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Los nombres: Fedosy Santaella

lunes 2 de julio de 2018
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Se puede descubrir el mundo a través de un nombre, de una palabra que designe, que indique, que denote, que pronuncie las letras que identifiquen a una persona o a un objeto. Nombrar es descubrir, deshacer la sombra, conocer, saberse del otro y hasta saberse en el otro. Nombrar es aprender. Y aprehender.

El primero que nombró a alguien se supo nombrado. Se descubrió. Y hasta se puso nombre para distinguirse de él mismo. Darle nombre a un árbol, a un animal. Darle nombre a un río, a un lago, a un mar es crearlo. Cada vez que nombramos o nos nombran nos inventan. Nos hacen visibles.

“En el principio fue el Verbo”. Sí, el Nombre. Un verbo también nombra. El verbo es persona. Dios es el Verbo. Él se nombró. Se hizo.

Cómodo hablar en primera persona del plural, enfático en nombrarse con el otro y ser parte de quien también se hace nombrar. Enseñar la cédula de identidad o el pasaporte nos hace nombrados, existentes. Sin nombre no somos.

Quien nombra en esta curiosidad, Los nombres (Editorial Pre-Textos, España, 2016), una novela que no es novela, pero que también lo es porque la novela es así de libre, escrita por el nombrado Fedosy Santaella, que resultara ganadora del XLVII Premio Internacional de Novela Corta “Ciudad de Barbastro”, se sabe nombre nombrado porque recorre las páginas de esta muy personal aventura en la que él, el novelista, es el nombre que la hace, que la macera a través de su propio nombre. Estamos frente a un libro al que no se le puede negar su carácter de novela porque el autor la estructuró para relatar una historia, una representación: se trata de la elaboración de un emprendimiento narrativo que para el lector común no es una novela, toda vez que no tiene comienzo ni fin y cuyo argumento es fragmentado o refractario porque refleja y multiplica el rostro del nombrado. Es decir, la novela suscita en el lector novicio muchas preguntas, y hasta quebraderos de cabeza al darse cuenta de que un sujeto bautizado como Fedosy cuenta su propia historia en primera persona y se da el lujo de convertirse en personaje a los ojos del lector y hasta afirmar que se trata de una novela.

Es un trabajo de múltiples anécdotas que podrían ser consideradas relatos independientes, aunque nunca falta el cordón umbilical que las une: Santaella usa nudos, nodos o nódulos para recorrer la historia de su nombre, quitarle la costra a tanto tiempo, a tantos episodios, a tantos nombres que favorecieron el hecho de trazar su apelativo (como decían antes) en la partida de nacimiento. Desde su nombre, su autobiografía. Una autorreflexión acerca de la genética de una palabra que ha viajado desde remotos lugares, desde Eurasia o Persia hasta la calurosa población de Puerto Cabello.

En conclusión, nombrarse por tener un nombre es ser ese nombre, el ADN de una historia que nuestro autor nos entrega para sabernos, como lectores, que también tenemos un nombre de pila que nos oscurece o ilumina.

 

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Las peripecias de un nombre, la poética de una novela que se vierte nombre en el autor y nos obliga a revisar el nuestro. Y desde esa visión, aparece en escena un personaje nacido en La Guaira en la década de los años veinte del siglo pasado, Víctor Modesto Franklin (a) duque de Rocanegras y príncipe de Austracia, quien, por cierto, fue “estudiado” por Aquiles Nazoa a través de su deliciosa prosa caraqueña. Pues bien, este sujeto, tan entrometido en los asuntos ajenos y propios, escribió Mis memorias, un ajuste de cuentas con él mismo y con la sociedad que se vaciló. Especie de holograma de la época que usó ese nombre para darse nombradía (se “vitoqueaba” cual dandy) e inventar unas sabrosas historias y unos ditirámbicos y escandalosos versos que fueron del gusto de quienes respiraron aquellos aires, más puros que estos de hoy.

Se pasea nuestro autor, digo Fedosy, por algunos eventos de nuestra menuda y más revelada y libresca crónica comarcal, como la muerte de Juancho Gómez, entre otras tantas que los lectores podrán encontrar en esta novela que es novela y a veces se niega a serlo, pero que lo es.

Se reconoce el nombre de Fedosy como pupilo de Armando José Sequera porque a través de las lecturas de las obras de este también autor venezolano supo encontrarse con él, con su yo escritor, con su nombre luego impreso en las tapas de sus futuros libros. Y también se encuentra con Poe, con Cortázar, con Howell, a quienes seguramente también les debe algo. Los nombra y los descubre para que los lectores se sepan nombrados. Y confirma Santaella el poder de los nombres. De ser reconocido a través de una palabra, de una clave. De la llave de una puerta.

