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Los reinos fronterizos
(homenaje a Juan García Ponce)

sábado 3 de junio de 2023
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“Mediante la literatura lo que se abre es una desnudez, la misma que preludia en los cuerpos a la entrega sexual que en un olvido de sí, semejante al de la muerte, encuentra a la vida” (Pasado presente, 1993).

 

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De la obra de Juan García Ponce me seduce el tono de intimidad con que expone el asunto narrativo. “Las novelas de Juan García Ponce —según John S. Brushwood— caben dentro de la clasificación provisional de novela de cámara (término justificado por contraste con las novelas muralistas como La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes, o José Trigo, de Fernando del Paso)”, autores cuya narrativa se destaca por la intención de confundir distintas épocas en un solo plano secuencial creando un cosmos abrumador de referencias a distintos aspectos de la historia y de la cultura.

García Ponce por su parte mira hacia el interior de sus personajes, indaga minuciosamente en cada sentimiento; sus relatos “se distinguen por una específica capacidad del autor para concentrarse realísticamente sobre historias privadas, sin otro propósito perceptible que convertir en reales a un conjunto de seres, desentrañando los oscuros procesos que los aproximan y los alejan”, ha escrito Ángel Rama.

¿Cómo desarrollaré un trabajo sobre sus novelas? Para mí la pregunta es difícil. Pienso que una tesis debe, en principio, servir para demostrar una hipótesis, intentar revelar algo, y yo solo estoy embriagada de incertidumbres. La lectura de sus libros me produce la sensación de goce físico. Algunas descripciones eróticas me han hecho sentir un escalofrío entre las piernas, una especie de excitación. Lástima que a Horacio no le interese la literatura. Sería sugestivo leer algunas páginas de García Ponce y envueltos en la atmósfera de sus palabras hacer el amor.

 

La elección de nuestra inquilina no fue sencilla.

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La idea de alquilar una habitación fue de Patricia, mi mujer. La verdad yo no estaba conforme, pero reconozco que sus argumentos eran del todo válidos: en primer lugar, mi sueldito de profesor de castellano y literatura alcanzaba cada vez menos, con todo y que conseguí unas horas nocturnas en un parasistema. Lo cierto es que este año el apartamento consume casi el doble de lo que invertíamos el año pasado; cada vez que tengo que pagar una cuota siento una angustia indescriptible, me parece que nunca va a alcanzar y que nos vamos a meter en una deuda que acabará con nuestras vidas.

Otro de los motivos es que Patricia se pasa la mayor parte del día sola, debido precisamente a que estoy todo el tiempo trabajando para intentar sobrellevar nuestros problemas económicos. Sucede también que en once años no hemos tenido hijos debido a que la enfermedad de Patricia no lo permite. Es muy cierto que nos queremos mucho, pero hay que aceptar que después de once años el fantasma del aburrimiento se presenta en la vida de cualquier pareja.

Lo mío no era grave; a fin de cuentas, era el que salía a trabajar, y cuando estoy en la casa mi tiempo libre lo ocupo en la lectura, mientras mi mujer se dedica a mirar televisión.

La elección de nuestra inquilina no fue sencilla. Durante algunas semanas Patricia entrevistó a varias candidatas rechazando sus solicitudes con los pretextos más insignificantes, hasta que al fin se decidió por Marcela, joven estudiante de la Escuela de Letras de la UCV.

 

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“La necesidad de rendir ese cuerpo entregándose ella misma con él, como el brazo parece acompañar el movimiento de un objeto que ha lanzado a lo lejos, permanecía viva y latente, de tal modo que su misma aparente inocencia era ya parte de la necesidad y la acompañaba como una anticipación al placer cuya naturaleza desconocía en la siempre semejante sucesión de los días y semanas dentro de los que su soledad se reconocía a sí misma” (La cabaña, 1969).

