
Nota del editor
Con motivo del Día Internacional de la Biblioteca, que se celebra cada 24 de octubre, la escritora española Efi Cubero pronunció esta conferencia en la Biblioteca Pública Municipal Manuel Santiago Ramírez, de Granja de Torrehermosa, en Badajoz. Hoy, y por cortesía de la autora, presentamos el texto íntegro a los ojos de la Tierra de Letras.
Antes de comenzar esta charla deseo felicitar a nuestro alcalde y a los responsables de Cultura por las actividades tan interesantes que se vienen realizando en nuestro pueblo. También me parece una excelente idea lo del Club de Lectura La Higuera. Los buenos libros cambian siempre la vida puesto que la mejoran y abren la mente a nuevas perspectivas de conocimiento y libertad. Leer nos hace mucho más libres y más sabios, más tolerantes y de mayor riqueza interior, no os quepa jamás la menor duda.
Como supongo que ya sabéis, desde 1997, cada 24 de octubre se celebra el Día Internacional de la Biblioteca. No obstante lo que en realidad se conmemora es un suceso luctuoso; nada menos que la destrucción de la Biblioteca de Sarajevo, incendiada en 1992 durante el conflicto balcánico. La barbarie —como ya sucedió en Alejandría en tiempos remotos o en fechas recientes con los talibanes— suele emprenderla con la cultura, con la belleza, con las ideas, por eso mismo la importancia tan grande de lo que representan las bibliotecas. Una biblioteca es un templo que guarda el saber de los tiempos y por lo mismo ejemplifica el pensamiento libre a través del conocimiento y la verdad.
La lectura es sentir sobre el tiempo, sobre todos los tiempos, el latido del mundo, la proyección de todo.
Flaubert afirmaba que escribir es una manera de vivir. Yo opino que, para quien no tenga el don o la capacidad de hacerlo, leer también puede ser una excelente forma de vivir, ¿y por qué afirmo esto? Pues porque frente a la barbarie que apuntábamos anteriormente las mejores armas, y además incruentas, serán siempre las de los conceptos que los griegos recomiendan desde antiguo: BIEN • VERDAD • BELLEZA. Y eso lo encontraremos muy especialmente, aparte de en la naturaleza y en la bondad y sabiduría de muchos seres humanos, en la literatura y el arte.
La lectura es sentir sobre el tiempo, sobre todos los tiempos, el latido del mundo, la proyección de todo. Un camino de múltiples direcciones con el que se pueden atravesar milenios, estar en el presente y habitar el futuro, abrir nuevas sendas y encontrarse y perderse gustosamente a la vez.
Una vez, hablando con mi amigo Joan Brossa, uno de los poetas visuales más innovadores de las últimas décadas del pasado siglo XX, me dijo: “Hoy se adquiere mucha metodología pero poca realidad profunda”. Por entonces, él estaba casi al final de su vida, creador hasta el final, las redes virtuales comenzaban ya a enredarnos; las virtualidades o la televisión de plasma comenzaban a suprimir el diálogo entre las personas, permitían masticar muy deprisa y no se digería tan despacio lo aprendido. Hablamos aquel día de la importancia del silencio ante la página, del seguir aprendiendo despacio, de volver al papel de los libros, de degustarlos saboreando cada frase y cada idea, con la morosidad de un iluminador de códices miniados, y no mascando chicles delante de una pantalla con aire ido. La tecnología, que es una verdadera maravilla y hoy es absolutamente imprescindible, es también como el árbol que a veces no deja ver el bosque, no ir más allá para explorarlo por nosotros mismos, de ahí de retomar la importancia del tacto físico y mental, el diálogo silencioso con las páginas de un libro.
