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En medio del blanco

lunes 30 de noviembre de 2015
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1

El blanco se deshace de la luz y la convierte en movimiento. La poesía contiene la sombra y la libera. Luz y sombra se conjugan para hacer del poema un ensayo, una aventura donde también se reúnen los misterios y la voz más íntima de quien se arriesga a decir a través de las imágenes.

En medio del blanco (Oscar Todtmann Editores, Caracas, 2015) va más allá del título. Es el mismo blanco en el que la sombra, la penumbra, la oscuridad y la luz avisan de su presencia en el sonido que emerge de quien, con la mirada iluminada, enceguece, porque la poesía también es ceguera. O certeza.

La certeza del blanco es su negación. Mirar desde el blanco, desde la imbricación de sus pulsiones, amerita saber de la ceguera, de una ceguera en la que también convergen todos los paisajes: los que se ocultan y los que le añaden a la luz el contorno de las formas, el brillo de la voz y el timbre lejano de un canto, el del poema como recurrencia.

La ceguera mira formas, las intuye, las crea, las reconstruye, las arma.

En este libro de Kira Kariakin el lector se hace de y en muchas lecturas. Son muchos los intentos, los avances y los regresos, los impulsos verbales, la habituación a un tipo de silencio:

hay días en que sólo quiero penumbra
para ocultarme en las ausencias

Quien habla se borra, se tacha en la sombra, “ese cómodo intermedio” en el que el yo no quiere ser “descubierto”. El blanco oculta, invisibiliza. Es sombra. El lector intenta descifrar “en medio del blanco” lo que la poeta quiere expresar.

 

2

¿Desde qué perspectiva advertir que el poema es un cuerpo, una pregunta que se rompe, se deshace? Escribir un poema para desaparecer, en el que “me guardo tras el cerco” y aflorar despierta, asolada por

La enfermedad
leve
suficiente

y preguntarse entre tantos declives: “¿qué hacer con la enfermedad?”.

De aquella idea del blanco, de la testación de la suma de la luz, el cuerpo vivo, pero débil de quien escribe. El poema puede ser una enfermedad o parte de la cura. Y así como hay poemas enfermos, hay poemas que se dejan enfermar para sanar, no el cuerpo, sino el significado del poema.

Kariakin retoma el poema anterior y se hace cuerpo en la página donde el blanco y una imagen de mujer dicen de su dolor:

Yazgo desnuda / me cubre una bata ligera / etérea a los sentidos / el cuerpo me aprisiona / el doctor ausculta / interviene / trastea con instrumentos temibles / la entraña indefensa / padezco anegada en dolor / este cuerpo frío pudiera ser / el de una res en manos del carnicero / el de una mujer cualquiera en manos del inquisidor medieval / he extraviado mi sangre / agotado plegarias / el alma en fuga abandona / la materia concreta de mi humanidad.

¿Es la muerte envuelta por el blanco? ¿Es blanca la muerte? ¿La inconsciencia ocupa algún lugar, un espacio lechoso en el que el cuerpo ya no es?

Y el cuerpo continúa su queja, su blanco lamento, su latitud en la enfermedad:

bebo arena para mi vientre yermo
soy una suma de escombros.

Y después, aturdida por otras imágenes, la voz se congrega en:

aguardo el veneno
de la muerte exacta.

Este tema no se agota. Inflama la lectura, la precipita hacia otros ámbitos. La poesía ciega, pervierte la realidad, la deshace, la reinventa: es rebelde y arisca. El cuerpo ansía ser un poema pero no lo alcanza. El cuerpo se pudre. El poema renace o se olvida. El blanco, la intención del título y de algunos amagos, es una justificación para alargar el tiempo.

Reposa en la nata de las palabras. El referente está intacto. La intención flamea en la página. ¿Es blanca la página o es sólo una ilusión? ¿Cómo late el dolor en el poema: en la realidad?

Paseo en el silencio blanco
en la concavidad donde se juntan
la mudez y la sordera (…)
me libero de la cáscara irrompible
en el vacío perfecto.

 

3

Kira Kariakin se desdobla. Una poética la devuelve entera a su yo emergente: “No sé escribir otros cantos / no sé irradiar otros versos”

(…)
El poema se revela
para decirme
para saber lo que debo

pero me traiciona
cuando tú lo lees
y te ataja
y te invade
y entonces te dice
y entonces sabes

que el poema vive solo.

Como un cuerpo vivo, como la carne de un cuerpo que se agita, tiembla silenciosamente. El poema respira, se mira en su propia cadencia, en el blanco de su luz, sin embargo, “aquí en este espacio / sólo está mi penumbra / y es que evito encandilarme / con falsas iluminaciones”. De esa manera “recobro mi génesis”,

allí pervivo
densa
en lo blanco

(…)

borroneo los contornos

(…)

me interrogo / en medio del blanco / de neblina incontestable.

La insistencia en ese fondo donde el blanco se oscurece, tacha, borra, elimina, aleja.

Cuerpo y poema, uno solo: desde el dolor dejado atrás, desde aquella impresión carnal, la voz de la poeta regresa para afirmarse:

soy la de hoy esto / mañana lo otro / soy la soga que no convence / el aro lleno / la senda ciega.

Imágenes que conducen a convertirse en reflejo. Cuerpo y poema: un solo atado de sentidos.

mi mirada rebota en el espejo

(…)

será que me condeno.

¿Hasta qué punto es posible hacerse poema en cuerpo vivo? Cada verso, cada soplo verbal se acomoda al blanco tantas veces reclamado, y ya al final, quien escribe confiesa:

Reconozco mis treguas / las pausas otorgadas / para simulaciones / las abandono / en conquista de ignorancias / y miedos / regreso a ellas / poseyendo sólo el viaje (…) mis huidas.

 

4

El blanco, el fondo para reconstruir. Sin embargo, el blanco aturde, desvanece. Se desvanece en los colores y las formas. Se hace colores y formas. Se construye sobre las cosas. Se hace las cosas. El poema entra y sale del blanco. El cuerpo del poema, amasado por la poeta, también es cuerpo astillado, reparado. Y a pesar de que siempre regresa a sus ámbitos, no es paisaje.

El cuerpo habla desde la página, desde el blanco ansiado:

Tengo un hueco en el corazón / es seco y oscuro (…) mi corazón / es tuerto de sentimiento (…) yo vivo con un hueco ciego / en el pecho.

No podía faltar en ese blanco intenso, la muerte, la novísima muerte, la recién llegada, la esperada, la anunciada:

Mi día es denso / está lleno de adioses / porque la muerte / se asoma sin pausas / es un veneno / la savia de la hiedra del insomnio / la piedra en el corazón de mis miedos.

El libro, el blanco que ciega e ilumina, termina en el cuerpo, es el cuerpo desde el inicio, desde todas las esperas y certezas:

Las piezas calzan / inexactas / no soy perfecta / construirme / sólida / impecable / no es el punto / creo el rompecabezas / desarticulado / y me adivino / cada vez.

Entonces el poema, el que “calza” inexactamente el cuerpo, el que oculta el blanco para que sea blanco, para que sea parte de un lugar, de un territorio dividido entre la luz y la sombra.

La poesía no huye de la ceguera. Muchas veces ciega.

Alberto Hernández

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