 

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Por cierto, el miércoles me mudo. Horacio insistió en que buscáramos un apartamento pequeño, tipo estudio, para mudarnos juntos, pero no quise. Quiero vivir sola unos meses más hasta terminar la tesis. Viviendo con él estoy segura de que la relación me absorbería tanto que terminaría por abandonar la escuela dejando la carrera pendiente.

De momento conseguí una habitación con un matrimonio sin hijos que viven cerca de la Central, lo cual es muy bueno porque puedo ir y venir caminando, pasar más tiempo en la biblioteca y comer en casa, con lo que ahorraría bastante. Aunque papá me manda suficiente dinero, procuro no gastarlo todo. Al cerrar el contrato de alquiler, Patricia me dijo que podía almorzar con ella a diario si quería, ya que su marido se pasaba todo el día en la calle trabajando.

Me dijo que era profesor de castellano en un liceo y parece que cabalga horarios en otro instituto para rendir el sueldo. No lo conocí el día que me entrevisté con Patricia, sólo supe que le gustaba la lectura.

 

La muchacha, cuando no estaba sentada frente al computador o subrayando algún libro, se metía en la cocina con Patricia a aprender los secretos de la repostería casera.

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Marcela se mudó a la habitación desocupada con algunas maletas de ropa, una computadora portátil, varios libros y un constante entusiasmo.

El ambiente de la casa cambió en pocos días. Patricia estaba de lo más animada, como si hubiera tomado para sí parte de la vitalidad y el dinamismo de Marcela. La muchacha, cuando no estaba sentada frente al computador o subrayando algún libro, se metía en la cocina con Patricia a aprender los secretos de la repostería casera.

Yo me sentía satisfecho al ver a mi mujer tan radiante y, aunque me avergüenza confesarlo, siempre que podía miraba de reojo a nuestra inquilina que a veces se paseaba por la casa con unos shorts y unas franelas que me resultaban inquietantes.

De vez en cuando, al final de la cena, comentaba con nosotros detalles del trabajo que estaba realizando: se trataba de un estudio sobre el novelista mexicano Juan García Ponce, donde al parecer Marcela trataba de seguir su evolución que parte, en los años sesenta, de una narrativa de carácter sentimental, a escribir, varios años después, novelas francamente eróticas. Para que entendiera sus planteamientos Marcela me prestó un libro suyo.

 

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“La máxima calidad a la que puede aspirar la mujer es a convertirse en objeto. Como objeto no se pertenece ni siquiera a sí misma y, simultáneamente, está abierta al uso y la contemplación. Perdida toda identidad, transformada en un cuerpo sin dueño se desplaza por la vida, entra en el campo de lo sagrado y permite la aparición de lo divino: aquello que se puede percibir, que es susceptible de sentirse, pero que nadie es capaz de poseer” (Las huellas de la voz, 1982).

 

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Anoche no hubo clases, tampoco quise ir al cine con Horacio, así que tuve la oportunidad de cenar con Patricia y su marido. Por primera vez él me preguntó por mis estudios y quiso saber acerca de mi tesis. Quizás porque estaba animada por la comida me largué, sin proponérmelo, un discurso sobre lo que quería escribir, argumentando ideas que hasta ese momento no se me habían ocurrido.

Lo cierto es que manifesté que tenía varias líneas de trabajo a elegir: podía realizar una lectura intertextual usando el tema del gato como motivo que se repite en dos novelas y un relato creando circunstancias psicológicas especiales que determinan la relación erótica de los personajes.

El marido de Patricia me escuchó respetuosamente en silencio y cuando terminé de exponerle mis ideas simplemente me dijo que nunca había leído una novela de García Ponce.

