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Germán Marín y su catedral de escombros

martes 31 de diciembre de 2019
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Germán Marín
Germán Marín, el último de los mohicanos de una época que se despide con auténticos fuegos artificiales en el ardiente Chile.
Ni siquiera lo que silbo está ya de moda.
Germán Marín

El domingo por la tarde, no recuerdo la hora, mi hermano me informó desde Bucarest que Germán Marín había muerto. La noticia podía ser absurda proveniente de la patria de Ionesco, pero temía que no, porque había leído hace unos días que el escritor tuvo una caída en su casa y por esas fechas dio su última entrevista, una especie de despedida con una gracia discreta y elegante.

Marín era en ese entonces un intelectual polémico, cuestionador, maoísta.

Lo conocí por los 70 en el círculo de Enrique Lihn, Waldo Rojas, Raúl Ruiz, Carlos Ossa y otros personajes de la literatura y el cine chileno de esos años efervescentes, donde algunos aún usaban gomina Brancato. Me transformé en un habitué de su bien surtida y acogedora mítica librería Letras, atendida por él mismo. Recuerdo que llegaba silbando, entonando desabridamente una de Sinatra, Strangers in the Night, de moda por esos años espléndidos, vitales, juveniles y de transformación social.

Germán, que difícilmente podía ocultar su volumetría física, reía como un niño entre los escaparates de su exclusiva librería visitada por la intelectualidad de ese entonces, la que no le adversaba políticamente o por cualquier otra razón propia de los seres humanos. Era una época confrontacional, no olvidemos, y los libros, muy bien escogidos, que vendía Letras, no eran baratos. Todo se concentraba en la pieza de un apartamento, una tertulia fluida, amical, un tiempo que transcurría en paralelo en la página de esos autores clásicos y de la coyuntura, mientras se desarrollaba la conversación del día a día, como si la vida no fuera a terminar.

Pasaba por las tardes o las mañanas vagabundas, olfateando los lomos, revisando algunas páginas, comprando algunos que aún conservo. Allí se comentaba la política, la chismografía literaria, las últimas. El centro de Santiago era relativamente, modestamente elegante, bullía, el café Haití, un clásico con mi amigo Carlos Larenas y todos los empleados de banco de Ahumada y sus alrededores. Braulio Arenas, impecable con un expreso y el periódico, una mirada surrealista de la ciudad. El día no pasaba desapercibido.

Marín era en ese entonces un intelectual polémico, cuestionador, maoísta, no se le conocía obra, algunos escépticos no le daban la oportunidad a este ex alumno borgeano —en la vida real lo fue en Buenos Aires— que vendría a editar su primera novela (Fuegos artificiales) a los 39 años y que sería guillotinada en los predios de la emblemática editorial Quimantú por el régimen de Pinochet. Allí fue editor de ese proyecto mágico, pantagruélico, de las letras chilenas.

Era un notable editor, prolijo, obsesivo hasta el final de sus días, y por esos tiempos dirigía con Lihn la revista de la Editorial Universitaria Cormorán, donde me pidieron mi primera nota crítica sobre un libro (Oh, Ada cibernética) del poeta peruano Carlos Germán Belli, cuya obra siempre me ha acompañado. Fue secretario y critico de Neruda, de un gran humor irónico, rioplatense a veces. Es difícil pasar por Chile y no enterarse de la presencia nerudiana, como la borgeana de Argentina, la vallejiana de Perú, la garciamarquiana de Colombia, o la paciana de México. Iconos más allá de todas y cada una de las controversias. Marín, curiosamente, en México, fue una suerte de asistente de Gabriel García Márquez. Estaba en el centro de la hoguera de las palabras, sin quemarse, al parecer.

Marín, más buscado por los militares que un álbum de Los Beatles, partió al exilio en México y posteriormente Barcelona. Tuve noticias de unos contactos que hizo con mis familiares mexicanos para un posible viaje, que no cuajó. No lo volví a ver nunca más. Sabía de desplazamientos hacia París, algunas anécdotas divertidas que me comentarían décadas después amigos durante un reciente viaje a Chile, donde no pude dar con el paradero de Germán, en un país fragmentado no sólo por la geografía, sino la historia. A través de una amiga y ésta de un conocido, le hice llegar un par de libros míos, que no sé si llegaron a destino. Mi realidad literaria, y la otra también, siempre han estado próximas a Kafka y su mundo kafkiano.

