
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2021 en su 25º aniversario
“In a little while
I’ll be gone
The moment’s already passed
Yeah, it’s gone”
(Radiohead, How to Disappear Completely)
Pasmado y alicaído, el profesor de literatura abandonó la universidad tras el aluvión de recriminaciones incomprensibles que recibió (oyó racista, oyó misógino, oyó xenófobo, oyó pesimista, y oyó otros tantos vilipendios disparados a quemarropa desde todos los flancos). De seguidas, abandonó su hogar y se fue a la montaña. Gozó allí de su espíritu y su soledad, y permaneció en ese estado por un poco más de un lustro. Un día se dispuso a contemplar el atardecer y entonces pudo distinguir el contorno de las cosas al cerrarse el día. Entendió de una vez cuanto había que entender. Al día siguiente bajó en busca de la gente y al encontrarla le habló como sigue:
La literatura tal como la conocemos ha muerto.
Nuestro horizonte de expectativas se ha ido eclipsando para darle paso a un marco de lectura que instauran cuatro grupos ideológicos, quienes, en mayor o menor grado, influyen en la cultura y en las instituciones políticas actuales. Precisémoslos a continuación:
La nueva era supone una pseudorreligión de la que se ausenta un dios padre.
1
La primera señal de alarma la atrapé, estimo, hace poco más de quince años, cuando se me hizo moneda corriente cruzarme con estudiantes de bachillerato que habían sustituido las lecturas con las que me formé por libros de autoayuda. Obras referenciales como La Ilíada, de Homero, y Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, habían sido desplazadas, me informaban, por decisión de los propios docentes de la cátedra de Lengua y Literatura, quienes optaban por que el nuevo canon del programa escolar recayera sobre El manual del guerrero de la luz, de Paulo Coelho, o El monje que vendió su Ferrari, de Robin S. Sharma. Prestando un oído agudo a los estudiantes, se hacía patente que el ostracismo literario descargado contra los autores canónicos se debía a que los docentes querían transmitir mensajes con los que embellecer la vida de sus pupilos.
Recordaba por entonces las lecciones de mi amigo y maestro de filosofía en la universidad Rolando Núñez, en las que explicaba que la nueva era supone una pseudorreligión de la que se ausenta un dios padre. Un ejemplo análogo es el reciente filme animado Soul, de Pete Docter, en el que nunca asoma el Dios todopoderoso del cristianismo, al igual que no hay presencia del consabido cielo, si acaso la presencia de planetas y una aglomeración de estrellas llamadas el Great Beyond, algo así como astros que conspiran para que los personajes sean felices. De cualquier modo, lo central en Soul es la premisa de que la dicha se encuentra dentro de uno mismo, por lo que sólo resta alcanzarla mediante el autodescubrimiento. La paradoja de la autoayuda me la iluminó un día mi amigo el poeta Manuel Cabesa, al señalar que quienes se quieren “autoayudar” acaban leyendo afanosos a otra persona para que los ayude.
2
Para los miembros de este grupo, muy jóvenes por demás, la frontera entre el trabajo y la vida privada se diluye, pues han crecido con una visión empresarial del mundo. De ahí que cualquier esfera de la praxis humana devenga reducible a modalidades del emprendimiento. Si, por ejemplo, nuestra generación creció disfrutando de la televisión, el cine, y los álbumes fotográficos familiares, ellos entrevén en YouTube, los blogs e Instagram medios para hacer dinero, lo que explica que el neologismo “monetizable” (transformable en dinero) sea una palabra de su uso corriente. Sus redes sociales están abultadas con mensajes sobre el éxito y el liderazgo tanto en la vida como en el trabajo, todo lo cual, quedó dicho, viene a ser lo mismo. Su metáfora predilecta conecta las cosas dañinas con la toxicidad. En conjunto, estos rasgos dejan inferir que el amor no está exento de ser enmarcado como una transacción monetaria. Esta fórmula parece haberla descrito meridianamente la escritora argentina Tamara Tanenbaum en su ensayo El fin del amor: querer y coger, en el que sostiene que los romances actuales se inician con la presentación de un perfil o currículo y se normaliza con la vida en pareja cumpliendo con tareas, cuya labor más codificada y disciplinada es el sexo. Este grupo descuella por un optimismo tozudo contra el que atentan la contingencia o cualquier evento trágico.
