Para mí ha sido todo un reto preparar estas líneas sobre uno de los poetas más importantes de Venezuela desde mediados del siglo pasado; digo un reto porque la obra de Palomares, desde El reino (1958) hasta Las alegres provincias (1988), es un vasto panorama que cubre muchos horizontes.
Campo exterior: la mirada limita con la línea del horizonte, se entrega a la tierra para no olvidar el sentido de la pertenencia. Campo interior: toda memoria se convierte en palabras, palabras sentidas, dichas desde lo más profundo de la conciencia, ensayando una densidad para el canto y la celebración.
Mucho se ha escrito acerca de la importancia del paisaje en la obra de Palomares, de la presencia de Escuque como detonante de una forma de expresar la vida, de celebrar esas cosas mínimas con que la infancia permanece arraigada en la memoria. Pero también existe otro poeta en nuestro autor, aquel que ve la historia nacional como una forma de reflexión.
Poema del lenguaje, Santiago León de Caracas es también un poema testimonial: cada personaje va revelando al lector un lado del calidoscopio que sirve de marco de referencia en donde se desenvuelve la historia.
Mirar el pasado para entender el futuro ha sido la misión más importante que la literatura hispanoamericana ha realizado a lo largo del siglo XX. En Venezuela la reflexión histórica comienza en el siglo XVII cuando José de Oviedo y Baños prepara para nosotros su Historia de la conquista y la población de la provincia de Venezuela; en prólogo de ese libro escribe que su propósito es “sacar de las cenizas del olvido las memorias de aquellos que conquistaron el país”. Con Oviedo comienza la curiosidad por entender nuestro pasado, se realiza allí el primer esfuerzo para romper el silencio de la memoria. No olvidemos que, como dice Arturo Uslar Pietri: “La historia está presente y nos rodea en todas las horas porque no es otra cosa que vida”.
Ahora bien, ha sido privilegio de la novela, más que de la poesía, el rescate a través de tramas y personajes de los fantasmas del pasado. Por eso me parece que uno de los momentos poéticos más importantes del país es la publicación de libros como Honras fúnebres (1965), Santiago de León de Caracas (1967), Elegía 1830 (1980) y Las alegres provincias (1988), todos referidos a momentos específicos de nuestra historia nacional.
Santiago de León de Caracas, escrito al celebrarse los cuatrocientos años de la fundación de la ciudad capital, alterna las voces de los españoles y de los indígenas como en una especie de obra coral que recoge lo más significativo del proceso de la conquista del Valle de los Caracas. Pero el poema no intenta repetir los posibles acontecimientos relatados en los libros de historia, sino que desborda la narración, mostrándonos diversos aspectos de la realidad, tratando de hacernos sentir la visión del conquistador ante lo deslumbrante del paisaje.
Palomares pone en boca de uno de sus personajes la siguiente descripción digna de un cronista de Indias:
Qué belleza la tierra cuando esa montaña
sube un cuerpo blanco en sus aires
y estima su altura
y el azul se ve limpio y es un filo que
de sólo lejano está bello.
…
Apenas una línea de aurora
y ya los caballeros reconocieron el sitio:
Qué templados aires.
¡Qué colinas!
Menos ensoñadora es la descripción que el poeta hace de los enfrentamientos por someter a los naturales de la tierra; debido a las leyendas acerca de grandes ciudades de oro y cuencas costeras llenas de perlas el proceso se convierte en una hazaña brutal, tal como lo expresa Eduardo Galeano: “Desterrados de su propia tierra, condenados al éxodo externo, los indígenas de América Latina fueron empujados hacia las zonas más pobres, las montañas más áridas o el fondo de los desiertos, a medida que se extendía la frontera de la civilización dominante”.
A su paso el conquistador va diezmando tribus completas que no se someten a su poder:
Ocho brazos tenía cada enemigo
Un dios en cada mano
Y aunque el cielo y la muerte estaban de su parte
Fuimos a combatir
Ay hijos de la tierra
Sus dioses estaban ocupados jugando
Qué mano hizo esta flecha que no sabe clavarse
En un corazón enemigo.
