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Piedra de mar, una novela sin fin

lunes 6 de mayo de 2019
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“Piedra de mar”, de Francisco Massiani

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La calle Ibarra de Guacara terminaba casi en el cementerio. Era 1968 y yo estudiaba la división celular: mitosis, meiosis. Y bajo el árbol donde repasaba el tema, cuya sombra cubría parte de la calle, las páginas del libro de biología de cuarto año de bachillerato me sometían a un próximo examen.

No sabía, mozalbete yo, que por ahí andaban un tal Carecorcho, una tal Kika, una Carolina, un Marcos, un José. No me había enterado de un libro que era celebrado en Caracas mientras en la provincia industrial pero rural de Carabobo sólo éramos alumnos de un liceo de Valencia donde muchos nos graduamos en 1970. Y entonces, en la librería cercana a mi casa, ya envenenado por poemas, cuentos campesinos y relatos orales, vi el título en la vidriera: Piedra de mar, de un también tal Francisco Massiani.

Y así comenzó otra historia, otra vida para aquel mozalbete que meses después terminó extraviado en Salamanca y Madrid mientras esos personajes, los de la novela y su autor, crecían en lectores y amores.

Hubo de pasar mucho tiempo. Algunos años después de la bata blanca de aspirante de médico, deshilachada como mis ilusiones, para que accediera seriamente a esos personajes que mantenía guardados en un viejo escaparate de La Isabelica, en Valencia. Por alguna vía los rescaté y me hice ellos en la emoción del comienzo de la despedida de mi adolescencia.

La novela siempre estuvo detenida, congelada en mi ánimo. La repasaba, la veía, la tocaba. Estornudaba por su polvo vital.

Y después, la literatura como estudio, como naufragio para no morir en ninguna orilla. Y el Pedagógico. Y el aula de clases. Y mis estudios de medicina olvidados. Y Piedra de mar en mi maletín de profesor. Y la novela en la cumbre de tantas ediciones. Y mis alumnos emocionados desde la primera página. Y los viajes de ida y vuelta a la librería Suma en Sabana Grande a buscar más ejemplares, porque me convertí en una suerte de representante de quien luego supe le decían Pancho. Hasta que un día me tropecé con él y supo de mis encargos. Y él feliz. Y después nos olvidamos el uno del otro. Pero Piedra de mar siguió viajando por la Autopista Regional del Centro en bolsas y bolsos para regocijo de mis estudiantes.

 

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Esa es mi historia con Piedra de mar. Romántica, infantil si se quiere. Apasionada en el aula, celebrada en los encuentros con los amigos mientras unos tragos nos hacían sentirnos adolescentes y hasta con la barba aún oscura del narrador caraqueño.

Pues bien, aquí estoy de nuevo en mi afán con Pancho. Recién despedido de este mundo, nuestro autor nos revisa. Me revisa. Vuelvo a la novela en la 12ª edición, de Monte Ávila, de 1995, porque la que conservaba a la vista se ha enterrado en la arena de una caja marítima en algún rincón de la casa. Esta edición viene con un prólogo de José Balza y la portada, la ilustración, es del mismo Massiani, quien era un magnífico dibujante y pintor. Muchos son los libros venezolanos que traen su marca como artista plástico.

“Carolina, Marcos y yo estábamos cogiendo sol. Teníamos un rato largo echados en la arena y yo me sentía muy bien. Creo que es muy fácil sentirse joven y feliz en la playa…”, así comienza esta bella aventura de Francisco Massiani.

“Me siento realmente feliz. Creo que está saliendo el sol. Lo digo porque el cielo está muy claro. Mucho más claro. Cuando llegues, Kika, te voy a regalar la piedra que conseguí en la playa”, así cierra esta novela.

Muchas de mis anécdotas con esta novela parecen referidas en la misma novela. Por ejemplo, en la página 87 de la edición que reviso aparece este párrafo:

Me metí en la librería Suma. Recuerdo que entré y pregunté por una novela de un tal Godikenz, que ni yo sé dónde diablo nació, es decir: es un novelista inventado por mí…

Es decir, Suma, la librería, es una referencia literaria pero igual para el lector es una referencia real que emerge de la novela. Así lo siento porque lo viví. Fue en Suma donde me topé con Pancho. Podría parecer una majadería o soberbia de mi parte. Pero es que es la realidad.

 


 

Esta es una novela autobiográfica. Pancho es Carecorcho o Corcho y Corcho se dice Pancho. Corcho quiere escribir una novela y Pancho está escribiendo la novela que Corcho no pudo escribir. Y hasta se inventa como escritor desde Corcho siendo el narrador escritor. Pancho y narrador son Corcho y Pancho a la vez es los dos.

Tanto así:

Así que cogí un cuaderno, porque me dio flojera traerme el resto de las cosas, y me fui. Creo que me traje el cuaderno para tener qué hacer. A veces mato el tiempo dibujando caras y escribiendo poemas de amor (pág. 170).

Pancho era dibujante, le gustaba trazar rostros, hacer retratos, como también los hacía Vicente Gerbasi. Y escribía poemas: “El señor de la ternura” es todo un poema de amor. Ahí quedó todo el amor que Pancho/Corcho le dedicó a Carolina y luego a Kika, pero desde la vejez, desde la otra edad de amar.

La piedra que Corcho encontró en la playa fue conservada en un bolsillo. Sólo una noche salió de él cuando el personaje transitaba por una calle y se topó con un policía. Esa noche, Corcho decidió botarla, tirarla, pero luego se regresó a recogerla. Esa piedra era un regalo para Carolina, pero como ésta no le “paraba”, se la regaló a Kika, a quien comenzó a acercar a su gusto, a su preferencia ante la frialdad de Carolina.

Una novela de amor con la carga de la juventud, con la carga del siempre joven Francisco Massiani, quien se acaba de morir adolescente, porque Piedra de mar siempre fue su almohada emocional.

Alberto Hernández

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