
Esta es una de esas frases de asombrosa hechura. Por lo general, estamos acostumbrados a oír aquello que no se piensa, frente a pensar lo que se dice. Decir lo que se piensa no es sinceridad. A veces se queda en mala educación. En lo fundamental ser sinceros; en lo trivial, amables. Los tontos, los necios, dicen lo que se les ocurre, venga o no venga a cuento, miden con el mismo rasero todas las cosas. Los inteligentes expresan la verdad importante.
Oímos el dictamen de nuestro tiempo cuando se nos dice: “Date prisa, no lo pienses”. La prisa está reñida con el pensamiento, produce cólicos sentimentales e ideológicos. Por eso es fecunda la soledad para el espíritu. Piensa bien y despacio. Pensar así descansa. El aturdimiento caotiza. Despacio y bien: de prisa y mal. Alobar las cosas no dará nada verdaderamente útil. Por eso resultan tontos los señoritos calabaceros de la ciudad y profundos los pastores que no tienen qué hacer durante horas y horas más que mirar y rumiar. Dame tiempo y te daré el secreto, porque todo está en el tiempo.
Cuadernos de Miguel Alonso, de Ramón de Garciasol (tomo I).
Y ya puestos, no digamos del tono, el semblante, la angustia, lo circunspecto de su tono, como si les fuera la vida en la seriedad, el decoro, la gravedad en la forma de expresar asuntos tan irrelevantes como ridículos: pareciera que el cuello de la camisa les hubiera tragado la sonrisa.
Habría que recuperar la elocuencia, esa capacidad de expresarse en público de forma elegante y persuasiva. Esa aptitud de manifestar emociones y provocar en el oyente convicción, mediante la lengua hablada o escrita, de manera formal y apropiada para su comprensión. El concepto de elocuencia surgiría en la antigua Grecia. En la mitología griega, Calíope (una de las nueve hijas de Zeus y Mnemósine) era la rebelde de la poesía épica y la elocuencia. Asimismo, la elocuencia era considerada la forma más elevada de la política por los antiguos griegos. El término elocuencia proviene de la raíz latina loqu o loc, que significa “hablar”. Así, ser elocuente es tener la capacidad de comprender y ordenar el idioma de tal manera que sea empleado de forma agradable y con gran poder de persuasión.
Estamos en el quinto centenario de la muerte de Antonio Martínez de Cala (Lebrija, 1444-1522) —conocido hoy como Elio Antonio de Nebrija—, una de las figuras más relevantes del humanismo español y el primer filólogo que se aventuró a estudiar una lengua romance —la castellana—, rompiendo así la tradición de que sólo las lenguas clásicas —el latín y el griego— merecían ser objeto de meditación. Ocupa un lugar destacado en la historia de la lengua española por ser autor de la Gramática castellana publicada en 1492 —la primera que se ha escrito—, de un primer diccionario latino-español ese mismo año y de otro español-latino hacia 1494, con bastante anticipación al resto de las lenguas vulgares que se hablaban en Europa en aquella época.
“Tenemos una lluvia pendiente, usted y yo. No importa si es febrero o es mayo, sé que ese día lloverá”. Pura elocuencia, escrita esta tarde calurosa del primer día de julio. Cuando esa lluvia llegue, “ojalá que llueva café en el campo”. De ese aguacero que decía Juan Luis Guerra: ojalá que llueva café.
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