Como se puede ver se trata de un poema épico en el sentido clásico del término. En su libro La poesía de Ramón Palomares y la imaginación americana (Caracas: Celarg, 1982), María Elena Maggi ha escrito:
Podemos considerar estos dos libros (Honras fúnebres y Santiago de León de Caracas) como obras épicas pues en ellas se dan los tres elementos característicos del género: personajes, espacio y acontecimiento. La función del narrador ubicado entre el lector y el acontecimiento es evidente, ya en el primer poema de cada uno de los libros, el narrador nos habla como el rapsoda, anticipando lo que acontecerá en el relato. En Honras fúnebres la intervención del narrador es más evidente, mientras que en Santiago de León, donde hay más profusión de elementos dramáticos, es más sutil. En ambos, Palomares alterna la narración subjetiva (en primera persona), con la objetiva (tercera persona), la narración es narrada en presente, y los hechos se relatan de manera discontinua, como sabemos esta inversión temporal de las acciones es característica de la epopeya, lejos de restarle valor a la narración la refuerza.
Poema del lenguaje, Santiago León de Caracas es también un poema testimonial: cada personaje va revelando al lector un lado del calidoscopio que sirve de marco de referencia en donde se desenvuelve la historia.
En los fragmentos que integran “Muerte de Francisco Fajardo” presiento que Palomares se adelanta en el tiempo a lo que muchos años después sería la técnica aplicada por Gabriel García Márquez en Crónica de una muerte anunciada.
En este sentido uno de los momentos culminantes del libro es el poema llamado “Muerte de Francisco Fajardo”; en el que a lo largo de doce fragmentos se procede a novelizar (si es que este término se puede aplicar a un poema) los pormenores del arresto y posterior ahorcamiento de uno de los primeros conquistadores en llegar al Valle de los Caracas, según informa la historia, en el año 1555. Dentro de la historiografía venezolana, Fajardo destaca por ser mestizo, hijo de español y una india guaiquerí, siendo esta condición la que le sirve para tener, a diferencia de otros conquistadores, mayor facilidad de acercamiento con los nativos.
Uno de los aspectos más interesantes del poema es que las voces que intervienen pertenecen, en su mayoría, a objetos y no a personas: una casa, un espejo, la comida, una copa, una soga van interviniendo para dirigirse a Fajardo y al lector a fin de advertirle del inminente peligro que corre, y que al final es inevitable. Extraordinario en este sentido es el texto “La comida”:
No me comas Francisco
que soy tu muerte
yo, la carne espesa de tomates y orégano
yo, la sal
soy tu cuchilloNo me comas Francisco
que soy tu filo, tu punta de flecha
yo, el venado,
el puerco de monte,
el aguacate y la papa
soy tu vela de entierro
tu incienso, tu urnaNo me comas Francisco
que soy tu agua bendita
las legumbres, yo
tu pala, tu pico
el sitio donde caven tu fosa,
no me comas, hijo, no me comas,
que después no podrás vomitarme.Y comió Francisco su noche, su filo, su punta de flecha
y comió su pala y su pico
y la urna
y las velas que no le pusieron.
En los fragmentos que integran “Muerte de Francisco Fajardo” presiento que Palomares se adelanta en el tiempo a lo que muchos años después sería la técnica aplicada por Gabriel García Márquez en Crónica de una muerte anunciada (1981). Como en la novela del colombiano, cada elemento intenta advertir al protagonista de su fatal desenlace, pero el destino se impone sin remedio y Fajardo muere finalmente a manos de sus enemigos.
Se trata de un texto de una enorme tensión dramática que lleva al lector de un sobresalto a otro, mientras esperamos que el ciclo de la historia quede incumplido. Pero la historia permanece y no es misión del poeta cambiarla sino darle sentido, descubrirla a través del lenguaje para que llegue hasta nosotros con la mayor pureza, con su verdadero sentido, a fin de que los hechos terminen de despojarse de versiones malintencionadas.
A pesar de que el discurso poético adversa, de alguna manera, la retórica del historiador, el poema, con la libertad que lo caracteriza, empieza a contar la historia con sus propios recursos, partiendo de leyes que sólo a la poesía pertenecen y por ende suelen ser originales. Aquí acuño el término original en el sentido de búsqueda del origen, un viaje hacia las fuentes del tiempo para saciar la sed de verdad que anida en cada uno de nosotros.
Cada lector puede, entonces, reescribir la historia desde la perspectiva abierta de la palabra poética, desde el campo iridiscente del lenguaje abierto a las profundas sensaciones. “Muerte de Francisco Fajardo” se entrega como un texto lúcido, lleno de angustia, enfrentándose a la realidad histórica, interrogándola, para a través de ella entender nuestro pasado y convivir con nuestro presente.
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