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La historia de una culpa:
El amor fingido del comandante Antúnez, de P. G. de la Cruz

sábado 2 de julio de 2022
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“Entonces habló de que, abandonados por los Aliados o no, lo cual
no era aún una seguridad sino una duda, eran hombres, los mismos hombres,
y que la fuerza que precisaban para no acusar y para no aceptar culpas,
no procedía de la idea de hallarse vencedores o vencidos, sino de la fe
que pusieran en ellos, como capaces de soportarlo todo”.

José Antonio Rial: Segundo naufragio.
“Decidme ahora: un particular, sea quien sea, ¿en qué profesión puede permitirse
algo parecido sin que le rompan la cara? Eso sólo es posible en el ejército.
Ya lo veis, se les suben los humos a la cabeza. Y cuando más cagones
eran en la vida civil, más ínfulas tienen aquí”.
Erich Maria Remarque: Sin novedad en el frente.

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Toda la fuerza del alma española palpita en esta novela de P. G. de la Cruz, en la que los personajes interactúan entre el miedo y la culpa mientras la Guerra Civil deshace el paisaje humano de un país en el que el odio y el amor, fingido o no, se conjugan y conjuran para mostrar la cara más íntima de una nación.

La historia se mueve dinámicamente entre Esperanza del Mar, Leopoldo María de la Cruz y de Amberes (combatiente de uno de los lados), la hija de ambos, Aurorita, y el comandante Jerónimo Antúnez, quienes confluyen en el sitio de Teruel. Mientras tanto, el resto de aquella España se mata en los campos de batalla.

“El amor fingido del comandante Antúnez”, de P. G. de la Cruz
El amor fingido del comandante Antúnez, de P. G. de la Cruz (Norma Books, 2020). Disponible en Amazon

El amor fingido del comandante Antúnez
P. G. de la Cruz
Novela
Norma Books
Zaragoza (España), 2020
ISBN: 978-8409257928
278 páginas

El “pecado” revisa el espíritu de una mujer moribunda, quien le puso cuernos a su marido mientras estaba en la guerra, y éste, azorado, luego de tantos avatares, por la noticia de que su hija ha sido preñada por un perro, por un mastín bautizado Lenin, mata al perro, a la hija y luego se suicida él.

El narrador juega con el tiempo. Su dinámica vertebra los distintos espacios en los que se mueven los actantes. Se trata, entonces, de una novela de fondo “histórico” en la que la ficción establece su poder: de la intimidad de una casa donde Esperanza del Mar se muere de hambre y trata de parir, en el mismo instante en que una facción participante en la guerra llega a Teruel, encabezada por Antúnez, hasta el escenario de combates y el ascenso al poder de Francisco Franco.

El comandante Jerónimo Antúnez participa en el parto de la mujer y, luego, de alguna manera, establece una relación con ella. Para este cronista lo relevante no es tanto la relación sino los eventos colaterales, los que se desprenden de ese “fingimiento” y establecen una tesis en la que la España familiar es un eco de la España pública.

Esta lectura, sacudida por la capacidad narradora del autor, se adentra en el lenguaje, en la muy española manera de decir y de ser en una obra que activa la memoria, tanto la genealógica como la política, la de la guerra, la de aquella Guerra Civil que dividió a un país y al mismo ámbito de habla ibérica. El mundo tomó parte de cada facción y terminó siendo un juego de ajedrez donde nadie ganó, porque tanto los aliados como los franquistas siguen alimentando el resquemor en medio de un amor fingido. La metáfora de Antúnez y Esperanza del Mar signa esta suerte de historia novelada en la que la totalidad sucumbe ante la intimidad, pues es la Guerra Civil la que ha provocado todos los eventos que forman parte de este corpus narrativo.

 

Si la guerra es un escenario abierto, en el que se matan españoles y soldados traídos de otros lares, queda la certeza de que es el espíritu de una familia el que alimenta los eventos narrados.

