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No hay retorno sin regreso

domingo 4 de noviembre de 2018
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Rolando Gabrielli

31 años después

Este es Chile,
parece mentira
que aún exista
y que yo pise
su tierra quebrada
en la memoria.
Estos años salieron corriendo,
y si fueron perdidos o estuvieron
en alguna parte,
ya no es mi problema.
Pero aquí ahora acumulados frente
a la cordillera o el mar,
balando en desierto un idioma
intraducible,
que mi voz no recuperará y ha quedado
en una triste romería,
en el cadáver precipitando la noche
del muerto, del desaparecido,
del vivo en las aguas y arenales
de Chile,
los cuarteles de la loca geografía
en invierno o verano, pero esta es mi primavera,
La gloria inmortal de un tiempo
de grandes alamedas.
El porvenir después es la historia
que el pasado la convierte en presente,
y queda la huella imborrable de las palabras.
Siento una rosa helada 31 años después
y estoy en primavera,
mi huella a fuego es de Norte a Sur,
por la angosta geografía,
el mar que por desconocido me conmueve,
como un ángel
que siempre me espera para contarme su día,
a su lado voy sorprendido,
me entero de que voy a Chile,
desde antiguas décadas
como si fuera la última 
rama desprendida
del viejo árbol de mis raíces.

Copa Air Lines
Vuelo 117
asiento 26
Panamá entre las nubes/Chile

 

Círculo vicioso

Por fin me abres una puerta,
círculo vicioso,
qué esperabas,
encerrado en tus cuatro paredes,
como un cero a la izquierda,
sin aire, ni ojos, iluminado
por este día
que a mis espaldas
ha puesto un viejo horizonte.

 

Homenaje a Raúl Ruiz y Waldo Rojas

El 87 fue el último año que viajé a Chile
y no sé por qué descendí del avión
como un turista más, despistado.
El país estaba caliente,
ardía más que una noche de aquellas
cuando Nerón incendió Roma
o simplemente la calidez amable, amorosa,
de San Camilo, un puerto de lujuria y diversión.
En ese entonces
caminaba por el Paseo Ahumada,
el que describió detalladamente Enrique Lihn
con el pingüino instalado en su iceberg existencial
y a lo largo de la calle una corte de todas las miserias de Chile.
En medio del torrente de gente,
paseantes, oficinistas, comerciantes, ociosos compradores, lanzas,
un público tan heterogéneo como los vendedores de toda clase
de pomadas, me encontré con Raúl Ruiz,
el cineasta, por si no lo conocen
de Tres tristes tigres, La maleta y otras cintas
que tuvieron como actores a Marcelo Mastroiani y la Catherine Deneuve.
Aún no había estrenado El tiempo recobrado de Proust,
el mismo tiempo que ahora recuperábamos en un instante
por esas casualidades de Chile que tenía viajeros ocasionales
por todas partes.
Nos dimos un fuerte abrazo como en el final de una cinta,
sorprendidos por un libreto improvisado,
habían pasado 14 años
y no sé que pensamos cada uno
en ese instante irrepetible.
Yo había sido un extra de esos que nadie recuerda más,
de su película La colonia penal
(yo vivía en una colonia).
Raúl venía de su residencia parisina y compartía su vecindad
con nuestro amigo, el poeta Waldo Rojas,
ambos con sus esposas.
Santiago olía a naftalina, piqueteos, gritos, marchas,
“abajo el tirano”, las calles estaban en efervescencia
y el Príncipe de la oscuridad parecía no inmutarse
y tenía todas las hojas inmóviles en sus manos
y preparaba alguna ceremonia fúnebre
en algún lugar del país.
—Te invito al Rápido —me dijo sonriente Raúl,
sin más protocolo que el encuentro,
a un vino y unas empanadas.
—Vamos —respondí;
estábamos a 50 metros de ese icono de la chilenidad,
en pleno centro de Santiago.
Allí las voces comunicaban hacia otras voces,
la alegría contagiosa del ambiente,
el retorno, el azar filmaba
este gran momento.
Raúl había vuelto a Chile, de paso,
a reconocer el terreno después que le instalaron
una L en el pasaporte que le impedía el ingreso.
El país sólo pasaba películas de terror.
Estaba radiante, con su gran melena y porte
y ojos siempre filmando los momentos y sus circunstancias.
Ninguno de los dos pasados se juntaron y hablamos en presente,
el aire espeso traslucía una luz magra,
pero los rostros se distinguían entre muchos y murmullos
propios de las cantinas
Las copas abrían paso a las palabras,
sobre las vibrantes mesas y el vino justo para reconocernos en el lugar
prohibido hasta ese entonces.
No sé qué se dijo de París, mentiría,
esa mañana en Santiago.
Tuve la impresión de que Chile se devoraba los últimos tiempos
de la dictadura.
Raúl alzó la copa con la felicidad del recién llegado,
autorizado por la Inquisición menos santa
que haya conocido la historia de Chile.
La copa de Raúl era otra señal de que todo llegaba a su fin,
reflexioné a instante, cuando vimos
una trizadura con la forma de una L,
era idéntica a la que había desaparecido de su pasaporte,
el campo estaba despejado,
el castillo del Capitán General parecía comenzar
a desmoronarse.
Nos reímos,
como si fuera un vaticinio,
un anuncio inevitable, esperado
y de los nuevos tiempos.

Santiago de Chile, 2018

 

Fuiste el deseo

“El lenguaje es una piel. Yo froto mi lenguaje contra el otro.
Mi lenguaje tiembla de deseo”.
Roland Barthes

Fuiste el deseo, la pluma y el aire,
el espacio y la noche reunidos
en una luz fosforescente de dos cuerpos
ocultos en llamas que se aman sin verse,
que se tocan sin saber que la piel
es un envase único, irrepetible, personal,
que fricciona su propio lenguaje y comunica
que los cuerpos son uno, inidentificables.
El deseo es la palabra maestra
entrando en la página en blanco,
temblando insegura hasta reafirmarse,
una y otra vez en el cuerpo que habita
a sabiendas de que no es el propio
y de que encontrará la ansiada puerta,
el camino angosto de las verdaderas palabras.
Nunca habrá una verdad que supere a otra.

Chile, 1 de noviembre de 2018
Rolando Gabrielli
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