Los escritores nos completamos y complementamos con quienes nos leen. Es como un juego serio y cómplice, donde, a la vez que el autor se desnuda, se reviste también de máscaras verbales. Entre ambos, creador y lector, se establece un sólido vínculo cuando esa chispa del encuentro converge, en una especial magia, mediante el punto crucial de la lectura, y da igual que los separen siglos o milenios, siempre terminarán siendo amigos y aliados frente a un objetivo común, el del conocimiento, la razón y la imaginación. Claro que el lector tiene una ventaja frente al escritor, la del anonimato, puesto que un autor no sabe casi nunca quién, o en qué parte del mundo, lo estarán leyendo.
Leer es caminar a través de la vida ya que la escritura suele ser “transitiva”, es decir, se transfiere de uno a otro, transcurre, fluye, discurre. Mientras se lee se vive en diferentes planos y secuencias distintas, y también se recuerda. La memoria se activa y los sentidos permanecen alerta. A veces el lector vuelve hacia atrás en las páginas mientras cierra el libro para sentir mejor que en esos párrafos habita la sensación de haber vivido aquello, o acaso de soñarlo. Porque es bien cierto que cada ser humano está plenamente convencido de que guarda, aún por escribir, un libro en su interior.
El libro permite la dualidad de adentrarse en las páginas y a la vez experimentar la sensación de hallarnos fuera, penetrar las razones trascendentes que logran germinar en lo que recordamos, alimentar el espíritu buscando y encontrando simetrías, correspondencias, verdad moral, campo abierto que busca los íntimos estratos de una naturaleza en libertad, pasiones que desaguan en palabras ardientes, elegías desoladas o el profundo dolor existencial que rescata las huellas del olvido arrebatando al tiempo los planos de un espacio que todo lo desnuda y lo asimila, perpetuándolo mediante el lenguaje, ya que sabemos bien que sin literatura toda esta riqueza se perdería puesto que nada entonces podría ser nombrado.
Leer por tanto es un arte social y solidario, adentrarse en la belleza elevándose a regiones ignoradas, y percibir de paso la soledad del escritor que se convierte así en una soledad compartida.
Porque, cuando un autor se dispone a escribir, en la tensión que recrea su reducido espacio se establece de pronto ese juego de espejos cervantinos donde el diálogo interno desplaza muchas veces a todo lo exterior. Un escritor puede mirar un paisaje, una obra de arte, una calle, un monumento o los ojos de quien ama, pero entonces no escribe, vive. Y esas mismas secuencias sólo puede almacenarlas para, en el momento en que se halla a solas ante la mesa de su escritorio, recrear y trascender lo que ha vivido y sentido. Al mismo tiempo, no puede confiar en la vanidad de los propios espejos puesto que no pueden asegurarle si está bien o está mal lo que crea. Como tampoco puede hacerlo demasiado en la buena voluntad de los amigos o familiares, ya que la parcialidad no es siempre fiable en la creación. Por lo tanto el letraherido está solo: siempre. Se impone a sí mismo, por mucho que sepa, la voluntad del desaprender, es decir que ninguna influencia atraviese sus escritos. Le puede encantar Cervantes o Borges o muchísimos autores, pero no desea jamás parecerse a ninguno de ellos puesto que todo creador verdadero aspira siempre a proyectar su propia voz. Sabe bien que sólo ha de enfrentarse al folio en blanco y a su propio destino y librar su personal batalla, vencer su propio miedo y su desánimo, cuidar las armas y alimentar la hoguera, afinar la mirada y mirar lejos, proteger con coraza lo más frágil, lo que es más vulnerable, lo que palpita dentro y no puede ser nunca derrotado y, además, captar esa instantánea que ha soñado o vivido logrando que se eternice sobre el tiempo. Todo lo que aquí expongo tiene que completarse a la vez con la atención del lector que en alguna parte del mundo deletrea su silencio, íntimo y expansivo, identificándose también con lo narrado. Pueden hallarse ambos a miles de kilómetros, o de años, pero convergen justo en ese instante mágico donde las fronteras o los márgenes se diluyen y borran. Escritor y lector se reconocen fundiéndose en el texto, que es el tejido de una idéntica urdimbre. El que escribe suele prender la llama de la curiosidad que mantuvo de niño —aquello que tantas veces el adulto olvida— y así poder contagiarla. Al leer redescubrimos el mundo abierto a nuevas perspectivas y emprendemos una travesía esencial que nos desvela y revela. La lámpara ilumina los folios de la noche. Es la locura del que escribe y que todo lo cura sobre el texto transparente e infinito.