Una segunda opción era establecer una red de influencias, buscando descubrir los hilos secretos que unen la narrativa de Robert Musil (a quien García Ponce ha dedicado varios ensayos) y la del mexicano. Aquí existen acciones determinantes: “La realización del amor”, de Musil, es un relato que leen los personajes de El libro, de García Ponce, y que desencadena la trama: un profesor de literatura participa de un amorío con una de sus alumnas a quien él ha prestado el texto de Musil; esta obra que lee la muchacha es “el libro” del título. Según J. S. Brushwood: “La entrega de la alumna en su unión con el profesor corresponde a la entrega de la protagonista en la obra de Musil. Es una entrega que debe ser total, una entrega desprendida de todo lo que no sea la entrega misma”. Lo ideal entonces sería leer ambos relatos paralelamente buscando iluminaciones recíprocas.

Otra posibilidad es ver cómo las artes plásticas influyen en su prosa narrativa, tomando en cuenta que García Ponce es también un excelente crítico de arte y que ha publicado al menos una decena de libros sobre el tema. Por ejemplo, en una novela como La presencia lejana la importancia de la mirada del artista es muy relevante; según Laura Antillano, el hecho de que el protagonista sea un pintor “justificaría esa determinada forma de percepción, con esa tendencia a la descripción minuciosa, no sólo ya desde el punto de vista de la panorámica general del observador común; García Ponce analiza las líneas más recónditas del paisaje, la simetría de los volúmenes, la matización del color; se hace detallista, orfebre”.

El marido de Patricia me escuchó respetuosamente en silencio y cuando terminé de exponerle mis ideas simplemente me dijo que nunca había leído una novela de García Ponce. Después de cenar prometí prestarle una para que me diera su opinión.

 

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Un sábado Patricia fue a visitar a una tía enferma, yo no quise acompañarla porque ese fin de semana debía corregir una cantidad enorme de trabajos. Aunque en realidad se trataba más bien de un pretexto con el que siempre me he librado de intimar con la familia de mi mujer.

Para trabajar más cómodamente me instalé con todos mis materiales en la mesa del comedor, teniendo a la mano un termo de café y la novela que me había prestado Marcela para ese momento en que, aburrido de intentar comprender las incoherencias que escriben mis alumnos, pudiera leer unas páginas más. Aunque hubiese preferido alguna historia policíaca.

Luego de tropezar con tonterías acerca del color local en Marianela de Pérez Galdós, ya no pude concentrarme: adentro, en el baño, Marcela estaba dándose una ducha para luego salir con su novio. Se llamaba Orangel, u Orlando, tal vez Oswaldo; en varias oportunidades le había prometido a Patricia que lo traería a comer con nosotros sin que el momento se concretara. Debo confesar que sentía envidia de aquel desconocido. La cuestión era que, mientras intentaba concentrarme en una absurda composición acerca de los amores de la feúcha y el cieguito, escuchaba el agua caer de la regadera imaginando que ella recibía esa frescura líquida con un sentimiento de placer.

El paño que la cubría rodó hasta sus pies y ella quedó así, frente a mí, el tiempo necesario para mis ojos bebieran como en un manantial cada línea de su cuerpo desnudo.

De pronto dejó de fluir el agua y yo fingí estar muy ocupado en las correcciones. Del baño salió Marcela envuelta en un paño vino tinto.

—Hola, profesor —dijo—. ¿Cómo van esos trabajos?

—Bien —respondí tratando de parecer natural—, aunque creo que habrá algunos raspados.

Ella sonrió y avanzó algunos pasos. En ese instante, como por arte de magia, el paño que la cubría rodó hasta sus pies y ella quedó así, frente a mí, el tiempo necesario para mis ojos bebieran como en un manantial cada línea de su cuerpo desnudo. Luego con un gesto rápido recogió el paño del piso.

—¡Qué vergüenza! —dijo, y sin cubrirse se fue a su cuarto.

 

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“Hay una superioridad en cualquier mujer que en un momento determinado puede preguntar qué van a hacer conmigo cuando es ella la que se ha colocado en la situación que permitiría que hicieran con ella lo que ella quiere” (Crónica de la intervención, 1982).