Borges también navega en este mar. Un conflicto se atraviesa mientras el nombre de Fedosy comienza a aparecer como una crisis, como una situación a resolver. Borges y una novela fantasma, citada, renombrada, pero invisible, en blanco. En una entrevista con Antonio Núñez, en la revista Ínsula, el argentino afirmó para negar casi que haya escrito tal novela: “Una novela puede fabricarse. Un cuento o un poema, no”. Y en otra de esas confesiones, añadió: “No puedo intervenir con eficacia en esta polémica. No he leído el volumen de Nabokov y no pienso leerlo, ya que la longitud del género novelesco no coincide con la oscuridad de mis ojos ni con la brevedad de la vida humana”. Estas palabras del autor de Ficciones podrían tomarse como un juego en el que la novela corta alcanza ya a un cuento largo. Y porque nuestro autor configura una poética de su novela.

 

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(Me he desviado del camino. Bueno, estoy entre paréntesis. He equivocado el nombre de la calle por donde leo estas páginas. Regreso a ellas, al camino, y me centro en Fedosy, en Los nombres. Bueno, es que el novelista “inventa” tanto que se inventa con su nombre y escribe un libro que puede antojarse imaginario. Pero nada, todo es un juego. Porque así como Gardel canta cada día más afinado, Borges después de muerto escribe mucho mejor. Su muerte es una ficción, así como este libro de Fedosy arrastra toda la realidad de su herencia familiar. El nombre de un invento. Una fábula).

Nuestro narrador se descubre cuando dice que los nombres lo persiguen, pero más el propio de él, el mismo que lleva desde que lo presentaron legalmente y le pusieron el de su padre, y con él, el de su abuelo, porque aunque no es el mismo él los relaciona. Por ahí andan Damián, María, Nadia, Olga, Valeska, Basilio, Natalia, Sashenka, Fedora, Felipa, Ferdinand o Fedosy-Ferdinand, Ferdowski, La Chachirí, el Doulos. Todos, producto del exilio. Nombres desterrados. Padre, madre, abuelo, tíos, lugares, un barco. Los nombres lo acosan, todo para llegar al que le endilgaron: Fedosy.

Pareciera decir el autor que somos el nombre que nos pusieron. El nombre que arrastramos. Somos el nombre del otro. El de otro, somos otro. Somos nombres ajenos. El nombre confiscado porque quien asume el poder de registrarlo a nuestro nombre no consulta al futuro sujeto nombrado.

También pareciera expresar que somos nombre propio. Pero igual nombre común, toda vez que nos repetimos en el nombre de quien nos precedió, fijado en una piedra, en un objeto, en un papel, hasta arribar a Fedosy en uno solo, el del escritor. Imagino un punto final así: somos una traslación nominal. Somos varias sílabas en la boca de quien nos nombra, bendice o maldice.

Puse en labios del novelista palabras que quise decir y nombrar. De modo que este afán podría acarrearme una respuesta muy nominal de parte de quien bautizaron como Fedosy, quien podría venir de Persia, ser un iranio de Puerto Cabello, ese que dijo en verdad: “Los nombres no son más que ego” (p. 73). O “Mi nombre me formó el espíritu” (p. 75).

La genealogía de su nombre lo persigue y lo persigna. Lo marca desde el pasado. Y de tanto indagar llega Abu’l Qasem Ferdowski, autor de El Libro de los Reyes. Se extiende “cosaco, escita, iranio, persa, sangriento y poético”, de acuerdo con el carácter guerrero de sus antepasados.

Y como se trata del libro de su heredad sustantiva afirma que podría ser un libro de egolatrías, pero también de humildades.

 

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Pasa y repasa. Se busca en el sujeto, en el nombre, y arriba al predicado. Y aparece el tiempo, en movimiento y detenido en una bella metáfora:

El presente de los trenes no existe, todo tren que rueda ya es pasado. El presente vuelve cuando el tren se detiene (p. 127).

La novela está construida entre paréntesis. Podría decirse que es una novela que abarca un paréntesis para encerrarla y diferenciarla de las demás. O porque al autor le dio por encerrarla para luego abrir un recinto que no conocíamos: biografía que deviene novela o no: ensayo, crónica, poema, experimento, reportaje, simulacro, ficción y realidad: literatura.

Los paréntesis son una discreta forma de poesía que nada explica (p. 131).

De esta manera, el relato —o los relatos— fue dividido en dos partes: “Nombres entre libros”, con tres paréntesis libres y otro entre paréntesis. Y “Nombres entre la gente”, con cuatro paréntesis.

La primera parte se pasea por la formación, por las lecturas y sus referentes literarios. La segunda es la familia, los nombres cercanos, la sangre, la genética, la épica de un nombre y de muchos más nombres que, a la larga, conforman una cábala. Y hasta un “doppelgänger” (los nombres dobles, reflejos: el nombre del otro en el alma del nieto, del hijo, del que ya no existe).

El personaje/narrador/autor, el novelista, cierra la puerta así:

Seguiré leyendo, eso sí, seguiré leyéndome, buscando nombres e historias en los nombres. Aquí estoy, así soy, así me nombro.

Alberto Hernández

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