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Se busca un patrocinador

viernes 23 de julio de 2021
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Se busca un patrocinador, por Rolando Gabrielli
Gabrielli, yo que no pude ser el Quijote, le recomiendo, para salir de este laberinto borgeano, toque una última puerta para dar su Conferencia.

En esta subasta en que se ha transformado la cultura, verdadero mercado persa o de las pulgas, no tenemos más remedio que competir con el show, el Moulin Rouge de las palabras por piernas en armónica presentación. La poesía es como el cancán: no lo muestra todo. Más bien pantorrillas y muslos en ventolera, pero lo demás, como lo oye, para la fértil imaginación de quien exige una poética sugerente, resuelta en el paisaje íntimo de las palabras.

Las bataclanas muestran hoy más que ayer, y quizás mañana se hagan transparentes o invisibles. La poesía es una provinciana en estos menesteres de los desnudos; se sonroja con facilidad, porque su arte consiste en mostrar media pierna y no pasar de guiñar el ojo en el primer acto, que siempre será a solas entre la página y el lector. Todo lo que viene es pura complicidad. La palabra es más recatada, porque la belleza es más cuerpo que alma, cuando nos habla en vivo y en directo.

La cultura y la poesía se han transformado en verdaderas empleadas públicas, con salario mínimo, damas sin maquillaje a la hora del show, a la espera de un acto intrascendente, sólo para que el dueño del circo y de la imagen reciban el Premio Municipal Minuto de Oro a la protección cultural a punto de extinguirse.

¿Qué es más sabroso, leer Don Quijote de la Mancha o comerse una hamburguesa? ¿Ir a los bolos o una tarde con Hamlet, Alicia en el País de las Maravillas o El principito? ¿La divina comedia, Veinte poemas de amor y una canción desesperada o una tarde de cerveza, humo y ruido? Para qué tantas preguntas, cuando sobran las imágenes.

 

No nos podremos bañar dos veces en la misma Conferencia, nos diría Heráclito.

Los ciegos somos nosotros

Lectura rima con cultura y no siempre dura, pero de ninguna manera exige ni impone ataduras. El libro, si es verdadero, forma parte de los sueños y revive el pasado, lo hace presente y transforma el futuro. Suele envejecer con nosotros, a un lado de la cama, respirando sobre el tejido de sus propias aventuras.

A veces pienso que la palabra es un espejismo en los ojos de un ciego. ¿Eso fue lo que nos dijo Borges, a propósito de la lectura infinita, insaciable? No es una mala interrogante como para empezar a descubrir una obra, pero el motivo de esta nota es avanzar en el laberinto —no importa cuántas puertas tocar o cuántas no se han de abrir— y encontrar un Patrocinador. Se busca un Lazarillo para Jorge Luis Borges o Jorge Luis Borges será su Lazarillo esta noche. Quizás algo más modesto: los ciegos somos nosotros. Es un título un poco más interesante, se ve a simple vista.

Pero estamos en las mismas de antes: se busca un Patrocinador, al menos por una hora. No es la eternidad, desde luego, tema que ocupaba a Borges, pero es tiempo humano y mundano, como un zigzagueo en las manecillas de un reloj. No nos podremos bañar dos veces en la misma Conferencia, nos diría Heráclito. Aparentemente oscuro el acertijo del hombre de Éfeso, pero a la vez, exacto.

Es una empresa sin coste económico, no hay pecunio, quizás un ligero coctel, me refiero a la Conferencia, y no al baño de Heráclito. Simbólico y sin coste alguno también, el río filosófico, no el turbio y contaminado. Para qué un Patrocinador, me inquiriría el propio Georgie —así le decían desde niño a Borges—, cuando yo dije: “No quiero ser el nombre de un andén. Sólo pido las dos fechas y el olvido”. Además me fugué de Buenos Aires a Ginebra, poco antes de morir, para que no empapelaran los muros de la ciudad porteña con mi rostro.

“Yo no existo, soy una superstición de ustedes”, afirmaría en una ocasión, con la informalidad de la certeza y el dejo de la ironía, mezcla de nostalgia y estupor.

 

A quién le va interesar un viejo poeta que envejeció en tantos espejos, que buscó en vano la mirada del mármol de las estatuas.

Oh destino el de Borges

Le recomiendo, Gabrielli, mejor no meneallo, déjelo ahí, eso de tocar puertas es de ciegos, perdón de sordos, no abrirlas. A los 78 años de edad dije que me he convertido en un artista de varieté —por eso me hace gracia lo del Moulin Rouge— o en una botella de Coca-Cola, porque la gente compra mis libros, pero no los lee. ¿Para qué los compra, para regalarlos? Supe, sigue Borges, que el ex presidente Menen dijo que era un gran novelista. Él es más fantástico que mis cuentos, porque nunca escribí una novela.

No se haga ilusiones, che Gabrielli —usted me está sonando a italiano—, con lo bien que me han tratado allí. A quién le va interesar un viejo poeta que envejeció en tantos espejos, que buscó en vano la mirada del mármol de las estatuas. Oh destino el de Borges.

Si usted me pregunta qué premio recuerdo con mayor agrado, le diría: uno que obtuve con el segundo lugar con un cuento en la revista Playboy, que me obsequió además una conejita. No sería Borges si no le hablara así, pero fíjese que Italia me hizo Commendatore, Caballero Gran Cruz, Gran Oficial, en Palermo, Sicilia, me obsequiaron una rosa de oro que pesa medio kilo (yo que siempre he querido que una rosa se salve del olvido) y el editor, también italiano, Franco Maria Ricci, me entregó 84 libras esterlinas de oro, fechadas desde mi nacimiento en 1899, y una por cada año restante. Lo más importante es que Italia es uno de los países que mejor conocen mi obra. Sabe, Gabrielli, yo que no pude ser el Quijote, le recomiendo, para salir de este laberinto borgeano, toque una última puerta para dar su Conferencia, ahí le entregarán un rosa en señal de que existí.

Rolando Gabrielli
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