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Toda violencia engendra una culpa. En este caso, la culpa de la moribunda, su adulterio, y la culpa del marido al matar al perro y a la hija. Esa culpa se desarrolla en un tiempo íntimo, privado, que reconstruye lo que pasa fuera de la casa. Un tiempo anterior, un tiempo paralelo y otro futuro alteran la lectura para procurar la tensión que el lector sabrá sentir y vivir en el instante en que cada personaje establece su carácter.

El narrador se la juega. Pasa de un plano a otro, pero no deja escapar el tema de los sujetos que forman el núcleo/nudo de la historia.

Si la guerra es un escenario abierto, en el que se matan españoles y soldados traídos de otros lares, queda la certeza de que es el espíritu de una familia el que alimenta los eventos narrados. Quien esto escribe ve a esa España sumida en el humor del narrador. El parto de Esperanza del Mar, sucia de heces, vigilada por extraños, nos permite evaluar hasta dónde fue posible el otro parto: el de un espíritu consagrado a mirarse desde sentimientos encontrados.

Esta novela, perfilada con un humor lacerante, destaca la crudeza de unas existencias trágicas. El fingimiento, la falsía, predicamentos del “pecado”, sueltan las amarras de unas acciones que desembocan en la muerte. La técnica usada por nuestro autor resucita —gracias al uso del tiempo y el espacio— imaginar la vida, la continuación de unas existencias que parecen imágenes oníricas, sueños, sensaciones que la escritura, la bien manejada escritura, le entregan al lector.

El comandante Antúnez es una metáfora, así como toda la historia revela la traslación de un sentido a otro. Jerónimo Antúnez, ese sujeto grotesco o el “elegante militar de la España santa”, sazonado por la estirpe de su formación, de su afición a la flauta, se vierte completo en el resto de los personajes, reflejo de sus acciones, como lo es el de las acciones de quienes lo rodean, le temen o se burlan de él desde la perspectiva del lector, de un lector que también siente que todo lo que pasa en esta historia es ficción. Pues, ésta, la ficción, es la verdad más singular, toda vez que convence por su verosimilitud.

“Antes de irse el comandante quiso acostarse con ella, pero ella se negó. “Los hombres siempre hablan de amores para darse gusto”, le dijo.

El desplante del hombre queda evidenciado para avalar el fingimiento:

“No sería la primera vez que alguien se mata por amor” (…). “Tenga el telegrama —le dijo el comandante, recogiéndolo de la mesa y poniéndoselo en la mano—, guárdelo como justificante de nuestro amor” (p. 263).

Era el 18 de marzo de 1938.

Todo fingimiento puede llevar a una verdad, aunque el sujeto, en este caso Antúnez, sea una mentira, tan expuesta que construye una estructura verbal, una arquitectura donde habitan fantasmas de un pasado borroso, vivos y muertos: la historia real de un país que comienza congregada en una miserable habitación, donde “Esperancita” murió a los ochenta años, el 1 de noviembre de 1991, a las 7 de la mañana.

 

3

Una vez ganada la guerra, la España que apoyaba a Franco se desnuda en plena vía pública, se hace partidaria de esa “verdad” que también podría ser fingimiento.

En este fragmento el lector podrá ver esa experiencia, esa “verdad”, esa “culpa”, esa entrega:

—La emoción es un estado de ánimo, muchacho. Un estado de ánimo propio del hombre, que se caracteriza por agitaciones orgánicas consiguientes a impresiones de los sentidos, de las ideas o los recuerdos, la cual produce fenómenos viscerales que percibe el sujeto emocionado y que se suele traducir en gestos, actitudes o desmayos, como es este el caso. Porque, a ver, ¿por qué se desmayaron las mujeres? Por una idea —se iba dando la respuesta el brigada, muy seguro—. Por la idea sublime de tener enfrente al salvador de la patria. Pero esto no hubiera sido posible sin los sentidos —seguía hablando y contestándose él solo—. Y los sentidos, ¿quién los otorga? Dios y sólo Dios. ¿Y cómo se llama lo que viene directamente de la mano de Dios?

—Milagro —contestó Leopoldo María, creyendo que era adonde quería llegar el brigada (p. 162).

