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La ciudad

domingo 21 de mayo de 2023
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La ciudad, por Vicente Adelantado Soriano
El día de su entierro, fallecieron los dos con pocos días de separación, todo me pareció un espejismo. Me quedé ante sus tumbas largo rato.

Urbana, antología digital por los 27 años de LetraliaUrbana. 27 años de Letralia
Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2023 en su 27º aniversario
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Imaginamos que biven todos contentos y que solos nosotros somos los desdichados, y lo peor de todo es que creemos en lo que soñamos y no damos fe a los que vemos.
Fray Antonio de Guevara, Menosprecio de corte y alabanza de aldea.

El hecho de salir del pueblo e irme a vivir a la ciudad fue un proceso largo y peliagudo. Tuve una infancia feliz en el pueblo. Iba a la escuela, aprendí a leer, las cuatro reglas y algo más. Pero pasaba la mayor parte del tiempo correteando por los montes, cazando lagartijas, comiendo fruta de los árboles que me apetecía, y bañándome en las charcas que formaba el poco caudaloso río. Sí, fue aquella una infancia feliz. Tenía, además, dos o tres buenos amigos y un maestro que se desvivía por mi formación. Tanto que, a partir de una cierta edad, muy tierna diría yo, comenzó a prestarme libros suyos a fin de despertar mi interés por la lectura. Lo consiguió.

Siempre, por otra parte, he recordado la conversación que sostuvo con mi padre. No se recataron ante mi presencia. Vino a decirle el maestro que yo gozaba de una buena inteligencia natural, y, en consecuencia, era una pena no enviarme a la ciudad a estudiar. Mi padre se quejó de las pocas posibilidades que tenía para llevar eso a cabo. El maestro enmudeció. No obstante, mi padre, casi analfabeto, consideraba que los estudios, un mito como otro cualquiera, podrían abrirme las puertas a las que él ni se había acercado. Vendió varios bancales, no se privó de nada porque nada había de lo que se pudiera privar, y me envió, en contra de las quejas y llantos de mi madre, a la lejana ciudad a estudiar.

En un principio no lo pasé nada bien: la ciudad no tenía montañas, caminos de herradura, pozas ni lagartijas. Pese a todo, no tardé en hacer nuevas amistades en el instituto. La ciudad estaba muy habitada. Mucho. Había dónde escoger. No tardé tampoco en descubrir otros encantos de los que carecía el pueblo. Jamás los tendría. Recuerdo que una tarde de domingo, paseando con unos amigos, compañeros de clase, pasamos por la puerta de un teatro. En mi vida había visto más allá de dos montajes: la adoración de los Reyes, montada por el cura del pueblo en la iglesia, y el Lavatorio de los pies, igualmente. Y no sé por qué aquella lejana tarde me sentí tentado para entrar en el teatro. Miré los precios en la taquilla: no me alcanzaba el dinero que llevaba en el bolsillo. Le pedí prestado a mis nuevos amigos. Y entre todos reunimos el precio de una entrada para el gallinero. No me importó: en aquella lejana época veía y oía perfectamente. Y así fue como pude disfrutar de una magnífica representación de la obra de Valle-Inclán Luces de bohemia. No exagero si digo que tal representación cambió mi vida. Pero no sólo ella.

Poco después, un compañero del instituto, muy inquieto él, pidió permiso a la dirección para montar un cinefórum. Se lo concedieron, y asistí de mil amores, en un aula, a la proyección de una buena película. Me encantó. Era El viaje fantástico, de Richard Fleischer. En el coloquio que siguió me enteré de la existencia, en la ciudad, de la infinidad de cineclubs repartidos por ella. No estará de más decir que no dejé de visitarlos todos en varias y repetidas ocasiones. Y no me olvidé del teatro. Pero éste, por desgracia, no se prodigaba mucho: del montaje de una obra a otra podían pasar meses y meses, cuando no años.

Tampoco estará de más decir que con tanto cine, tanta charla en torno a él, y algo de teatro, descuidé un tanto los estudios. Me cayeron varios suspensos. No tuve ánimos para ocultárselos a mis padres. Ella, siempre preocupada por el dinero, puso el grito en el cielo. Él se lo tomó con calma. Y mi viejo maestro salió en mi defensa:

—Es natural —le dijo a mi padre mientras liaban sendos cigarrillos—: el muchacho se ha visto deslumbrado por la ciudad, y ha querido conocerla a fondo. Se le pasará. Es inteligente, y volverá a sus estudios. Y a sacar buenas notas, ¿verdad? —dijo mirándome a mí.

No puedes defraudarlos. Estudia. Trabaja. La vida es larga, ya tendrás tiempo de divertirte y de ver mundo.