Retornó a Chile en 1992; mi última visita había sido el 87, coincidentemente con un encuentro con Raúl Ruiz, el cineasta, en Ahumada, y también amigo de Marín. No fue posible tener una última conversación y me preparaba para ello este 2020. Es inútil programar el destino.

La obra de Germán Marín tendrá que ser estudiada por la actual y nuevas generaciones como un hito incómodo en la historia de Chile, pero ya los chilenos se acostumbrarán.

Así repaso los días, de memoria, sin un orden; he leído poco de Germán, sus libros aquí no llegan, con suerte Veinte poemas de amor y una canción desesperada, algo de Paz, toda la Isabel Allende, los emblemáticos tardíos ya clásicos de Bolaño, Octavio Paz, Vallejo ni hablar, Cortázar de vez en cuando, García Márquez, vecino, a rabiar. Prosa densa, morosa, escritura sobre los escombros de la rabiosa, fracturada, no pocas veces horrorosa historia de Chile. Marín, antiguo, díscolo cadete, no da cuartel. Un escritor verdadero nunca escribe su última palabra.

Mientras el boom chileno repartía caramelos democráticos, Marín, todo indica, al parecer, rumiaba los restos, el cadáver mismo de la historia de Chile y sus aventuras traumáticas, con la elegancia de un cisne que navegaba por arenas movedizas a sabiendas y con el compromiso de tejer su alfabeto con nuevas palabras, un mismo laberinto.

Borges se devoró las bibliotecas, la Enciclopedia Británica, las leyendas escandinavas, los clásicos griegos, ingleses, anglosajones, sus antepasados, y escribió su formidable aventura borgeana por la historia del idioma castellano. Marín buceó cuando sólo quedaba lodo bajo los escombros.

La vida quiso que Marín fuera uno de los tantos cadetes de Pinochet y él nos pudiera contar la historia al otro lado del espejo del terror. Al parecer, ahora sabemos una parte de la historia, nunca dejó de escribir nuestro prolijo editor, novelas, crónicas, historias y más novelas. Siempre a la orilla de la historia oficial.

La obra de Germán Marín, el último de los mohicanos de una época que se despide con auténticos fuegos artificiales en el ardiente Chile, eterno candidato al esquivo Premio Nacional de Literatura, considerada su literatura de culto, tendrá que ser estudiada por la actual y nuevas generaciones como un hito incómodo en la historia de Chile, pero ya los chilenos se acostumbrarán.

Dijo palabras duras, sin contemplación; no pensó en el presente ni en la historia, sólo lanzó implacable su guante a la historia: “Uso a Chile como un enorme basurero en el que puedo rastrear para escribir. Soy un novelista que vive de escarbar la basura”.

Podría concluir esta nota al paso con esta frase insoportablemente chilena de que no debemos confundir con una falsa bandera, sino admitir su perturbador espejo de una parte que no debemos olvidar de nuestra realidad. ¿Hay escritores malditos o la historia lo es y algunos deciden cobrarle la palabra a los hechos y a la ficción?

 

Y en los escombros también de la memoria, aquellas imágenes que el pasado se niega a borrar, una foto de Lihn y Marín de pie en Barcelona.

PD

Querido Germán, Cachalote, como te decían amigos y adversarios, en los viejos tiempos en que la solidaridad, la amistad, la polémica, estaban de moda, donde quiera te encuentres, mis tardíos y afectuosos saludos. Recuerdo aquella noche en tu casa, durante una cena con Juanita, la señora Robles, yo, un joven santiaguino provinciano de la palabra, sentado a la mesa en Vitacura, escuchando: Lihn es un humanista. La frase daba luces de un aparente contradictorio personaje de la poesía chilena, tu entrañable amigo. Sólo recuerdo la atmósfera, la mesa, los comensales, mi propio olvido, la noche, lo que fuimos.

Décadas después editarías El circo en llamas, una visión crítica y recopilación de las opiniones literarias, la visión del autor de La pieza oscura, una obra luminosa.

Y en los escombros también de la memoria, aquellas imágenes que el pasado se niega a borrar, una foto de Lihn y Marín de pie en Barcelona, en la vieja costumbre lihneana de sentarse en una silla como esperando que el tiempo pase sin premura. Son fotos de época, donde el presente acude sorprendentemente en ayuda del pasado, como ahora.

Quería comentarte sobre esa vieja anécdota catalana, cuando le salvaste la vida a Lihn y te hiciste pasar por él, con tu propia identidad para que le atendiera el hospital en Barcelona. Esa es de lujo y fue para la historia.

Rolando Gabrielli
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