3
La denominada cultura de la cancelación aglutina a los miembros radicales de las minorías y tiene una enorme influencia en el ámbito político. Quienes se oponen a la cancelación de turno apenas alcanzan a atinar un comentario cínico en redes sociales, mientras que los “canceladores” modifican la cultura de manera efectiva y acuciante. Desde la óptica de la cancelación, toda obra equivale a su escritor, lo que, obvio es decirlo, conduce a la idea de que la obra no representa, sino que es un vehículo por medio del cual el escritor instiga al odio contra el grupo estigmatizado, o, cuando menos, la obra genuinamente alberga una animadversión. Así pues, la palabra anglófona peyorativa nigger en boca de los personajes de Mark Twain sería, en el peor de los casos, un exhorto que azuza a los racistas y produce violencia física o simbólica contra los afroamericanos. Los canceladores han introducido en la interpretación la categoría “ofensa”, apreciación subjetiva en la que todo cabe, y desprovista de utilidad al momento de interpretar piezas a las que les atañen lo amplio y complejo de la realidad, y cuyos autores, por lo común, suelen ser seres al margen de las convenciones sociales. La cultura de la cancelación permanentemente fomenta nichos basados en el género, la raza y el gentilicio. Estos son orbes cerrados en los que individuos externos al grupo son excluidos en nombre de la inclusión. Un ejemplo oportuno al caso es el de la poeta norteamericana Amanda Gorman, quien rechaza traductores que no sean mujeres jóvenes y negras. Los canceladores escrutan los textos antiguos al objeto de modificarlos, asemejándose en el acto al emperador chino del ensayo La muralla y los libros, de Borges, quien quemaba libros como dictamen de que la historia comenzaba con él. Esta cultura desdeña por igual la lectura crítica de los textos, una herramienta interpretativa que podría servir para identificar las concepciones sesgadas, al paso que operaría como un dispositivo para hacer justicia. No obstante esta vía inteligente promete ser más provechosa en pro de sus derechos, la cultura de la cancelación responde con la supresión violenta de los referentes culturales.
Uno de los requisitos fundamentales para escribir contenido es el dominio del lenguaje SEO (Search Engine Optimization).
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Clasificamos en este grupo la floreciente escritura de contenido. Justo en el momento en el que escribo este ensayo, cientos de miles de personas atiborran sitios web en los que se ofrecen como escritores de contenido freelancers. Uno de los requisitos fundamentales para escribir contenido es el dominio del lenguaje SEO (Search Engine Optimization), por medio del cual la página web que aloje un artículo con éste se posicionará entre las primeras opciones que desplieguen los buscadores en Internet. Otras características de los artículos de este tipo son los “títulos magnéticos” con palabras claves que hagan que el lector no resista hacer clic, rótulos como (el subrayado es mío): “¿No sabes cómo maquillarte los ojos? Aquí te contamos cómo” o “3 tips para maquillarte tus ojos. ¡Te encantarán!”; la apelación a fórmulas rígidas y de notable simplicidad léxica y sintáctica, tales como: “5 preguntas que debes responder antes de comprar un perro”, “Mitos y verdades de ser fisicoculturista”, y “5 maneras de hacer hamburguesas explicadas paso a paso”; los párrafos deben ser cortos, no hormigones, como este que usted está leyendo. Preferiblemente, deben tener entre cuatro o diez líneas, incluso menos; el artículo, más que orbitar alrededor del mensaje, lo hace alrededor de la palabra clave, cuya presencia debe sentirse en la mayor cantidad de párrafos; la longitud máxima del texto ronda las mil palabras y debe incluir hipervínculos que conduzcan a otros textos de la página; se evita la abundancia de signos de exclamación, pues puede sonar agresivo y, por tanto, puede ahuyentar al lector o al potencial cliente.
Dicho esto, he aquí mi tesis: aunque en la superficie estos cuatro grupos parezcan desvinculados, todos confluyen hacia la idea de que la razón de ser de la escritura es la de portar mensajes positivos al lector, de que su función pragmática es la de marcar un mapa de instrucciones útiles para, cual lenguaje SEO, optimizar la existencia humana. Si intentamos medir sus compatibilidades, vemos que es improbable que el lector de autoayuda discrepe del lector de la cancelación cuando éste suprime lo que juzga ofensivo, pues, a fin de cuentas, también espera relaciones humanas armoniosas. Si nos fijamos en los lectores corporativos y los lectores de contenido, notamos numerosos lugares de encuentro, a tal punto que a menudo se evidencian como rasgos de una misma figura. Estos dos últimos tampoco coliden con la cultura de la cancelación, visto que, en aras de un trabajo superlativamente productivo, es menester apartar a las personas tóxicas que ofenden y, por descontado, obstaculizan una dinámica laboral fluida.