El relato cobraba nueva fuerza urdido entre las fibras de la fantasía personal, abriendo nuevos cauces a la imaginación de los que escuchábamos embobados.
Personalmente, el extrañamiento o la inquietud literaria —como habrá sucedido a muchos otros autores— arranca desde los pocos años. Mis padres contaban que no sabía aún hablar y buscaba con los ojos el libro de cuentos para que mi madre me los leyera. Tuve al parecer muy pronto conciencia, aunque fuera desde lo inefable, de que algo extraño me sucedía, y sucedía más allá de las cosas. Algo entrevisto e insondable, imperecedero, como una percepción de este destino que Alguien dispuso para mí. Tuvieron mucho que ver también, en los deslumbramientos iniciales, las historias que se narraban oralmente de generación en generación por nuestras abuelas, los hombres del campo, las vecinas, las gentes de nuestro pueblo que sabían de memoria leyendas y romances. Todos ellos fueron hilos conductores en el pasado reciente de nuestro pueblo del amor a la literatura. Esforzadas Penélopes se demoraban en el placer de contar historias que tejían y destejían, con hilos sutilísimos, mientras realizaban labores de aguja. Poseían la virtud inicial de otra forma de sentir o de mirar al mundo. Nuestros paisanos habían experimentado el horror de una guerra y deseaban recuperar la humanidad que desprenden historias y canciones que de algún modo les devolvían la inocencia de su juventud o una porción de la alegría perdida; por eso, pese al dolor de pérdidas insustituibles, la gente cantaba y contaba en el campo y en las casas, escuchaba la radio en interminables seriales, e iba al cine y a las casetas en días de feria. También venían por Granja rapsodas, vendedores ambulantes de pliego de cordel o cantares de ciego, aunque tuvieran vista, como sin duda se hacía en el medioevo. Iban de pueblo en pueblo y nos congregaban en las calles, muchos lo recordareis, como también los teatros que montaban en la plaza del Cristo representando el crimen de Don Benito, o Genoveva de Brabante junto a dramas o tragedias parecidas.
Vivíamos así la primera de las metamorfosis sucesivas sin haber perdido el cordón que nos unía al latir que resonaba aún en la pared de agua. La función didáctica-literaria se convertía en un acuciante deseo de saber más y más, cada historia o suceso, romance, canción o poema, se vertían felizmente contaminadas por el sincretismo de la imaginación de nuestros mayores, ellos transgredían los hechos relatados, e incluso los tiempos, intercalando elementos de la propia cosecha. El relato cobraba nueva fuerza urdido entre las fibras de la fantasía personal, abriendo nuevos cauces a la imaginación de los que escuchábamos embobados. Frente a la magia de una irrealidad tan bien tramada. Algunos pasajes de El Quijote, por ejemplo, se expandían como si fueran cuentos mediante sus voces, en noches invernales, cuando todo era de nuevo recobrado bajo el sentir de la colectiva memoria. Un mundo de interiores en invierno, y de exteriores en verano, balanceando mecedoras o sentados en umbrales o sobre sillas de anea; un matriarcado de puertas para adentro y para afuera gobernado por abuelas, madres, tías y vecinas que eran el rescoldo y la brasa que nos protegían de las intemperies.
