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Cuando no hay culpables, de Lelia González

martes 26 de octubre de 2021
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Lelia González
Lelia González, autora de Cuando no hay culpables, una novela cuya escritura viaja en la permanencia de cada página.

“Cuando no hay culpables”, de Lelia González
Cuando no hay culpables, de Lelia González (Venezuela, 2021). Disponible en Amazon

Cuando no hay culpables
Lelia González
Novela
Venezuela, 2021
ISBN: 9798746792310
258 páginas

“Si algún siervo es acusado de algun malfecho, el iuez mande al sennor del siervo que lo presente delante sí; é si el sennor no lo quisiere presentar, el conde, ó el sennor de la cibdad lo constringa fasta que lo presentare. E si non pueden fallar al sennor, el iuez debe prender el siervo, é guardarle”.
Fuero Juzgo
o el Libro de los Jueces; “Titol de los qve acvsan a los malfechores”
“La ciudad es también, hablando en sentido figurado, un buen ‘centro de reclutamiento’ para la delincuencia. Existe una amplia categoría de personas marginales que, por diversas razones, toman el camino de la ciudad (…). Aunque en criminología existen diversas teorías, el enfoque que se ha dado en llamar ‘teoría de la actividad rutinaria’ afirma que son tres los elementos que influyen en la génesis del acto delictivo: un individuo con tendencias delictivas, objetos interesantes para un acto delictivo y ausencia de protección suficiente…”.
Varios autores: Del Pacto de Punto Fijo al Pacto de La Habana. Editor: José Curiel

1

Buenaventura es una buena metáfora para instalar una trama delictiva. Buenaventura es un país espejo. Es el reflejo de una realidad que, llevada a la ficción, se hace cada vez más real, más convincente, toda vez que los protagonistas de esa realidad están a la vista de todos. La literatura se ha encargado de maquillar sus nombres, pero el lector, también víctima de esa realidad que a veces crea una pesadilla a pleno día, la concibe como parte del diarismo, de su cotidianeidad, aunque comente, haga chistes, envíe e-mails, memes, reflexiones y hasta se infarte de vez en cuando para darle un matiz trágico, más denso que el que acusan las víctimas directas: estafados, torturados, asesinados, suicidados, mancillados, allanados, etc.

Buenaventura es el nombre de un país imaginado. Así como Juan Carlos Onetti imaginó a Santamaría, Lelia González en Cuando no hay culpables creó, inventó a Buenaventura, un país que ella conoce, vive, ha vivido con todos los sentidos y por esa razón escribe acerca de los eventos criminales que en él acontecen. Criminales de todo tipo, de toda índole judicial. Y judiciales que no encuentran justicia, razón por la cual no hay responsables de estos actos nefastos que han provocado que ese país, Buenaventura, esté en la mira de todos los comentarios.

Buenaventura, como todo país “gobernado” por corruptos, goza de una conflictiva y floreciente fauna humana que se encarga de armar todo el tinglado de la perversión que no es tocada por la justicia, porque muchos abogados, como muchos jueces, juegan en el mismo partido de las corruptelas.

Un país tomado por asalto por la corrupción. Es un país donde todos los culpables resultan inocentes.

Buenaventura, en resumen, es un país derrotado. Un país real en el papel, lleno de figuras que parecen de ficción por la degradación moral en la que han caído. Buenaventura es un país cuyo nombre arropa la buena fortuna de los delincuentes, de los timadores, usurpadores, esbirros, ladrones, atracadores y demás actantes en un régimen fallido, derrotado por sus propios gendarmes, militares, “políticas”, magistrados y abogados que se prestan para que el delito florezca, siga siendo el soporte de un estamento cuyo discurso se renueva en la repetición, en la gatopardiana precisión de sus andanzas.

Buenaventura, entonces, es un país donde crece el crimen organizado y no pasa nada. Un país tomado por asalto por la corrupción. Es un país donde todos los culpables resultan inocentes. Y las víctimas culpables: sujetos trágicos, sombras propiciatorias perseguidas por la injusticia.

El país es una ciudad donde se mueven los autores de las perversiones concebidas como triunfos. La cibdad, donde los siervos y los amos, los señores, concebidos como coyunda producto del reclutamiento cómplice, manejan los destinos de un país desde sus cúpulas, desde sus burbujas de felicidad, desde sus casonas y oficinas, desde sus tribunales y notarías, desde sus medios de comunicación, desde sus libelos, desde sus demandas trucadas, desde sus robos y triquiñuelas.

 

2

De todo ese magma sociopolítico legalista Lelia González ha escrito una novela. Una extensa escritura donde no falta nada. Donde los personajes se mueven como peces en el agua, cuyos diálogos, ajustados al discurso abogadil, cubren toda la obra, con sus matices cotidianos, eróticos, vecinales, callejeros, rutinarios. Es una novela país.

Los personajes entrecruzan sus tiempos y espacios. Novela de fragmentos que se van atando hasta hacerse nudo narrativo, hasta llevar al lector a la comprensión de una totalidad: se trata de una conjunción de eventos que van de lo ridículo a lo sublime, suerte de manera de expresar que se está en un país en el que muchas de las cosas que suceden no son tomadas en serio. Ni siquiera la muerte, tan dada —a esta altura— a no ser ya una sorpresa. A no causar miedo, a ser sólo un acontecimiento pasajero, como la corrupción misma.

Esta novela, una vez más, abre la espita para descubrir el perverso y nefasto mundo de la justicia.

Así, Justiniano Moreno, abogado litigante, pareja de Kity, una periodista a veces desaforada: amantes que comparten sus alienadas cuitas, pero sobre todo sus secretos profesionales, de los que tienen que cuidarse para no malbaratar el trabajo del primero. Doña Penélope, quien no teje, pero lleva un Diario que podría concebirse como un correlato de la novela, porque ayuda a concebirla como vientre narrativo, estilístico, donde cuenta los eventos de su edificio, en el que hace el trabajo como presidente de un condominio. También están Hermenegilda, la pintora apodada la Greca, la loca Laura, los vigilantes, un cuerpo que cae de un edificio y que queda como una silueta en el marco de la ley, Violeta y algunos actantes duendes, sombras, ramas adventicias que le dan cuerpo al largo relato de Lelia González.

Todos ellos son la trama. Todos ellos hacen el pequeño país de Buenaventura, más allá de los acontecimientos de la calle, de los bares, hoteles y casa de gobierno, desde donde un Presidente enarbola sus torpezas como un reyezuelo dopado por el poder.

Esta novela, una vez más, abre la espita para descubrir el perverso y nefasto mundo de la justicia. Contada sin ambages, con una estructura que se va anudando hasta redondear un final abierto, Cuando no hay culpables es una novela para todas las épocas, pero más para la de este momento cuando Buenaventura es un adefesio donde caben todas las tropelías, maldades, sacrificios y escándalos.

Una novela cuya escritura viaja en la permanencia de cada página. Una novela donde la impunidad es el más claro reflejo del fracaso social. Una novela litigante que encuentra en la ficción una salida para que la justicia respire.

Seguramente, el diario cotidiano llevado por un personaje tendrá afinque en aquello que escribió Maurice Blanchot: “Cada día anotado es un día preservado”.

Pero muchos culpables siempre forman parte de alguna borradura.

Alberto Hernández
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