Este incipiente horizonte de expectativas en el que los textos propician lecciones rebosantes de positividad es antagonista del principio de la literatura no utilitaria ni moralizante de la estética del Romanticismo. Desde el establecimiento de esta corriente estético-conceptual, la literatura ha constituido un fin en sí misma. Hemos podido leer los cuentos de Edgar Allan Poe sin esperar de ellos una guía didáctica para asumir la vida, así como leemos la novela Lolita, de Vladimir Nabokov, sin reclamar que resulte un manual instructivo sobre cómo hay que interrelacionarse con niñas de doce años. El horizonte de lectura emergente, en cambio, se pregunta en qué puede servir para la vida plena una ficción en la que un hombre empareda vivo a otro, tal como ocurre en el cuento “El tonel de amontillado”, de Poe, o se escandaliza porque la novela de Nabokov contiene un mensaje tóxico contra las niñas, cuando no es que interpela al lector hombre para que adopte la pedofilia. En una palabra, esta lectura postromántica se cierra ante las posibilidades del dolor, el trauma, la muerte y cualquier otra zona nebulosa inherente a la condición humana que impida la vida armoniosa y productiva.
Todos los autores del sagrado altar de los clásicos fueron, en menor o mayor grado, inclasificables, inconcebibles, invisibles e inexistentes en sus respectivos contextos genéticos.
El sol alcanzará los lugares que se habían mantenido a oscuras
Criticas filosas, burlas socarronas y comentarios ventilados con la furia de un cuarto bate fueron algunas de las reacciones tan pronto se exhibieron piezas con las que el venezolano Rafael Cabaliere se granjeaba el premio EspasaesPoesía en 2020. Lo más agudo que leí sobre el caso lo firmó el escritor Carlos Yusti aquí en Letralia, donde, desde la distancia crítica y centrada en el objeto de estudio, describía cómo encajaba Cabaliere dentro de la historia de la literatura y dentro su contexto genético. Por lo que sé, el parteaguas que Cabaliere encarna no es, ni de lejos, inédito en la dilatada historia de la literatura. Esto se debe a que la literatura, como muchos otros conceptos, es lo que en el campo conceptual denominamos contested concept (un concepto que se impugna o debate), lo que viene a decir que se encuentra distribuido heterogéneamente entre los individuos que luchan por el dominio del sentido dentro de una sociedad y una época particulares. Ser distribuido heterogéneamente, en rigor, implica que uno de esos conceptos es hegemónico, puesto que es legitimado por la ideología imperante, la adhesión del ancho de la sociedad, y su materialización en las instituciones, como bien lo supo Bourdieu; mientras que el resto de la distribución tiene presencia marginal o ni siquiera recibe estatus de concepto por parte del pensamiento hegemónico.
Ejemplifiquemos la distribución heterogénea con suma sencillez. Digamos que en una sociedad vampiresca los individuos A (crítico literario), B (editor), C (articulista) y D (lector) conciben como literarios todos los atributos identificables en la literatura gótica de Bram Stoker, mientras que E (crítico literario) y F (lector) consideran que lo literario tiene que ver con los caligramas de Apollinaire, y G (lector) da por literarias las fábulas de Esopo. Se hace palmario en este caso que A, B, C y D son cajas de resonancia de la concepción literaria de la sociedad, constituyen un número mayor de personas y, al menos los tres primeros, cuentan con discurso de poder. Para decirlo todo de una vez, ellos representan la concepción legitimada de lo literario, al tiempo que E, F y G caen en el terreno de lo inconcebible, lo impensable, lo no categorizable, lo invisible y, en último término, lo inexistente.
Aquí pasamos a un punto medular: todos los autores del sagrado altar de los clásicos fueron, en menor o mayor grado, inclasificables, inconcebibles, invisibles e inexistentes en sus respectivos contextos genéticos. Ahora, todos los defensores a ultranza de la literatura canónica se distinguen por un mismo mecanismo mental: reprimen los orígenes bastardos de dichas obras. Este mecanismo es insoslayable, en virtud de que los faculta para atribuirle a los clásicos una esencia que los naturaliza (tienen propiedades inmanentes e inmutables que los hacen clásicos) y los universaliza (su condición de clásicos no se constriñe ni a lugares ni a épocas. Mejor todavía: serían clásicos aun en modo multiversos). Cuando encaran el hecho problemático de la pésima o nula atención recibida por los clásicos en sus contextos genéticos, a lo sumo, estos defensores zanjan el embrollo alegando que el escritor fue un incomprendido o que fue un adelantado de su tiempo. Dicho con otras palabras, le endosan un problema de lectura a los contemporáneos de los clásicos. Éstos, por descontado, habrían sido lectores de muy baja estofa.
Este mecanismo elíptico reverbera en una obra tan reciente como el encomiado y brillante ensayo El infinito en un junco, de la escritora española Irene Vallejo, de quien, por ser una estudiosa del relevo, uno espera que supere con creces las paupérrimas explicaciones elaboradas sobre los clásicos a lo largo del tiempo, pero, en cambio, termina deslizando imprecisiones y entretejidos disonantes que conviene atajar al objeto de entender la justa dimensión del problema. Observemos dos momentos prototípicos de cuanto refiero:
Son libros que siguen atrayendo nuevos lectores cien, doscientos, dos mil años después de ser escritos. Esquivan las variaciones del gusto, de las mentalidades, de las ideas políticas; las revoluciones, los ciclos cambiantes, el desapego de las nuevas generaciones.