Aparte de las enciclopedias Álvarez, y otros libros escolares que los de mi edad recordaréis, había libros en nuestras casas, libros y tomos encuadernados de los cómics de la época, El Jabato, Hazañas bélicas, El guerrero del antifaz, los cuentos de Azucena, un sinfín de ellos. Libros, tebeos, propagandas de cine. En Granja siempre hubo libros, se les daba importancia a los libros. Manoseados ejemplares que en horas de la siesta niños como yo devoraban. A mí, por ejemplo, no me bastaban las lecturas que se memorizaban en la escuela, ni los episodios de mártires y santos que hacían temblar por la crueldad tan pormenorizadamente descrita de los tormentos infligidos. No me bastaban tampoco los tomos de la modesta pero bien nutrida biblioteca municipal, nada bastaba a los ojos ávidos que se abrían a todo un universo.
Tal vez, en aquellas narraciones infantiles de senderos de losas amarillas, o de señales con migas de pan que los pájaros borraban, de islas del tesoro o de ballenas blancas, percibimos sin saberlo lo que más tarde analizaríamos ya entrados en el siglo XXI, tan perdidos como los personajes imaginarios entre los múltiples vectores de conectividad frente a las desorientaciones virtuales.
En el silencio de nuestros patios, de zaguanes o doblados, a solas, leyendo, el cielo era un océano donde en vez de volar nadaban pájaros de nombres tan cercanos como un siseo de historia o una huella de sal en cada página que nos quedaba aún por aprender. Éramos bravos navegantes de secano mientras guardábamos nuestros cuadernos de bitácora por los claros arroyos discurridores que todo lo apuntaban en leyendas sin tiempo. “Desfacedores” de entuertos luchando contra los molinos, habitábamos islas con tesoro incluido y podíamos ser gigantes o pequeños como los habitantes de Liliput, atravesar espejos como Alicia, temblar como la golondrina de El príncipe feliz, no crecer nunca como Peter Pan, dibujar un cordero, navegar en busca de la ballena blanca, ser náufragos o correos del Zar, viajar al centro de la Tierra. Serlo todo. Nombrarlo todo.
Nombres que recogíamos con cálamos de adelfas para trazar los símbolos del agua.
El mundo entonces se turbaba salpicándolo todo de rocío.
Y era nuestro. Y de todos.
Debo confesar una deuda literaria y personal con un libro. Se trata de El Principito; sobre este libro impartí hace un par de años una ponencia plenaria en la Universidad Central de Sevilla. Recuerdo que lo leí como un cuento luminoso cuando aún no había adquirido la conciencia de los valores y pensamientos o de la profundidad casi metafísica que en realidad posee. Es, a mi juicio, una lectura tan esencial como especial que recomiendo vivamente. Una guía completa, un vector que orienta hacia lo más perdurable y valioso de cada ser humano, poniendo también de relieve faltas y carencias de nuestra humana condición. Defectos y virtudes se ven aquí representados como un juego, un juego en apariencia imaginativo e inocente pero, a la vez, desde su imaginaria superposición, existe un hondo proceso de reflexión moral y crítica de primera magnitud. El creador francés Antoine de Saint-Exupéry sabe talar lo irrelevante, desechar la hojarasca —en este caso serían los baobabs del diminuto planeta o asteroide, metáfora que sirve para indicar los elementos superfluos que invaden el territorio del ser humano o de los espacios de la creación, colonizándolos o asfixiándolos sin dejar espacio libre a lo que más importa. Lo deja entrever en esta peculiar cosmovisión de lo imaginado que, como la esfera borgiana, parece contenerlo todo. Al menos todo lo que necesita el protagonista de la fábula.
“En el planeta del Principito —cuenta el aviador— había hierbas buenas y hierbas malas. Como resultado de buenas semillas de buenas hierbas y de malas semillas de malas hierbas. Pero las semillas son invisibles. Duermen en el secreto de la tierra hasta que a una de ellas se le ocurre despertarse. (…) Si se trata de una planta mala, debe arrancarse la planta inmediatamente, en cuanto se ha podido reconocerla. Había, pues, semillas terribles en el planeta del Principito. Eran las semillas de los baobabs”.