 

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La plenitud del deseo en la obra de García Ponce es la otra orilla: la anhelamos, la miramos desde este lado, pero tememos cruzar el río para alcanzarla. Amor, deseo, inocencia, estas palabras se repiten a lo largo de su obra; sus variantes son infinitas. Yo amo a Horacio, pero ¿lo deseo? También puedo plantearlo a la inversa: yo deseo a Horacio, pero ¿lo amo?

El sábado discutimos porque me invitó a salir y no acepté, le dije que prefería quedarme en casa leyendo. Se puso bravo, diciéndome que los libros son más importantes para mí que él. Me dio lástima, pero no cedí.

Todo el fin de semana leyendo el primer volumen de Crónica de la intervención; es un libro demasiado denso, historias entremezcladas, los personajes femeninos son intensos, las primeras páginas demoledoras; al final terminé vencida por el peso de la narración. Es una novela inagotable. Si quiero escribir una tesis debo buscar caminos menos escarpados.

El domingo, un poco cansada de leer, salí de la habitación y me reuní con Laura y su marido, merendamos torta de piña y café. Patricia es una repostera excelente, sus tortas son mejores que las de mamá. Estuvimos conversando acerca de dulces y prometió enseñarme a hacer el quesillo de guanábana. Mientras hablábamos su marido simulaba leer el libro que le presté, quizás todavía estaba avergonzado por el incidente del día anterior.

 

Me pasaba el día tratando de no mirarla a los ojos para evitar cualquier recriminación por no haberla tomado.

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Después de aquello, la presencia de Marcela en la casa se volvió para mí algo lacerante. Me pasaba el día tratando de no mirarla a los ojos para evitar cualquier recriminación por no haberla tomado y haberla poseído como era mi deseo y, quizás, también el de ella.

Por otro lado, sentía vergüenza con Patricia. Yo la quería, en todo este tiempo nuestra relación ha sido dulce y maravillosa, pero una sensación indescriptible me hacía desear a Marcela de una forma salvaje y procaz. No me atrevía a confesarle nada a Patricia porque sabía que no me entendería. Para ella, Marcela era una muchacha adorable que la ayudaba en los menesteres del hogar cuando no estaba en clase o estudiando, y con la cual conversaba interminablemente sobre esas cosas que son tan importantes para las mujeres.

Sin darme cuenta dejé de leer la novela que Marcela me había prestado. Trataba de pasar el mayor tiempo posible fuera del apartamento, salía temprano en la mañana y regresaba lo más tarde posible, cuando el parasistema estaba cerrado y no tenía adónde ir. Pero nada de esto me servía; aunque no la viera, sabía que ella estaba muy cerca, compartiendo el mismo techo, al alcance de la mano.

 

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“Quizás en mi inalcanzable necesidad de tenerla por completo y al mismo tiempo mirarla desde afuera como sólo puede verse a alguien cuya interioridad se manifiesta a través de su apariencia exterior, nunca he buscado otra cosa que ese doble carácter de la apariencia y lo que quiero es perderme en ella, desaparecer en esa realidad y en ese reflejo que deben absorberme por completo hasta lograr que mi existencia sólo sea la suya” (De Anima, 1984).

 

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Leí un relato singular: La gaviota. Narra el encuentro de dos adolescentes durante unas vacaciones en la playa.

El marido de Patricia continúa evasivo, debe estar todavía nervioso por lo del otro día. Habla poco y siempre está distraído, o al menos eso aparenta. Ayer tenía el libro que le presté en la mano, pero simplemente jugaba con él detallando el cuadro de la Venus de Lucas Cranach que ilustra la portada, como si tuviera flojera de ponerse a leer. También me pareció que aprovechaba cada descuido mío para mirarme las piernas fijamente, pero cuando yo volteaba a verlo clavaba sus ojos de nuevo en la tapa del libro.

En La gaviota se evidencian los dos temas más importantes en la narrativa de García Ponce: la inocencia primordial y su apertura hacia el deseo como forma de reconocimiento. Octavio Paz escribe: “El deseo de los dos adolescentes tiene algo de vegetal: crece, madura, se abre. Es una cristalización, no en el sentido de Stendhal, sino en el de Lawrence, no es un sentimiento sino un instinto, algo en lo que no interviene la cabeza sino la sangre”.