La imagen consagrada de los clásicos nos impide imaginar el enorme cuestionamiento sufrido por algunos de ellos y los tremendos alborotos que organizaron con sus obras.
La idea de que un clásico esquiva las variaciones del gusto y, peor aún, de las mentalidades, no es más que un ardid sofístico, un asunto que retomaré más adelante cuando toque disertar sobre Harold Bloom. En cualquier caso, por lo pronto salta a la vista que la segunda cita, en la que Vallejo relata la agria recepción que en el 415 AD recogió Las troyanas, de Eurípides, pulveriza la sustancia eterna que la escritora antes le atribuyó a los clásicos, visto que, sobra decir, al menos la concepción de literatura debió haber cambiado. No en vano admite que un lector actual no puede imaginar el rechazo que padeció Eurípides. ¿Cómo pudo el fracaso de Eurípides pasar de ser imaginable a inimaginable sin la intervención de un cambio de mentalidad? Vallejo asegura su lugar en el linaje literario de los estudiosos que obvian datos reales en favor de sus pasiones. Digo de paso que el manido argumento de los miles de años sólo podría ser pertinente si tuviéramos la certeza de que el planeta Tierra y la raza humana se extinguirán, digamos, en cien años, pues, en caso contrario, la cifra refiere un período de tiempo imposible de valorar por nosotros (retengamos el hecho de que la antigua civilización egipcia alcanzó los tres mil años).
A estas alturas, asumo plenamente como otro signo de las represiones que padecen los defensores a ultranza de los clásicos el hecho de que nunca beben del manantial que Borges, quien si no, emana a borbotones en su fulminante ensayo “Sobre los clásicos”, en el que, a contravía del statu quo, niega la condición universal de los clásicos para decantarse por una concepción que varía conforme a coordenadas temporales y espaciales específicas, lo que da como resultado que el sistema canónico permanezca abierto y admita la inclusión y las expulsiones de miembros. Leamos estas ideas de puño y letra de Borges:
No tengo vocación de iconoclasta. Hacia el año treinta creía, bajo el influjo de Macedonio Fernández, que la belleza es privilegio de unos pocos autores; ahora sé que es común y que está acechándonos en las casuales páginas del mediocre o en un diálogo callejero.
Las emociones que la literatura suscita son quizás eternas, pero los medios deben constantemente variar siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre.
No caemos en cuenta de que no vemos de manera natural, sino que las ideologías y nuestras categorías mentales nos indican qué debe ser visto y cómo nos relacionamos con esto.
A mi entender, la mediocridad a la que alude Borges tiene que ver con la mutabilidad del concepto de literatura y con las revaloraciones de los autores que conlleva. Así las cosas, un autor deja de ser mediocre toda vez que cambia el concepto literatura y lo que antes era periférico se eleva a la concepción hegemónica de literatura. De la segunda cita de Borges, extraemos la idea de que los medios de la literatura son frágiles, de que insoslayablemente se desgastan con el tiempo, por lo que ninguna obra puede ser clásica ad infinitum.
Quienquiera que haya alcanzado este punto de mi ensayo seguramente fruncirá el ceño y replicará que interpreto muy pobremente a Borges, puesto que la mediocridad es objetiva, tan sólo basta escudriñar un texto para identificar las oraciones truncas, los giros abruptos de la sintaxis, las estridencias de la cacofonía, las repeticiones léxicas fatigosas, y otros tantos ripios que pueden estropear un texto literario, y ya ni hablemos de los temas superfluos. Responderé que nuestro cuerpo y sus órganos perceptores sólo reconocen objetivamente lo que nuestro sistema conceptual ha sido preparado para ver. Como el personaje Neo del filme de ciencia ficción The Matrix, no caemos en cuenta de que no vemos de manera natural, sino que las ideologías y nuestras categorías mentales nos indican qué debe ser visto y cómo nos relacionamos con esto. Propongo salir un momento de la literatura para advertir cómo opera este mecanismo conceptual en lo social: pensemos en un racista de las plantaciones de algodón del sur estadounidense a inicios del siglo, para quien sólo los blancos eran seres humanos. A no dudarlo, este segregacionista podía tomar la piel de un esclavo negro como evidencia contundente e inapelable de que no se encontraba frente a ser humano alguno. Insistiría en que objetivamente el esclavo no lo era y que sus ojos no lo engañaban. Pongamos, ahora, que un lector está conceptualmente formado para reconocer como literarias aquellas obras en las que se incluyan manzanas. El resultado previsible es que descartará como no literarias las obras que no hablen de esta fruta. Dirá, quién duda, que su criterio es objetivo.