La tarea del personaje del cuento es vigilarlos e impedir que no lo asfixien, ni a él ni a su entorno. También se trata de deshollinar los volcanes, acaso de la mente, o quizá del interior, afinando la limpieza y desnudez de los conceptos esenciales, de ahí su vigilancia. O como él diría: “su disciplina”.
Leerlo es cruzar ese puente hacia la orilla fasta de un desierto de luz cuando la vida arde consumiendo todo lo que nos sobra, lo que lastima y pesa más de lo conveniente.
Lectura que te abraza desde el prodigio de lo que nace puro, precisamente porque ha sido muy vivido y pensado, o desde esas estrellas sin regreso posible. Lección ética, a la que envuelve una bellísima estética, como un aroma abierto de mañana desnuda.
A través de la escritura levantamos un hipotético laberinto donde al recuerdo lo atraviesa el olvido. La memoria no es fiel en absoluto.
Por esta profundidad, realidad plenaria de prodigioso ajuste y amplio contexto de primigenia naturalidad, con altas dosis de la mejor poesía, me atrapó para siempre este autor, Antoine de Saint-Exupéry, difícil y a la vez comprensible, y amé estas páginas y también a su artífice, al que comprendo más y más cada vez que me enfrento a los matices sutiles de un lenguaje que desprende verdad, a la dureza de la existencia sin enmascaramientos de muchas de sus páginas. Lo persigue un ansia de libertad interior, un deseo de ser. Alguien que sabe realmente mirar más allá de los convencionalismos, que ama a Nietzsche y desdeña a Pirandello, que mira al fondo mismo desde las alturas, que no le importa estrellar su corazón sobre los médanos de un fulgor que se intuye más y más y mucho más adentro, que puede sobrevivir con unas pocas uvas y naranjas en pleno desierto del Sahara, y que sin dudarlo un instante alimenta con ellas a su compañero herido para que no sucumba, desdeñando la sed. Tan generoso como un árbol donde todos podrían o desearían cobijarse. El aviador adulto que asciende y que desciende hacia las dunas de su propio desierto, con melancolía inevitable. El hombre que se encuentra desdoblado entre la realidad y la irrealidad de existir, entre el conocimiento y la intuitiva frescura de la imaginación del niño que lo habita. Lo primigenio perdido, tan lejos en el tiempo, y a su alcance, tan antiguo y tan hondo como la creación toda.
Luz primordial captada frente al cielo que brinda con nosotros sobre esta floración de las estrellas en la noche del mundo. Porque sabemos con él que, pese a todo y a todos: “Y, sin embargo, algo resplandece en el silencio…”.
Años después experimentamos sin duda otra clase de extrañeza cuando descubrimos lo teatralizado de los desconocidos universos. Otras mallas con verticalidades obligatorias nos impulsaban a aprender un lenguaje que hablaba de lugares creados bajo el esfuerzo. Sitios que fundan y se funden en continuo proceso de expansión.
Los espacios urbanos en las ciudades, en unos tiempos decisivos, en la que me formé y los que no abandonaría ya hasta pasados muchos muchos años al regresar a donde empezó todo, al centro del origen. Viví y me formé en Barcelona, una ciudad poliédrica tan cambiante y distinta como la propia vida. Desplegados espacios para la intimidad y puertos de palabras con su trasiego vivo que cada día descargaban las redes aleatorias de lo escrito más tarde.