 

Comprendí que ese sueño ya había sido descrito en la novela que me ella prestó.

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Una noche tuve un sueño: estábamos en un taller de esos que usan los pintores para trabajar, Marcela estaba completamente desnuda en un diván imitando una pose que recordaba a la Maja de Goya que aparece en el manual de artística de octavo. Me senté a su lado con el papel dispuesto para dibujarla, sin decidirme a comenzar. La miré largamente y luego toqué sus pechos.

—Los conozco desde hace tiempo —le dije.

Luego me aparté y regresé trayendo un gato que puse sobre su estómago, estirándole las patas delanteras para colocarlas sobre uno de sus pechos. Entonces comencé a dibujar, interrumpiendo el trabajo varias veces para tocarla.

En una de esas, después de recorrer su muslo, mis dedos entraron en su sexo:

—Me gustaría pintar lo que siento en los dedos —dije.

Entonces desperté sobresaltado. Comprendí que ese sueño ya había sido descrito en la novela que me ella prestó. Sigilosamente me levanté de la cama y fui hasta su cuarto. Me instalé en la penumbra para verla dormir plácidamente. Estaba desarropada. Cubierta sólo por unas diminutas pantaletas y una franelilla que apenas disimulaba la voluptuosidad de sus senos. Luego regresé a mi cama. Desperté a Patricia y le hice el amor de forma furiosa e inclemente.

 

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“El amor se realiza en el momento en que se hace impersonal. De este modo, el éxtasis sexual se convierte, sin perder su estrecha relación con el cuerpo, en un éxtasis místico, y como ocurre en las experiencias religiosas, su gran enemigo es la contingencia, la imposibilidad de permanecer en él sin que la inalterable corriente sin propósito definido de la realidad destruya su efecto” (Entrada en materia, 1968).

 

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A veces, cuando converso con Patricia, me da la impresión de que detrás de su aparente fragilidad hay una enorme fortaleza. No tiene hijos, porque unos meses después de casarse descubrieron que tenía exceso de pólipo, por lo que hubo que extirparle la matriz. La imposibilidad de procrear se convirtió en ella en una especie de desamparo que con los años se transformó en resignación. Habla poco de su marido cuando estamos a solas. Trato de imaginar cómo son ellos en la intimidad, cómo serían sus días antes de mudarme.

En una novela de García Ponce, La vida perdurable, se narran una serie de acontecimientos entre dos seres que necesitan integrarse más allá de las formalidades de la vida en pareja, buscan sentir que el amor entre ambos es al mismo tiempo entrega y usurpación, realidad y misterio.

Horacio ha vuelto a insistir en que vivamos juntos. Le dije que tuviera paciencia, mi tesis empieza a encaminarse y no puedo distraerme ahora. A solas pienso que lo que me impide mudarme con Horacio no es la tesis sino el miedo. El miedo a la vida en común, a compartir detalles que sólo en la intimidad tienen sentido. No me siento capaz de vivir compartiendo la nada cotidiana; quiero sentir, ser sentida y sentirme en la plenitud de mi femineidad. Quiero ser dominada por el deseo hasta perder la conciencia de mi yo individual; quiero ser poseída hasta que mi cuerpo se disuelva en lágrimas.

 

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Debía saber si mi deseo por Marcela era correspondido. Las circunstancias permitieron que diseñara un plan para encontrarme con ella: aquel sábado tenía que atender un examen extraordinario en el liceo, así que estaría ocupado hasta las cinco de la tarde, ya que las notas debía entregarlas al finalizar a la coordinación. Le sugerí a Patricia que pasara el día con su tía y luego al terminar iría a recogerla. Salimos juntos a las once de la mañana, después de darle un beso amoroso hice que tomara un taxi mientras yo caminaba hasta la estación del metro, a donde no iba a llegar pues me detuve en una arepera a tomar un café mientras esperaba el tiempo suficiente para volver al apartamento. Intencionalmente había dejado olvidadas las copias de los exámenes, de esta manera tenía el pretexto perfecto para regresar sin que Marcela sospechara mi jugada.