Pero si estos ejemplos básicos no bastasen, permítaseme pasar al caso más paradigmático de todos. Por supuesto que me refiero a William Shakespeare. Uno de los momentos más disonantes que he experimentado tuvo lugar en la época en que estudiaba en la universidad y nos tocó discutir sobre el período de la literatura inglesa denominado la Restauración, que se extiende desde el regreso al trono del monarca inglés, a la sazón Charles II, en 1660, hasta 1700. Recibí con estupor el insólito hecho de que no sólo el genio de Shakespeare había sido ignorado, sino que John Dryden y Thomas Shadwell osaron versionar algunas de sus tragedias para darle finales felices. Mi reacción visceral, un coctel molotov de soberbia, ingenuidad e intransigencia, me llevaba a hacer caso omiso del espíritu de la época, que se empeñó tenazmente en superar los traumas de la guerra civil y, en cambio, me llevaba a concluir que aquellos ingleses estaban absolutamente equivocados. ¿Qué me hacía pensar a mí que podía juzgar a toda una época con la dureza con la que yo la embestía más de tres siglos después?
Al paso del tiempo, empecé a ver con claridad que entender lo ocurrido con Shakespeare durante la Restauración exigía que lo problematizara. Esto era lo que cualquier estudioso mínimamente responsable estaba obligado a hacer. Para empezar, mi caso se trataba del sesgo que Cooper y Ross bautizaron como me orientation, mediante el cual privilegiamos nuestra subjetividad y la usamos como marco de comprensión del mundo. En tal sentido, yo esperaba que los pobladores de la Restauración reconocieran la genialidad de Shakespeare tal y como yo lo hacía en el año 2000. Una manifestación reciente de este sesgo fue un lugar común el año pasado. Perdí de vista cuántos artículos se escribieron en los que Shakespeare pasó a ser el escritor que compuso obras maestras “pese a la peste que azotó Londres” o el gran hombre que “luchó contra las adversidades de la enfermedad”. No recuerdo haber leído tantas alusiones a la peste en la época isabelina, mucho menos que fuera tan determinante en la creación shakespereana. Doy por cierto que esto se debe a que muchos de nosotros nunca habíamos experimentado una pandemia y, una vez más, extendimos nuestros referentes para darle sentido al pasado.
Expliquemos este sesgo, ahora, a la luz de los medios lingüísticos que sugiere Borges en la segunda cita. Apuesto que todos hemos pasado por ese embarazoso momento en el que cometemos un desliz en la articulación de nuestro inglés y alguien nos reprocha que qué hubiera pensado Shakespeare. La respuesta que debemos dar debe ser rotunda: no hubiera dicho nada, porque lo habría ignorado. Cuenta la leyenda difundida por los sumos sacerdotes de la literatura canónica que Shakespeare alcanzó y legó la forma perfecta de la lengua inglesa. ¿A cuál forma se refieren exactamente con esto? En su libro Think On My Words: Exploring Shakespeare’s Language, el prominente lingüista David Crystal ha realizado el estudio más riguroso que se conozca de la lengua de Shakespeare, usando como corpus el folio que fue publicado en 1623, un tiempo después de la muerte del Bardo, el cual representa el único documento fuente que existe de su obra. El resultado es que en la obra shakespereana abundan desvíos que sin demora un policía del lenguaje juzgaría de errores graves. Hay tres explicaciones factibles y no excluyentes: a) Shakespeare produjo su obra justo cuando la lengua inglesa definía su forma moderna (Early Modern English), así que tanto para él como para sus coetáneos no existían manuales que prescribieran reglas de una lengua estandarizada y los diccionarios fueron una invención muy posterior a su tiempo; b) la recién inventada imprenta de Gutenberg presentaba complicaciones y provocaron algunos errores durante el proceso de producción, amén de los errores de quienes copiaban; c) la ortografía y la gramática shakespereanas estaban supeditadas a la oralidad del teatro. Dejan ver que Shakespeare los empleaba como medios para la representación de la escena, no como fines en sí mismos.
Ningún otro crítico ha representado la represión de los orígenes populares de la literatura clásica y su asimilación a la alta cultura mediante marcos interpretativos actuales como lo ha hecho Harold Bloom.
La exquisitez del estilo de las obras del pasado que obsesiona a los críticos contemporáneos es una expresión de lo que el filósofo francés Jacques Rancière designa “absolutización del estilo”, cuyo antecedente es la escritura de Victor Hugo y su forma definitiva es la de Gustave Flaubert, para quien el estilo lo era todo. En su ensayo “La supersticiosa ética del lector”, Borges se preocupa por esta búsqueda extemporánea en los siguientes términos:
Tan recibida es esta superstición que nadie se atreverá a admitir ausencia de estilo en obras que lo tocan, máxime si son clásicas. No hay libros buenos sin su atribución estilística, de la que nadie puede prescindir —excepto su escritor. Séanos ejemplo el Quijote. La crítica española, ante la probada excelencia de esa novela, no ha querido pensar que su mayor (y tal vez único irrecusable) valor fuera el psicológico, y le atribuyen dones de estilo, que a muchos parecerán misteriosos. En verdad, basta revisar unos párrafos del Quijote para sentir que Cervantes no era estilista (a lo menos en la presenta acepción acústico-decorativa de la palabra) y que le interesaban demasiado los destinos de Quijote y de Sancho para dejarse distraer por su propia voz.