Allí conocí de cerca el importante y necesario llamado boom hispanoamericano en la España de los setenta, seguíamos teniendo hambre de palabras, pasión por conocer las voces enroscadas en sílabas antiguas que nos devolvían nuevos otros sueños con su imaginativa desmesura; y ya nos desvelaron para siempre aquellos buceadores insomnes en las noches de estudio y en los días de trabajo. Desde los contraluces, infatigables, buscábamos su rastro en metros y autobuses, en aulas y silencios, absorbíamos lo azul de las montañas y los verdes botánicos sobre los oleajes de los mundos lejanos que el idioma acercaba con la punzada honda de ambas tierras que suman siempre los puentes del idioma. Nos volvimos caribes y mediterráneos, atlánticos, pacíficos de bambuco y quejío. La frescura del aire era una bocanada de sal fresca que nos llegaba de minas y de mares en los que bracear con bríos renovados. Un cielo azul marino y aquella luna arriba que la clara “Chía” con vocablo chibcha iluminó en palabras aprendidas recientes como lluvia, uniendo las orillas infinitas. Crecíamos con ellos en las aulas y en la calle; al idioma le habían sacado lustre y un brillo de apertura y de imaginación nos abrazaba. Después del 27, y después del 50, muchísimo después de aquel Siglo de Oro perdurable, nos dejamos llevar por el verdor de una riqueza idiomática distinta y parecida, llegada de orillas tan hermanas, que excavaba matices y llenaba de sueños la vigilia que innova.
Secaba el agua la roca, llegaba la sal manando cristal de azul y niebla en naves subterráneas allá en Zipaquirá, oquedades antiguas de naufragios sin nombre, nieves del Almirante, ciénagas desoladas, Macondo, Comala, el polvo astral de pueblos fantasmales rondando aquellos ojos de mirada profunda que absorbieron toda la luz quemante del idioma.
El hondo pasado prehispánico, nuestro presente de ahora mismo, la irradiación que llega de nuestra propia lengua, el silabeo tan precioso y preciso de un idioma común. Seguimos existiendo en este fuego, esta antorcha que alienta de un continente a otro, de una mirada a otra, y el tiempo, todos los tiempos, logran eternizarse en la palabra.
Un trazado iniciático, puede ser ese concepto que se halla en el sedimento de los pasos que fundan, en la mirada que anima el pensamiento logrando hacer legible la andadura. A través de la escritura levantamos un hipotético laberinto donde al recuerdo lo atraviesa el olvido. La memoria no es fiel en absoluto. Tal vez sea la representación de los lugares que nos toca habitar en la existencia, fingir que existe el seto recortado para hallar referentes, fijar emplazamientos, crear una multiplicidad de convicciones, y aflojar esas redes que nos legó la historia y que generan líneas de irremediable melancolía. Siempre el punto de fuga de pliegues desdoblados, la búsqueda. Y dar salida a nuestra propia voz desde el centro preciso para que no sucumba a los remotos ecos.
Un buen libro, síntesis de lo absoluto, es universal en esencia. Contiene la memoria de los aconteceres, lo humano y lo divino, la historia y la intrahistoria, la ciencia, y también la más viva imaginación, y es intemporal, ajeno al tiempo porque todo lo contiene. El escritor, en cambio, como cualquier ser humano, viene signado por un pasado que es a la vez presente y futuro de alguna forma, esa especie de imantado código prevalecerá siempre en su palabra.
He contemplado a gente anónima en casi todos los lugares de buena parte del mundo leyendo libros, en aviones y metros, autobuses y tranvías, en barcos, en bancos del parque y en todos los resquicios de la vida. Los he visto fundirse con las manos y los ojos en aquello que recreaban mediante la lectura formando parte de su propia existencia, sintiendo intensamente lo que latía entre las páginas y más allá de ellas. Porque un buen libro puede darnos la vuelta y cambiarnos la vida y también los esquemas. Y siempre, absolutamente, un libro posee la virtud de mejorarnos como seres humanos, como seres pensantes. Digamos que la lectura es algo así como un palimpsesto, no arrasa vestigios sino que los reinventa trazando nuevas rutas sobre líneas borradas que renacen bajo infinitas y nuevas formas, de mirar y de ser.
