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El pequeño emigrante

lunes 21 de mayo de 2018
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El pequeño emigrante, por Vicente Adelantado Soriano

Exilios y otros desarraigos. 22 años de LetraliaExilios y otros desarraigos. 22 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2018 con motivo de arribar a sus 22 años.
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Mi primo Roque tardaría algunos años en olvidar el segundo cadáver que vio en su vida. Siempre recordaría además aquella tarde de finales de primavera. Acababa de llegar con sus padres, tras una larga travesía, a aquel pueblo que el azar les había deparado. Tenía el corazón encogido. El camión todavía permanecía en la puerta de su nueva casa, cargado con los muebles y los enseres de la familia. Mientras los instalaban, afanándose, llevando sillas y mesas de aquí para allá, se distrajo él viendo a los chicos que jugaban en la calle.

Era demasiado pequeño para ayudar. No le dijeron nada ni pequeños ni mayores. Durante largos minutos, entre nostálgico y envidioso, siguió los juegos de los chicos sin atreverse a acercarse a ellos. Éstos gritaban y corrían sin prestarle la más mínima atención. No entendía muy bien la lengua que hablaban aquellos niños. Pero se moría de ganas de darle unas cuantas patadas al balón y jugar un poco. Los miró desde lejos, esperando que lo invitaran a unirse a ellos mediante señas. Lo hicieron poco después, dirigiéndose a él en castellano; pero cuando habían dado el partido por concluido. Aun así pateó un par de veces la pelota. Luego, cansados los otros de tanto balón, aceptó la invitación para ir por el pueblo a dar una vuelta.

Fue una tarde, a la salida del colegio, cuando se enteró, ya no recordaba cómo, de que había muerto el marido de doña Benilde. No sabía lo que era morirse.

 

Contento, intentando sobreponerse, se metió en casa para decirle a su madre que se iba con unos amigos por ahí. Su madre le contestó que no tardara en regresar. No tardaría. Caminando por las calles, con más bullicio y gente que las de su pueblo, recordó los viejos bancales y las eras por donde salía a jugar con sus amigos, a cazar pájaros o a apedrear a los perros que se encontraban. Aquí las distracciones tenían que ser otras. Sus nuevas amistades no tenían mucha pinta de ir de caza. Una vez más, desde que salió de su pueblo, añoró a los viejos amigos. Y una vez más sintió ganas de llorar.

Caminando por calles nuevas para él, dando un gran rodeo, lo llevaron a una calle situada en el otro extremo del pueblo. Antes hicieron una parada en un cercano campo de naranjos, rodeado de acequias. Se enteró allí de que había muerto el viejo cura del pueblo, y de que lo iban a enterrar al día siguiente. Los críos, en el campo, se animaron unos a otros para ir a ver el cadáver. “¿Ell tenia por?”.1 Lo miraron fijamente. Intuyó de lo que se trataba. Si no los seguía en cuanto hicieran se iba a quedar solo, como solo se había quedado a veces en el pueblo, cuando se negaba a llevar a la práctica las ideas de alguno mayor que él. Siempre quedaba, entonces, el recurso de irse a casa y ponerse a dibujar, de irse con su padre al bancal, o, sencillamente, de esperar a alguien de su edad en la plaza del pueblo. Y al día siguiente, en el colegio, seguro que podía volver a jugar con este o aquel. Pero aquí era distinto. Su padre ya no tenía bancales, él hacía más de un mes que no iba a ningún colegio, y las libretas y los blocs se le habían terminado de tanto como había dibujado, pintado y borrado.