Bajé la cabeza avergonzado y no contesté nada. Se despidió de mi padre invitándome a dar un paseo con él. Lo acompañé hasta su casa. En la puerta, sonriendo bondadosamente, me dijo:

—Tus padres están haciendo un gran esfuerzo y un gran sacrificio por ti. No puedes defraudarlos. Estudia. Trabaja. La vida es larga, ya tendrás tiempo de divertirte y de ver mundo. O deberás volver al pueblo y seguir el oficio de tu padre. Y ya sabes lo que hay.

Esto último me aterrorizó. Pues había bastado un solo curso, muchas películas y varias obras de teatro, para que el pueblo se me quedara pequeño. Me di cuenta, al mismo tiempo, de las pocas cosas en común que tenía, ahora, con mis amigos de la infancia. Apenas hablábamos. Ellos no leían, no veían películas ni, mucho menos, obras de teatro. Y yo notaba que ya no estaba ni aquí ni allá. Fue, en verdad, un verano horrible. Lo aproveché, en medio de mi tristeza, para estudiar cuanto no había estudiado a lo largo del año. Terminé con unas notas magníficas. Y seguí viviendo en la ciudad. Con sus amplias calles y múltiples cines y teatros. Y discutiendo sobre las virtudes de esta película o de la otra.

Un día, un compañero de clase, con el que apenas si tenía relación, me dijo si me interesaría trabajar de camarero. No pagaban mucho, pero lo suficiente para pequeños gastos. Tampoco el trabajo era muy exigente. Acepté con la idea de aliviar el peso de mis padres. Comencé a ahorrar, aunque el dichoso ahorro tuvo una contrapartida: no me quedaba mucho tiempo libre para ir al cine y al teatro. No obstante, mal que bien, seguí yendo. Me enamoré del cine japonés, y seguí con mucho interés el montaje de varias obras de Bertolt Brecht. Pero no descuidé los estudios. Aquel bienaventurado año no volvieron a repetirse los suspensos.

Terminó el lejano curso, seguí trabajando de camarero durante varios años, y terminé el primero de carrera, teniendo mucho dinero ahorrado. Pensé entregárselo a mis padres, pero mis planes se torcieron. No me apeteció nada, otro cambio en mi persona, volver al pueblo durante el verano: me pareció una pérdida de tiempo. Había perdido el encanto de caminar por los montes, o hablar con mi viejo maestro, atacado, por otra parte, por el cruel alzhéimer. Y fue entonces cuando un compañero de la facultad me propuso irnos los dos a París. Compartiendo gastos. Y con la ventaja de que unos familiares suyos nos dejaban su casa, situada nada menos que a espaldas de Notre Dame. Lo pude hacer gracias a mis ahorros. Me los gasté todos.

Así fue como conocí una gran ciudad, París, la luminosa París. Allí la oferta cinematográfica y teatral era inmensa. No obstante, los precios, algunos, estaban muy por encima de mis posibilidades. Vi cine, desde luego. Pero ninguna obra de teatro: ni tenía dinero para ello, ni mis conocimientos del francés llegaban para tanto. Paseé mucho, desde luego, y no me privé de comprar libros ni de ver museos, el Louvre sobre todo. Varios días, ante la impresionante Victoria de Samotracia, y paseando por las orillas del Sena, me acordé de mi pueblo, de mis padres, de mi maestro y de mis viejos amigos: no era justo, me dije, que ellos no pudieran disfrutar de estos museos, de estas amplias avenidas, y de estos cines.

—Nacer aquí o allá es un destino —concluí—. Puro azar. Aun así, y comparados con otros, en mi pueblo nos podemos considerar afortunados: nadie nos persigue, no padecemos hambre, ni nos matan o violan los desalmados hijos de su madre que hay por ahí.

—Me hubiera gustado mucho —le dije a mi amigo una tarde de melancolía a la salida de un cine— haber nacido aquí, en París, poder estudiar en su universidad, o en la de Alemania o Inglaterra…

La ciudad me deslumbró. No me veía harto de pasear por ella y de visitar museos y monumentos. Y de callejear pese a la lluvia.

—Bueno —me respondió él—, la nuestra tampoco está mal. No es para tirar cohetes, pero no está mal —repitió—. Lo que puedes hacer —añadió tras unos segundos de silencio— es, y con tus notas seguro que lo consigues, solicitar la plaza de lector aquí en París. Entonces tendrás oportunidad de estudiar y de conocerla.

La idea comenzó a roerme las entrañas. Máxime después de habernos ido un largo fin de semana a Ámsterdam. Allí se esfumaron los últimos ahorros. La ciudad me deslumbró. No me veía harto de pasear por ella y de visitar museos y monumentos. Y de callejear pese a la lluvia. Me invadió una fuerte melancolía recorriendo las orillas de los canales. Y viendo los cuadros de Van Gogh. Compré varios libros sobre él.

Había tenido el sentido común de dejarme en París el dinero para el billete de vuelta. Y para un café con leche.