Ningún otro crítico ha representado la represión de los orígenes populares de la literatura clásica y su asimilación a la alta cultura mediante marcos interpretativos actuales como lo ha hecho Harold Bloom, el gran clasificador y promotor del canon occidental. Sus análisis de Shakespeare cabalgan parejo con los esfuerzos por borrar sus arranques marginales. En su esencial Shakespeare: la invención de lo humano, por ejemplo, Bloom rechaza las raíces populares del Bardo al comparar capciosamente a éste con un espectáculo de Madonna, a lo cual cabe responder que no pudo haberlo dicho mejor, pero que en la Inglaterra de Isabel el teatro tampoco era una forma de arte tal como lo conocemos hoy. De hecho, se consideraba un oficio de vagabundos sobre el que recaían severas penalizaciones. Las obras teatrales, nos informa Crystal, no eran consideradas literatura seria, lo cual podemos poner en los términos que hemos convenido como “literatura marginal” dentro de la distribución heterogénea de la literatura en la Inglaterra isabelina. A continuación, absorbamos la sapiencia del maestro Borges contenida en Introducción a la literatura inglesa, libro escrito en coautoría con María Esther Vázquez:
El destino de William Shakespeare (1564-1616) ha sido juzgado misterioso por quienes lo miran fuera de su época. En realidad, no hay tal misterio; su tiempo no le tributó el idolátrico homenaje que le tributa el nuestro, por la simple razón de que era un autor de teatro y el teatro, entonces, era un género subalterno.
¿Cuál era, entonces, el género hegemónico de la Inglaterra de Isabel? Lo era el soneto inaugurado por el escritor italiano Petrarca en el siglo XIV. Éste era el vehículo de transmisión de los valores humanistas del Renacimiento. Reconocer objetivamente un texto como literario residía, en primera instancia, en identificar las propiedades discursivas (morfosintácticas, semánticas, pragmáticas) del soneto. Sus representantes se ubicaban en las instituciones del reino y en las voces de sir Philip Sidney y Edmund Spenser, hombres absolutos del Renacimiento. Acompañémonos, ahora, de las palabras de Borges en conversación con María Esther Vázquez en Borges: imágenes, memorias, diálogos: “Pero, las piezas de teatro no eran literatura”.
No obstante todas estas evidencias a disposición de los estudiosos de la literatura, Bloom pasó toda su vida armando aparatajes teóricos y argumentativos para remover lo que seguramente consideraba que era una mancha en los inicios del Bardo, o al menos un estropicio que afectaba su noción del canon literario. Si examinamos su teoría de la influencia, se hace nítido que es una teoría elaborada para entronar al Bardo en el reino de los clásicos. Fijémonos en que en el temprano ensayo de 1973 The Anatomy of Influence: Literature as a Way of Life Bloom excluye a Shakespeare por tratarse de una teoría de la poesía lírica (convenientemente olvida los sonetos), pero en una obra escrita más de treinta años después, Cómo leer y por qué, asevera que Shakespeare es el poeta más lírico de toda la lengua inglesa; tan sólo se necesitan unos pocos años para que Bloom vuelva a su posición inicial en ¿Dónde está la sabiduría? ¿Cómo asumir este vaivén teórico-argumentativo? Hay una respuesta local y una global: la primera, centrada en su primer libro, es que Bloom quiere que Shakespeare quede puro e intacto de recibir influjos, en tanto que la segunda es que los argumentos de Bloom se acomodaban de acuerdo a las necesidades que tuviera para mantener a Shakespeare en la cúspide.
Los escritores clásicos interpelaron a sus contemporáneos con la interrogante de si eran literatura o qué otra cosa eran.
The Anatomy of Influence y The Daemon Knows: Literary Greatness and the American Sublime, dos de las últimas obras de Bloom, asumen un talante platónico para acometer el movimiento decisivo. Empecemos por este último. Ahí, Bloom, como Platón cuando pone sus palabras en boca de Sócrates, se oculta detrás de Samuel Johnson para concluir que con tan sólo echar una mirada alrededor se cae en cuenta de que nada nuevo vale la pena. Por su parte, The Anatomy of Influence incluye un ensayo, “Shakespeare’s People”, cuya tesis, desde hacía un buen rato, era previsible que Bloom formularía tarde o temprano. Notemos que ahí su teoría inicial de la angustia de la influencia, que se restringía a la poesía, pasa a ser una teoría en la que inscribe todos los géneros literarios. Seguidamente, Bloom convierte a Shakespeare en un modelo arquetípico del cual sólo pueden derivar copias piratas, simples hojas de papel carbón de mala calidad. No puede haber un fuera de Shakespeare, sea el género que sea, incluidos los que no circulaban en la Inglaterra de Isabel, y el escritor que sea, pese a que nunca haya leído a Shakespeare. Todo escritor está destinado a ser un mero remedo del Bardo. Así pues, Harold Bloom, el gran crítico literario de nuestro tiempo, acaba hallando objetivamente lo que él se construyó a través de los años. Shakespeare es el caso más prototípico del autor canónico que, a despecho de los bloominianos, proviene del lugar marginal o no lugar dentro de su época.