Me acerqué a su habitación, pero estaba sola y la cama en desorden. No está, pensé desilusionado.

Veinticinco minutos después regresé. El apartamento estaba en completo silencio. Fui al baño e hice un poco de ruido para hacer notar mi presencia. Me acerqué a su habitación, pero estaba sola y la cama en desorden. No está, pensé desilusionado. Seguro había salido con su novio. Tantas expectativas habían resultado vanas. Marcela no estaba.

De pronto me sentí fatigado. Estaba asqueado de mí mismo y de la forma pueril en que me comportaba. Tenía que acabar con aquella situación. Esa misma tarde hablaría con Patricia, le contaría todo. Le pediría perdón y, si era necesario, también le pediría a Marcela, que al fin y al cabo no tenía la culpa de mis bajos sentimientos.

Antes de salir de nuevo, fui a la cocina por un vaso de agua. Mi sorpresa fue enorme al ver a Marcela tirada en el piso. Completamente desnuda. Sobre un charco de sangre. Con el cuchillo de picar carnes hundido en su vientre. No sabía qué hacer. Quise gritar, pero la voz no me salía. Comencé a sudar copiosamente. Por un segundo me pareció que aún vivía. Me abalancé sobre su cuerpo y empecé a hablarle:

—Marcela, mi amor —le decía—. ¿Qué te pasó? ¿Quién te hizo esto?

Con las manos temblorosas saqué el cuchillo de su vientre. Su sangre cubrió por completo mis manos y parte de mi ropa. Desesperado salí al pasillo a pedir ayuda a los vecinos. Todo fue confusión. Nadie parecía entender mis explicaciones. Solamente se alarmaban al verme cubierto de sangre. Pedí que llamaran a la policía:

—¡Por favor! —suplicaba—. Mataron a mi muchacha.

Y desconsoladamente rompí a llorar.

Luego de eso vinieron las averiguaciones. Una y otra vez me han hecho las mismas preguntas, al punto de que ya no sé si las he respondido de la misma manera o me he contradicho sin darme cuenta. Revisaron cada detalle del apartamento, en la mesita junto a la cama localizaron un ejemplar de El Diablo en el Cielo de Pierre Morin. Después de examinar con cuidado los detalles de la portada un oficial me dijo, en tono de burla, que para ser profesor tenía muy mal gusto. En el cuchillo sólo encontraron mis huellas y para terminar de inculparme en la computadora donde ella llevaba las notas y las citas textuales para su tesis, que pensaba llamar Los reinos fronterizos: la inocencia y el deseo en la obra de Juan García Ponce, había un archivo con varias anotaciones sobre mí.

 

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“Entonces, de pronto, en medio del asco y el horror y la envidia, me di cuenta de que el único culpable era el amor y de que yo también lo sentía, que la deseaba desde aquella primera noche o desde mucho antes tal vez, cuando su propia dignidad no me permitía advertir ese deseo, y que había estado esperando ese derrumbe total sólo para justificarlo, pensando que estaba disponible y era ella y no yo, mi naturaleza, la naturaleza de todos, la que lo provocaba con su degradación” (La noche, 1963).

 

20

El deseo tiene que ser un abandono de los sentidos. Una lucha contra la visión material de la realidad; sin embargo, tal vez por su carácter mismo, son pocos los que se dejan dominar por él. Temen quizás que, al dejarse arrastrar por su corriente desbocada, pierdan su naturaleza social y el margen de seguridad que ella ofrece. Por ejemplo, el sábado el marido de Patricia me vio desnuda y no dijo nada. Sé que le gusto, pero él no hace nada por obtenerme. Pobre hombre, es un cobarde.

Manuel Cabesa
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