Al regreso, sin un céntimo en los bolsillos, y tras un día de ayuno completo, hice todo cuanto pude para salir de España y vivir en una de esas grandes ciudades. No sólo por las universidades y bibliotecas, sino más, mucho más, por los teatros, los cines, los museos y sus calles. Para ello, claro está, debía dominar las lenguas. Conseguí hacerlo. Y conseguí, siguiendo el consejo de mi amigo, vivir y trabajar en París. Pero uno piensa el bayo, y otro lo ensilla: no es oro todo lo que reluce. No obstante, y pese a estar muy absorbido por el trabajo y las tareas burocráticas, pude ir al cine, pude ir al teatro, y pude leer mucho. Me convertí en un afortunado. Y en un solitario: no me encontraba a gusto con mis nuevos compañeros. Hasta que una mañana, paseando solo por los alrededores de Notre Dame, sentí una fuerte punzada de melancolía por el pueblo. Había perdido a mis viejos amigos. Tuve la impresión de haberlos traicionado, de vivir donde no me correspondía. Me pareció entonces absurdo ser un habitante de una gran capital. Aun así, apuré el cáliz hasta las heces.

El tiempo no pasa en vano. Y quieras que no, narcotizando la melancolía, visité muchos museos, vi mucho cine y algunas obras de teatro. Hasta el punto de que, en un determinado momento, me dio la impresión de que todo se repetía: siempre me estaban contando la misma historia con ropajes distintos, y distintos escenarios. Pero siempre era lo mismo. Me resultaba desesperante: apenas veía los primeros fotogramas de un film, ya sabía todo cuanto iba a suceder. O en cuanto veía a un actor, o actriz, desnudarse en el escenario, se me abría la boca en un enorme bostezo. Las clases de algunos profesores, además, comenzaron a parecerme pura exhibición de cuatro saberes mal digeridos. Prefería, con mucho, las conversaciones con mi viejo maestro, o los libros de otros profesionales. Y para leerlos no me hacía falta estar en París o Berlín, ni lejos del pueblo. Y entonces, armado con unos potentes auriculares, di en oír música clásica. Un tardío descubrimiento. Llenaría por completo mis años de jubilado.

Así fue. Pues por si esto fuera poco, comenzó a atacarme una incipiente sordera. Fue a más. El teatro, por esta molestia o enfermedad, se convirtió en una esperanza frustrada. Y las películas las tenía que ver subtituladas.

Mis padres se habían arruinado por darme una carrera. Habían vendido todas las tierras. Y habían muerto casi en la miseria.

Uno de los tantos paseos por el Sena me recordó mis infantiles chapuzones en las charcas del río del pueblo. Un nuevo ataque de melancolía. Pero no podía regresar: allí no tenía trabajo. Mis padres, además, se habían arruinado por darme una carrera. Habían vendido todas las tierras. Y habían muerto casi en la miseria. No lo hicieron gracias a que alguien me avisó, y pude ayudarles y devolverles parte de lo invertido en mi persona. El día de su entierro, fallecieron los dos con pocos días de separación, todo me pareció un espejismo. Me quedé ante sus tumbas largo rato.

—No ha sido un espejismo —me dije solapando la voz de mi padre—, tú no has trabajado en un bancal de sol a sol. Has disfrutado de las ciudades, de la vida y de las cosas que ésta ofrece. Ni tu madre ni yo hemos tenido un día de vacaciones o de descanso. Y no hemos gozado más que de los montes y de los ríos del pueblo.

Me acordé entonces de una frase suya. Le encantaba decírmela las pocas veces que me mostré preocupado por el gasto generado por mis estudios:

—Tierras no te dejaré —me dijo—, pero titulicos todos los que tú quieras sacarte.

Y lo hizo. Vendiendo cuanto pudo. Afortunadamente la casa se salvó de ventas e hipotecas. Y a mí me entró una melancolía enorme recorriéndola. Tanta que comencé a pensar en acondicionarla e irme a vivir al pueblo en cuanto me jubilara o pudiera hacerlo. La ciudad me parecía ya un espejismo, cada vez más despersonalizada, deshumanizada, y el cine y el teatro, dejando de lado mi sordera, ya no tenían nada que ofrecerme. Así lo creí. Emprendí un lento regreso.

Busqué a viejos conocidos, albañiles ellos, remodelé y acondicioné la casa, y comencé a pasar allí los fines de semana, los días de fiesta y los veranos. Luego, más tarde, ya jubilado, regresé al pueblo definitivamente. Y volví a dar largos paseos por las montañas que tantas veces recorriera en mi lejana infancia. Nunca, como entonces, me sentí tan a gusto en medio de un paisaje doblemente silencioso. Además, allá por donde iba no dejaba de saludar a unos y a otros. Y le encontré un agradable placer a hablar del tiempo, de las cosechas y de las ocurrencias del alcalde del pueblo. Las ciudades, los cines y los teatros quedaron definitivamente atrás.

Vicente Adelantado Soriano
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