Los escritores clásicos interpelaron a sus contemporáneos con la interrogante de si eran literatura o qué otra cosa eran. Esta falla de origen es omitida por los sacerdotes del santuario del canon, para quienes un clásico tiene una esencia perdurable en el tiempo. Hemos visto, sin embargo, que esto no es cierto, pues se trata de que los clásicos constituyen una forma de lectura temporal, por lo que resulta temerario hablar de su continuidad en el tiempo, como si las sociedades nunca fueran a cambiar y con ellas la redistribución de la categoría literatura. Ser un clásico es, mal que pese, ser leído como un clásico.
El desplazamiento de Shakespeare del lugar marginal al hegemónico se gestionó durante la distribución heterogénea del Romanticismo, en virtud de que la obra del Bardo correspondía con los atributos con los que los románticos identificaban lo literario. En sustancia, la obra shakespereana corporizaba la visión trágica de la existencia, rasgo clave para dicha corriente estética y filosófica. Por lo demás, fueron los románticos quienes, subrayo, terminaron privilegiando y normalizando la lectura íntima de Shakespeare, con cierto menoscabo de su puesta en escena, pero mayor enriquecimiento de la interpretación.
En el terreno musical, el crítico e historiador de la música Ted Gioia desarrolla una tesis similar a la que hemos tratado hasta acá. Escribe Gioa, en su luminoso ensayo Music: A Subversive History, que el patrón reconocible desde los orígenes de la música radica en que las innovaciones provienen de los outsiders, de los grupos marginales, a quienes el statu quo asimila, al tiempo que suprime el origen bastardo o, para decirlo con Barthes, los “exnomina”, al objeto de que su condición marcada desaparezca y el nuevo orden de cosas se naturalice y universalice. A mi entender, la exposición de Gioia muestra con claridad que son los outsiders los facultados para reconfigurar y, a su vez, revitalizar la literatura, por cuanto sus conceptos rompen con un ciclo que bloquea la creatividad y la originalidad. Estas disrupciones se experimentan como acontecimientos traumáticos, que trastocan cuanto se conocía para reordenar los marcos que dan sentido al mundo. Los máximos defensores de los clásicos celebran dichas rupturas violentas desde el buen resguardo que posibilitan las distancias espaciotemporales y las categorías conceptuales que las hacen identificables e interiorizables. Estas rupturas reportadas siglos después no son más que transgresiones inofensivas y convencionalizadas.
La pregunta esperada: ¿se convertirán en clásicos Cabaliere, los escritores de SEO, los escritores de autoayuda, los escritores de mensajes de emprendimiento, los escritores de la ultracorrección política y la cultura de la cancelación? Como diría Borges, nada sabemos del porvenir, salvo que diferirá del presente. Lo que es cierto es que si pretendemos tomarle el pulso a quienes emergerán como escritores de culto, hacemos bien en no dejar de echarle una mirada a lo que se nos hace insoportablemente extraño, a lo que decididamente sentenciamos como no literario, a lo que traba luchas contra lo que hemos dado por natural y universalmente literario. Mientras escribo, esos grupos son legión. Tengo estudiantes que comparten por WhatsApp posts con versos de Cabaliere con la idea fija de que eso es la “Literatura”, en tanto que otros comparten posts con mensajes de opereta supuestamente extraídos de El principito. Me he topado con obras clásicas replanteadas con una visión empresarial, incluyendo un Shakespeare útil para escoger la tapicería del hogar. A propósito de esto, acabo de leer una reseña de Laura Miller sobre el libro Wonderworks: The 25 Most Powerful Inventions in the History of Literature, cuyo autor Angus Fletcher revisita los grandes clásicos desde la perspectiva de la autoayuda. Los escritores de SEO pululan por Internet con la ayuda de los likes y las tendencias. Ya ni hablemos de las versiones esterilizadas en las que la cultura de la cancelación está transformando los clásicos.
Shakespeare es el amo absoluto en dar cuenta de lo humano, en tanto que nadie igualará a los escritores de ciencia ficción en abarcar las complejas interrelaciones que se abrirán con la posthumanidad.