Antes de que pudiera contestar, uno de ellos le tradujo la pregunta. “No” —contestó—. “No tengo miedo”. Entonces se levantaron todos, cinco en total, y enfilaron hacia la iglesia del pueblo. Deseoso de hacer amistades, ya que resultaron inútiles sus llantos para impedir el convertirse en un emigrante y dejar su colegio y a sus amigos, contó que él ya había visto un muerto. Y era cierto. Pocos años atrás, recordó, murió el marido de una de las maestras del pueblo. Apenas si había ido con ella un par de veces, pues todavía estaba con los más pequeños, que iban con doña Pepita, una rubia maestra que despertó en él los primeros sentimientos amorosos. No se acordaba ahora de si doña Pepita se puso enferma, o qué pasó, pero sabía que había ido al otro colegio durante unos días. Fue en el invierno. Eso lo recordaba perfectamente mi primo. Hacía tanto frío que su madre le compró una gorra con orejeras a fin de que no le salieran sabañones. Y en clase, doña Benilde los iba llamando de tres en tres para que se pusieran a sus pies y se calentaran en el brasero que tenía metido bajo la mesa. En la clase, repleta de niños y niñas, no hacía frío; pero Roque recordaba aquel gesto de doña Benilde como una de las cosas más bellas que le habían pasado en su pueblo. Lo recordaría siempre.

Poco después volvió a la clase de doña Pepita. Ésta lo turbaba. Aunque no había momento más delicioso para él que el de subir a la tarima y decirle las lecciones a la maestra. Le encantaba que le acariciara la cabeza cuando era capaz de saber que l y a son la. Entonces hubiera dado la vida por ella.

Fue una tarde, a la salida del colegio, cuando se enteró, ya no recordaba cómo, de que había muerto el marido de doña Benilde. No sabía lo que era morirse. A los animales los mataban, se los comían, y nunca más los volvían a ver, aunque otros, muy, muy parecidos, venían a sustituirlos. Sin embargo, a Estrella nadie la había sustituido. Era una cordera preciosa con la que se había encariñado mucho. La fotografiaron con ella y todo. ¡Cuántas veces había visto aquella foto desde que saliera de su pueblo! Durante el largo viaje pasó las horas contemplándola. Tenía a la cordera abrazada por el cuello. Ésta tenía las patas tiesas y la cabeza levantada. Una de sus orejas acariciaba la mejilla de mi primo. Roque la abrazaba con verdadera ternura.

Antes de irse él al colegio, Estrella partía con la dula haciendo sonar su pequeña esquila y balando lastimosamente. Pero reunida con sus compañeras nunca volvía la cabeza atrás. Seguía caminando con ellas, tal vez contentas de verse todas juntas. Por las tardes también regresaba poco después de que lo hubiera hecho mi primo. A veces, éste, y unos cuantos más, emboscados tras puertas y esquinas, esperaban el regreso de la dula. Y en cuanto el pastor se iba a su casa o al bar del Mono, ya estaban ellos intentando montar a las cabras y a los corderos como si fueran caballos de carreras. Más de una tarde, algún dueño, también emboscado, descargó sobre sus tiernas espaldas algún que otro correazo nada suave por cierto. Así, animales y críos corrían despavoridos, chillando, balando, haciendo sonar las esquilas y levantando una enorme polvareda. ¡Qué a gusto se reían entonces! ¡Y cuánto dolor le producía ahora evocar aquellas lejanas tardes!

Las lágrimas comenzaron a rodarle por sus mejillas. Y sintió unas terribles ganas de vomitar. No podía comerse a su amiga.

 

Tanto al entrar como al salir de casa, Estrella siempre se las arreglaba para meter la cabeza en un saco de salvado que había allí. Siempre lo recordaba lleno. El padre de Roque se reía muy a gusto viendo la pasión de la cordera por el salvado. Aunque le estuvieran pegando ella seguía comiendo y comiendo. Una noche su padre no se acordó de cerrar la puerta del corral, y Estrella pudo acceder a la planta baja de la vivienda. Se dio tal atracón de salvado que al día siguiente estaba embotada y con diarrea. No pudo salir con la dula. Mi primo Roque no estuvo tranquilo en clase durante toda la mañana. Doña Pepita lo notó muy distraído, pero no le dijo nada.

Por la tarde Estrella estaba peor. Apenas salió del colegio mi primo, llegó a su casa un amigo de su padre, que era carnicero. Tumbó a la cordera sobre una tarima y la degolló. Roque, viendo aquello, cogió una rama del corral y la emprendió a golpes con el carnicero chillando que le estaba matando a su borrega. Los mayores se abalanzaron sobre él, y él nada pudo hacer por defender a su cordera. El pobre animal murió sin que le dejaran lanzar ni un pequeño balido de agradecimiento a su amigo.