La mutua concesión entre el lector y lo creado comunica la fuerza, la luminosa y necesaria energía donde un texto se revitaliza y perdura. Aquí se hallan las marcas de los encuentros y los desencuentros, del azar y la vida que es inmortalizada en el instante mismo en el que la mirada decide descubrirla y atraparla como un sueño real que se palpa, y que jamás podrá desvanecerse.
Pensemos al recobrar estas miradas de los creadores que sin pudor se exhiben tan vivos, en lo que hay detrás de ellas. De muchos de ellos que no formaban parte de privilegiados entornos. Lucha constante, con ellos mismos y con la incomprensión que los rodeaba, esfuerzo titánico frente a las adversidades, el dilema entre comprar un cuaderno para focalizar su propio mundo o una barra de pan para otra clase de alimento tan necesario —casi— como el primero… Convulsión y sosiego sobre la perspectiva de cómo desarrollar y concebir sobre ese folio en blanco lo soñado. Luego la incertidumbre, la mención necesaria, el reconocimiento aunque fuera en los cenáculos íntimos donde se discutía con pasión y con rabia. La suerte que a menudo se inclinaba hacia otras líneas menos subversivas. La oposición de próceres, de familia, de pueblo, o de intelectuales de lección aprendida y displicencia tan condescendiente, el vivir en precario, el dormir sin dormir y en duermevela, tantas veces la razón alterada en pos de otra razón evanescente. Y la creación, como siempre, abriéndose camino entre la niebla para que ahora, en este estuche abierto a las miradas, contemplemos la vida como el sueño, tan fuera y a la vez tan dentro de nosotros.
Nadie debe conformarse con lo trillado, hay que aventurarse con libros diferentes, que sean profundos y hagan pensar.
La experiencia se empapa de algún sueño, de alguna irrealidad. Detrás de cada página alguien mira y también es observado. Un mundo abstracto de razón y magia donde entender la misma complejidad del mundo, ser partícipe de la propia extrañeza, crear una metáfora del fragmento de un plano que se extiende y se dobla al infinito.
De ahí lo absolutamente necesario de enseñar a los niños en las escuelas y en los hogares a amar los libros desde muy pequeños.
Hay libros y escritores de claridad compleja, misteriosa, de hondura transitable, de silencios que hieren que acaso se necesite la vida entera para seguirlos por los íntimos y universales dédalos de su eterna palabra, cada vez que se leen aportan una visión distinta, un matiz, algo nuevo e imperecedero. Por eso nadie debe conformarse con lo trillado, hay que aventurarse con libros diferentes, que sean profundos y hagan pensar. No dudo que los best-seller entretienen, pero hay que arriesgarse con otra clase de literatura, poesía, buena poesía, eh, que la hay también de usar y tirar y encima, mediática, ensayo, filosofía… No hay duda de que el esfuerzo se verá recompensado. Hay que subir peldaños, nunca bajarlos.
No es difícil penetrar en la verdad de un escritor, cada cual lo busca a su manera e intenta conocerlo o descubrir sus claves a través de las palabras. La verdad de un escritor auténtico está oculta siempre en su obra, puede hablar de otros tiempos o del tiempo, puede hablar de ahora mismo o del paisaje, puede hablar del silencio o del estruendo… La verdad del escritor, cuando se inclina ante lo que se inclina, ante el misterio de su propio interior que es la creación entera, sabe siempre de lo que está hablando… Pero agradece la cercanía, la perspicacia, la intuición de quien lo busca y lee.
Las manos y los ojos, el interior de alguien desconocido que recorre las vetas de un poema, o de un relato, es sin duda capaz de renovar su esencia, de aportar un nuevo giro e insuflarle nueva vida sin cambiar su sentido profundo, es la sencillez del gesto de pasar una página y de volver a ella, los ojos que dialogan mientras se reflexiona o se medita confieren eternidad. Desde el propio interior. Desde el vacío. Por eso mismo, amigos, hay que leer. Quien lee a fondo puede él solito establecer un mundo. O transformarlo.
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