badogliano capaz de morir heroicamente por los principios aprendidos —o recobrados— de sacrificio, patriotismo y dignidad.

 

No es una novedad que Jorge Mario Bergoglio fue o era peronista.

El papa Francisco no puede tener filiación política porque sería incompatible con su carácter de jefe de Estado, pero el joven jesuita de los años 60 y 70, como los curas del Movimiento Sacerdotal para el Tercer Mundo, participaba de las agrupaciones juveniles organizadas para garantizar el retorno a la Argentina de Juan Domingo Perón. Una de esas agrupaciones fue Guardia de Hierro, y a ella se acercó el actual pontífice, aunque sin cursar una militancia orgánica como aclaró uno de sus fundadores, Alejandro “Gallego” Álvarez.

A pesar de la sinonimia, Guardia de Hierro (“los guardianes”, les decíamos los militantes de la JP de aquellos tiempos) no tenía afinidad ideológica con el partido fascista rumano del conducator Antonescu. Su clave ideológica era la ortodoxia peronista y la filiación cristiana, rasgos que compartían con otras organizaciones como Montoneros que, radicalizando sus posturas, evolucionarían hasta constituir la izquierda radical del Movimiento.

Para esos años, en 1974, Guardia de Hierro se disolvió. Pero el sacerdote, el obispo y aún el cardenal primado Bergoglio siguió siendo un cura villero que desdeñaba sus privilegios y usaba, por ejemplo, el transporte público de Buenos Aires.

A pesar de estos antecedentes, la derecha vernácula se encontró con el andar del nuevo Papa un escenario inimaginado ni en la peor de sus pesadillas. Aguardaban por alguien que pusiera orden en estos países de la periferia y se encontraron con un pastor que abraza la opción por los pobres, reclama la equitativa distribución de los bienes de la vida, preconiza la concepción de la economía como un quehacer al servicio del hombre, anatematiza al capitalismo salvaje y clama por la hermana-madre Tierra y sus criaturas.

Tal vez a eso vino Francisco. A resolver esa contradicción recuperando la inmediatez entre el pueblo y el pastor.


Sin embargo, no debiera causar asombro esta postura del Papa tan cercana a las definiciones del gobierno argentino que la horrorizan: en ella es fácil detectar tanto los ecos de la doctrina social de la Iglesia como de la doctrina de Juan Perón; de la magistratura de Santo Tomás de Aquino como del mensaje amoroso del Pobrecito de Asís.

Francisco, en suma, resultó ser el papa que esperaban con ansia los pobres de la América Latina, el continente devastado, pero que, según cantó Rubén Darío en respuesta a la prepotencia imperial de Theodore Roosevelt, “aún reza a Jesucristo y aún habla en español (…) y es la hija del sol”.

 

En 1932, la conservadora II República Española intentó una tibia reforma agraria. Se cuenta que el ministro informante Jiménez Fernández, quien con moderación defendía el proyecto ante las Cortes sosteniéndose en la autoridad de los papas, mereció esta cínica respuesta del diputado defensor de los latifundistas, José María Lamamié de Cleirac: “Si Su Señoría sigue citando encíclicas para defender el proyecto, terminaremos haciéndonos cismáticos”. Algo parecido ocurre en la Argentina. Los personeros del orden conservador y los foristas de los grandes medios, en consonancia con aquel destemplado temperamento, atacan al Papa tratándolo de populista (¡¿..?!), le señalan con fastidio que un clérigo no debe inmiscuirse en cuestiones temporales y aun cuando hasta ayer eran gente de misa y comunión diaria, afectando profesión de ateísmo militante.

Pero lo que colmó la medida de algunas mentes colonizadas y racistas fue el perdón que impetró a los pueblos originarios por la expoliación sufrida en los tiempos de la conquista, que se tradujo en un desamparo que sufrieron y sufren hasta hoy. No advirtieron, o no quisieron advertir, que el divino gesto se hermana con la contrición hecha en la Grande Sinagoga de esta ciudad ante nuestros hermanos mayores en la fe realizada por Juan XXIII.

Hasta donde podemos ver, el Patriarca de Venecia es el espejo y guía del Papa argentino, el que vino del fin del mundo.

Juan XXIII: el Papa de mi infancia y mi catecismo; el Papa que los cristianos del mundo recordamos como “Juan, el Bueno”. Pero, si aspiramos a una comprensión aproximada al “fenómeno Bergoglio”, es posible que haya que recurrir a otras razones, además de las puramente sentimentales por más validas y sinceras que éstas sean.

La Iglesia Católica es una institución compleja, que a lo largo de su casi bimilenaria historia ha debido afrontar la tensión entre el mensaje de Cristo y el hecho mismo de su supervivencia. Su historia es la historia de la propagación de la Buena Nueva, pero también la de la lucha contra las herejías, los cismas, las sectas posmodernas y el propio lastre de sus sectores retardatarios.

La elevación simultánea a los altares de Juan XXIII y de Juan Pablo II refleja esa tensión, pero también la vocación de Bergoglio por rescatar lo mejor de cada pontificado; el aire fresco que significó el Concilio Ecuménico Vaticano II, complementado con la vocación misionera de Wojtyla, que recorrió el mundo como nadie desde San Pablo, el apóstol de los gentiles y “fundador” —permítasenos la licencia— del cristianismo como religión universal.

La mundanidad, inevitablemente, vino a formar parte de la Iglesia en tanto ésta se consolidaba como institución, y tal vez el precio que hubo de pagar por su rol en la configuración del mundo después de la caída del imperio soviético fueron cierto rigor dogmatico y el alejamiento de los sentimientos más puros del pueblo de Dios.

Tal vez a eso vino Francisco. A resolver esa contradicción recuperando la inmediatez entre el pueblo y el pastor, teniendo siempre “un oído en el pueblo y otro en el Evangelio”, según predicaba el martirizado obispo de la Rioja Enrique Angelelli.

Tal vez, entonces el pontificado de Jorge Bergoglio marque un rumbo crucial en la sede de Roma, a punto tal que nadie se atreva a retomar como papa el nombre del Pobrecito de Asís porque esa invocación parece tarea de una sola vez y sin retorno. La opción por los pobres.

Gustavo Rubén Giorgi
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