Fue incapaz de cenar aquella noche. Su madre le puso ante sus narices un plato de patatas fritas que cubrían dos pequeñas chuletas. Las lágrimas comenzaron a rodarle por sus mejillas. Y sintió unas terribles ganas de vomitar. No podía comerse a su amiga. Se le hacía tal nudo en la garganta viendo las chuletas en los platos que ni el agua podía tragar. Tuvieron que hacerle un huevo frito. Y no sólo esa noche, sino otra y otra y otra más. Pasó una larga temporada sin probar la carne por más que su madre le prometiera y jurara que aquellas chuletas ya no eran de Estrella, que ya las había comprado en la carnicería. Él no se lo creía. Tampoco creyó al principio que la cordera ya no estuviera con él. Pero nunca más volvió a verla. Ni a la ida ni al regreso de la dula, ni los domingos ni en las fiestas de guardar, ni cuando no había colegio, ni cuando lo había. Nunca más. Eso, pues, era la muerte: la desaparición eterna de alguien. El que uno se fuera y nunca más lo volviera a ver nadie si no era en fotografías. Cuánto había llorado entonces y cuánto había odiado al carnicero.

Tal vez doña Benilde, ante la muerte de su marido, estaba tan desconsolada como lo estuvo él la tarde en que mataron a Estrella. Cuando los mayores le quitaron la rama con la que estaba golpeando al carnicero, y lo soltaron, salió corriendo de casa. No paró hasta llegar a un lejano bancal. Allí, sentado en un ribazo, lloró a moco tendido en tanto se juraba no volver a su casa nunca más. El frío y el hambre, sin embargo, lo aplacaron. Regresó poco después.

Tampoco ahora tenía ganas de volver.

Nunca había estado en casa ni de doña Pepita ni de doña Benilde. En la de aquélla jamás había visto entrar a nadie. Pero en la de ésta no dejaban de entrar y salir mujeres vestidas de negro, con un negro pañuelo en la cabeza, y otro blanco en las manos o narices. Al principio le dio miedo traspasar la puerta. No obstante, se creyó en la obligación de hacerlo, aunque sólo fuera por agradecimiento, por haberlo dejado aproximarse al brasero en aquel día de tanto frío. En tanto traspasaba la puerta se le pusieron los pelos de punta al recordar las convulsiones de Estrella. Tal vez doña Benilde también había luchado contra alguien, rama en mano, intentando defender a su marido. Aunque a él no lo había matado nadie. ¿Por qué, pues, con Estrella habían sido tan brutos?

Entró en casa de la maestra. Ésta, flanqueada por tres vecinas, todas vestidas de negro, se hallaba en un rincón de la habitación. Gemía sin fuerzas y lloraba sin lágrimas. Le dio vergüenza aproximarse a ella. En el centro, metido en el ataúd, estaba el cadáver del marido. Tenía los ojos cerrados y el rostro de color terroso. Cuatro cirios ardían en las esquinas de la caja. Se acercó lentamente. No tenía ninguna señal en la garganta. Varias mujeres, en otro rincón, salmodiaban un largo y eterno rosario. Salió de allí cuando las campanas comenzaron a doblar a muerto.

Roque hubiera deseado contar sus recuerdos a sus nuevos amigos. Así hubiera quedado claro que él no tenía miedo, que ya había visto a un muerto. Pero aquéllos comenzaron a caminar enseguida hacia la casa del cura. Por el camino, por el contrario, fueron ellos quienes le contaron que el retor2 era una persona muy buena, y que había hecho mucho bien por el pueblo. El entierro iba a ser multitudinario. Se rumoreaba que hasta el obispo de Valencia asistiría. Y él no debía tener miedo a nada. Se lo dijeron bajando la voz, casi en un susurro, pues estaban entrando ya en la casa del difunto. Allí no había nadie llorando por la sencilla razón de que no había nadie en la casa. Entraron en la capilla ardiente. El cura yacía en medio de una amplia habitación, con los ornamentos propios de la misa mayor. Mi primo se fijó en que tenía buen color de cara, casi como la de un dormido. Era tal el parecido que uno de los niños le tocó la mano que el manípulo fijaba a la otra. “Està gelat3 —dijo susurrando.