Terminada la guerra, España se hizo otra. Entonces Dios, el “milagro”.

Este diálogo se lleva a cabo durante una concentración pública donde participó Francisco Franco, el Caudillo, “por la gracia de Dios”, como decía en las pesetas y en todo slogan de aquella época.

Terminada la guerra, España se hizo otra. Entonces Dios, el “milagro”.

Estas palabras resumen el ánima de la obra. Leopoldo María, soldado, lejos de casa, mientras su mujer era “fingida” amorosamente por el comandante Antúnez.

 

4

El 4 de mayo de 1939, Leopoldo María volvió a su casa. La Esperancita le esperaba vestida con sus ropas de fiesta (…). Ella se engarzó a su cuello y le apretó fuerte con la misma ilusión esperada de recobrar el tiempo (p. 265).

¿Recobrar el tiempo? El tiempo del remordimiento, de la culpa, la que anidaba en el alma la mujer y la que todo un país cargaba a cuestas. La guerra en la que estuvo Leopoldo María no era la misma donde estuvo Antúnez y la infiel esposa.

La mujer no representaba el “milagro” que más adelante salió como palabra de la boca de Leopoldo María. Ya la guerra había dejado de ser una decoración en la que se fijaban diálogos, cuerpos destrozados, discursos, odios y rencores. La guerra era, ahora, con el retorno del marido, la culpa en las vísceras y el alma de Esperanza del Mar.

Esa noche, la Esperancita la pasó en vela. Agarrada al cuerpo de su marido dormido recordó, carcomida por el veneno de la infidelidad, los tres últimos días del comandante Antúnez en el pueblo (…), porque creía que aún se le notaban en el rostro los vestigios de la traición (…). Y abrazada a él recordó la gracia sureña con la que el comandante la hacía reír cuando le contaba las barbaridades de la guerra…” (p. 271).

 

El tiempo narrativo va y viene. Espacios para la guerra y la paz: en el otrora campo de batalla y en el ahora campo del hogar.

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¿Qué pasa con el resto de la historia?

Sigue su curso, cuento y recuento. El tiempo narrativo va y viene. Espacios para la guerra y la paz: en el otrora campo de batalla y en el ahora campo del hogar. La familia, la confesión de la mujer reviste carácter global porque el espíritu de la época era monacal, apegado al poder de la Iglesia. Al atavismo católico. Y por eso la guerra. Una guerra que se corporiza en esta novela, El amor fingido del comandante Antúnez, publicada por la editorial Norma Books en Zaragoza, España.

Y sigue su curso en las figuras de los Aliados y en la de los fascistas. En los vivos y los muertos. En Franco, Mola, Sanjurjo, Primo de Rivera, etc. Y sigue su curso en el final de la obra, cuando Leopoldo María de la Cruz de Amberes y Esperanza del Mar viven de nuevo, desde la imaginación del autor, la vida que pudo haberles tocado vivir sin la guerra. Es decir, sin Antúnez cerca de su cuerpo, pero sí en su conciencia.

Esta es una pieza literaria donde múltiples personajes se mueven con la precisión con que los construyó su autor: P. G. de la Cruz narra con ánimo, su elegancia se vierte en el uso de un castellano sin ambigüedades, próximo al alma de los relatos acerca de ese tramo terrible de su país. Es decir, apegado a lo que le exige la pasión de una etapa que no termina de contarse, que continúa en la medida en que aparezcan más protagonistas y testigos de aquella locura que sacudió al resto del mundo por la crudeza de los eventos de una guerra que aún sigue en la memoria de los que no terminan de morir.

La vuelta a un comienzo: una fecha, 24 de enero de 1955, cuando Aurorita cumplió los diecisiete años y le regalaron el perro, el mastín, la metáfora del otro “pecado”, al que bautizó con el nombre de Lenin. “Desde ese día el diablo entró en su casa y no salió ni para respirar”.

El lector imagina que la historia insiste en permanecer latente, como un cuadro vivo.

Alberto Hernández
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