Los postshakespereanos también han de llegar
El año pasado autopubliqué un ensayo con el título Los postshakespereanos: gravitaciones del canon literario del futuro y otros mundos, cuya tesis propone que en la venidera fase histórica posthumana el mundo experimentará un vuelco radical en las relaciones humanas, cuando se instalen e interactuemos con la robótica, la realidad virtual, la clonación, la superinteligencia, la colonización de otros planetas, la expansión de los viajes interestelares, la ampliación de la vida, la nanotecnología, y, además, lidiemos con el cambio climático, las pandemias, la biopolítica, y otros problemas más. En este orden de cosas, Shakespeare no tendrá mucho que decir, pero, en cambio, las obras de ciencia ficción se convertirán en correlatos de nuestra ideología tecnocientífica rectora, por lo que terminarán siendo el canon literario de los nuevos tiempos.
Los paralelismos entre Shakespeare y los escritores de ciencia ficción son evidentes: sus contextos genéticos son períodos de cambios trascendentales: el Renacimiento para Shakespeare, la posthumanidad para los escritores de ciencia ficción; ambos producen obras de géneros marginales o paraliterarios dentro de sus sociedades; Shakespeare es el amo absoluto en dar cuenta de lo humano, en tanto que nadie igualará a los escritores de ciencia ficción en abarcar las complejas interrelaciones que se abrirán con la posthumanidad; ambos conectan con las ideologías regentes que los elevan al lugar canónico: Shakespeare con el sentimiento trágico de la vida del Romanticismo, los escritores de ciencia ficción con el progreso del positivismo científico.
Hoy, un año después, sigo manteniendo que la mayoría de los retos que la humanidad tiene por delante serán de índole tecnocientífica, lo que, en consecuencia, hará que la ciencia ficción sea el espacio estético-conceptual a la medida. Debo, sin embargo, acotar un punto que no supe descifrar cuando se me presentó. Ocurrió hace un par de años. Por alguna razón que desconozco, recibí una invitación de la Fundación Isaac Asimov para participar en un concurso de relatos de ciencia ficción utópica. La justificación de la temática de la convocatoria resentía que la ciencia ficción había perdido su norte como literatura de ideas y, en contraste, se había atascado en el callejón sin salida que es la distopía.
Dicho esto, modifico ligeramente mi aseveración anterior: mantengo que la ciencia ficción utópica tendrá mayor protagonismo en el mundo que se avecina. Ella puede combinarse con los escritores de contenido, los escritores del optimismo empresarial, los escritores de autoayuda, y con los de la cultura de la cancelación. Los cinco despliegan positividad.
Vendrá un evento que lo trastornará todo
La pandemia iniciada en 2020 ha acelerado el ecosistema tecnocientífico, el hábitat en el que estos grupos conviven (y donde en estos momentos se encuentran sobreviviendo durante el confinamiento). Apartando esto, lo que parece inevitable es que tras la pandemia la humanidad querrá superar el dolor, las heridas y la mortandad dejadas por la enfermedad. No es aventurado afirmar que esto se cumple casi como una regla, pues, a fin de cuentas, la vida necesita seguir y los humanos anhelamos cambiar y crecer antes de desaparecer del todo. Es inevitable distinguir un caso homólogo en la Restauración inglesa, aquel período que ganó mi antipatía por haber aborrecido la tragedia shakespereana. Queda claro que para el optimismo de los restauradores Shakespeare no tenía por qué ser necesario.
Otro sol se levantará
Evito incurrir en el sesgo que, según Steven Pinker, traslada nuestra vejez al mundo y termina imaginando que éste atraviesa una decadencia moral. No quiero sonar como otros antes que yo, que tan pronto se hicieron adultos empezaron a despotricar de las nuevas generaciones. Así y todo, hago causa con quienes defienden la literatura tal como la conocemos. Enumero algunos puntos a favor: a) la literatura que conocemos retrata la realidad tal cual es y no como queremos que sea. Al final, no importa que tan optimistas seamos, puesto que la contingencia nos acecha: enfermedades, tsunamis, meteoritos, accidentes, y cualquier otro evento trágico, se escapan de nuestras manos; b) la literatura que conocemos, al retratar la realidad, sirve como modelo de situaciones; c) la literatura que conocemos adhiere el principio de la libertad, por lo que se opone a la censura de la cultura de la cancelación; d) la literatura que conocemos, al fomentar la libertad, incluye géneros y autores variopintos; e) la literatura que conocemos es honda, por tanto estimula la contemplación y el pensamiento reflexivo, elemento clave para entender las complejidades de la realidad; f) la literatura que conocemos es un ejercicio de la conciencia individual del autor, por tanto no responde a los intereses particulares de los grupos de poder.
Cae la tarde y el profesor de literatura espera el nuevo día que despuntará con el sol, cuando entonces él emergerá de nuevo.
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