Roque no se atrevió a tanto. Ni quiso comerse a Estrella, ni le apetecía tocar a aquel hombre a quien no conocía de nada. En tanto duró la visita se mantuvo alejado del cadáver. Sus nuevos amigos no tenían ninguna prisa por marcharse de allí. Tras ellos entró un grupo de niñas; una de ellas depositó un beso en la frente del cadáver. A mi primo entonces empezó a formársele un nudo en la garganta. Salió a la calle. Uno de los niños lo siguió rápidamente. “¿T’ha donat por?4 —le preguntó entristecido. Roque sintió entonces unos enormes deseos de llorar. Negó con la cabeza. De repente, con intensidad redoblada, se había acordado de su viejo colegio, de doña Pepita, del recreo, de Estrella, de todos sus amigos de la infancia, del manzano que plantó con su padre en un bancal que ya no les pertenecía, de la iglesia y el barranco de su pueblo. No volvería a ver nada de eso. Lo había perdido todo. Un amargo sollozo le estalló en la garganta. Comenzó a llorar a raudales. El otro chico se asustó: no sabía lo que le pasaba. “¿Vols que t’acompanye a casa?5 —le preguntó sin obtener respuesta. “No llores” —dijo al cabo de unos segundos cambiando de lengua—, “que si no sabes volver yo te acompaño”. Pero mi primo no se calmaba. Cuanto más le decía aquél más lloraba éste. Sintió unas enormes ganas de echar a correr, de buscar un ribazo y de llorar solo y durante horas, como hiciera, en un lejano bancal, la tarde que mataron a Estrella. A su alrededor, sin embargo, no había más que calles vacías y desconocidas, frías. Y ninguna de éstas conducía a ningún bancal, ni a una era o a un monte perdido, y menos aún a las casas de los amigos que conocía de siempre. Ya no estaban con él. “A casa no” —gimió sintiendo entonces que odiaba a sus padres con toda su alma por haberlo sacado de su pueblo.

Caminando por calles desconocidas supo que nunca más volvería a ver a sus amigos, ni a la dula, ni la Torre del Molino, ni nada de nada. Nada sería igual.

 

—¡Qué me importa a mí el futuro! —murmuró entre mocos y sollozos, rebatiendo la sempiterna excusa de su madre para emigrar—. ¡Qué me importa! —exclamó con rabia.

El otro niño no supo qué hacer. Lo llevó por calles y más calles esperando que se le pasara el llanto. Algunos vecinos le preguntaron si les pasaba algo. Contestaron con evasivas. Roque echó a correr en un par de ocasiones. Pero las calles y las casas nunca se terminaban. Y no sabía dónde estaba. Su nuevo amigo lo siguió con verdadera fidelidad. Y así, entre llantos y sobresaltos, fueron andando, o corriendo, hasta llegar a una lejana ermita. Estaba situada en las afueras del pueblo. “Aquí” —dijo el otro chico tratando de calmar a mi primo— “van a enterrar mañana al cura”. Roque, entonces, echó el resto llorando con verdadero desconsuelo.

—Yo no he querido —explicó entre hipos y gemidos— ni que mataran a Estrella, ni salir de mi pueblo. ¿Qué me importa a mí el futuro? ¿Qué me importa? —repitió machaconamente.

Caminando por calles desconocidas supo que nunca más volvería a ver a sus amigos, ni a la dula, ni la Torre del Molino, ni nada de nada. Nada sería igual. Ni siquiera era suyo ya el manzano que había plantado con su padre una tarde. ¿Qué importaba todo lo demás? Roque lloró hasta quedarse sin lágrimas. Luego, cansado y exhausto, emprendió el camino de regreso guiado por su nuevo amigo. Éste, compadecido, sin entender nada, le dijo que, si quería, mañana iría a buscarlo para ir a jugar. Levantó los hombros con indiferencia. Las campanas, allá lejos, comenzaron a doblar a muerto, como aquella lejana tarde cuando salió de casa de doña Benilde.

Vicente Adelantado Soriano
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Notas

  1. ¿Él tenía miedo?
  2. El cura.
  3. Está helado.
  4. ¿Te ha dado miedo?
  5. ¿Quieres que te acompañe a casa?
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