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La bolsa y la vida de Kafka

martes 4 de abril de 2023
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Franz Kafka • Diarios • Puente Carlos de Praga
Kafka naufragaba con su estilo tan personal en sus propias aguas, ya no eran las aguas calmas de su juventud en el Moldava, como si el tiempo no existiera cuando se recostaba bajo el puente Carlos de Praga. Diarios de Franz Kafka. Disponible en Amazon

Llevo años durmiendo con los diarios de Kafka al lado de mi cama. (Max Brod debió ser el primero en hojearlos, leerlos). No sé si he buscado inspiración o se trata de un desafío a contracorriente, de una vida que viajaba con una brújula desconocida aun para él y, en ese oficio errante de sí mismo, se consumía, pero escribía grandes obras y algunas, aparentemente, inconclusas. No parecía apurarle el presente y menos el porvenir. Estaba iluminado en su brillante oscuridad y reunía todos sus temores en sus sueños que probablemente sabía que no tendrían fin. Sus palabras se reunían para contradecirlo, no confabulaban, sino que se subían a un tren interminable que él había construido para viajar y volver al mismo lugar que realmente no había abandonado: a sí mismo. Franz, aparentemente, se mantenía con un truco simple: hacernos creer que no sabíamos lo que él realmente quería.

 

Feliz remando por el Moldava

Yo no diría, escribo en primera persona, que a Franz no le interesaba la realidad, él la encarnaba, la vivía, escribía y reescribía y soñaba en sus continuos insomnios y tal vez se soñaba a sí mismo como si fuera otro. De esta manera no se comprometía con nada que alterara su realidad alterna o lo que le aproximara a alguna versión que no hubiese imaginado. ¿Cuál era el plan? No salirse de sí mismo.

A veces creo o veo que en sus Diarios nos habla como si viviera en un nido de pájaros que no encuentran su lugar real. Viajan en bandadas sin fin, pero también permanecen inmóviles como si sus alas coordinaran en dirección hacia ningún viento. El desencuentro, a veces, resulta ser el arte de la timidez, una suerte de refugio del yo, la humildad del ser que se protege a sí mismo y no quiere aventurar. Es como dar un paso al abismo sin autorización de las consecuencias que podría traer caer al infinito al revés. (Llevo algunas horas buscando en mi biblioteca kafkiana los diarios de Franz; por alguna razón los retiré de mi cama, no porque los creyera una mala compañía, sino porque di paso a otros autores. Como el desorden ha sobrevivido a otros desplazamientos sin ningún orden, desaparecieron como por arte de magia. Pero siempre supuse que debían estar en la pieza, en algún lugar, pero ese sitio no pareciera tener un lugar fijo, es como el deambular de Kafka por un mismo lugar sin encontrarlo. Pues bien, a altas horas de la madrugada atiné a un rincón donde guardo algunos libros especiales, cartas, papeles, fotos, una cierta intimidad limitada a pequeños objetos fetiches. Pues, les cuento, ahí estaban camuflados como esperándome de sorpresa. Les daré un vistazo.)

Kafka apareció junto a una tarjeta de Navidad de 2002 con la siguiente leyenda en inglés: “¿Sigues buscando el regalo perfecto?”. Hay regalos que vienen del más allá y aparecen más acá, y este tiene ambas coincidencias. Se trata de un secreto que guardaremos con Franz y alguien más que disfrutaba de la literatura, la poesía y la vida. A veces el desorden tiene un orden perfecto. Todo depende de cómo busquemos y dónde. También las ayudas externas y misteriosas conducen al sitio indicado. Franz parecía estar siempre en el lugar im(preciso) en que quería estar y no estar, era una especie de ambigüedad al cuadrado. Es difícil eludir ese obstáculo presentado de esa manera. Saltar los cuatro costados. Todo se resolvía quedándose en el centro de la nada. ¿Absurdo?, pero real.

Kafka era divertido, cuenta Max Brod, su amigo y salvador de su obra destinada al fuego según sus deseos; le gustaba la vida al aire libre, remar por el río Moldava, pero su decisión final, tras su angustiosa tuberculosis, inconclusas relaciones sentimentales, se reafirmó en una suerte de anonimato que ya había escogido para sí en los personajes de sus famosas novelas. Nos dejaría, sin proponérselo quizás, su poderosa sombra kafkiana hasta nuestros días, haciendo los mismos recorridos solitarios por Praga, disfrutando de la capital checa, de la soledad y de su tiempo más distendido tal vez. Marcó a sus fieles lectores con una indeleble K.

 

Kafka en sus cartas amorosas se reescribía, una y otra vez, con la originalidad de un ruiseñor que no puede parar de cantar.

¿Kafka si no fuera Kafka?

Kafka no pareciera repetirse en su propio laberinto, camina con la pasión de quien va corriendo en una maratón interminable, donde no hay más competidores que él y aun así se propondría derrotarse a sí mismo. Kafka en sus cartas amorosas se reescribía, una y otra vez, con la originalidad de un ruiseñor que no puede parar de cantar: “Si los personajes de mi novela se dan cuenta de tus celos, huirán de mí. Mi novela soy yo, yo soy mis cuentos… El escribir es lo que me mantiene vivo, lo que me hace aferrarme a la barca en la que tú estás de pie”, le dice a Felice; lo que al principio pareciera un juego verbal, inclusive con una gran dosis de humor, va adquiriendo un dramatismo singular y quienes lo hayan vivido, tienen que concluir que así fue.

Qué sería de Kafka si no fuera Kafka, es casi su propio búmeran sin retorno. Para escribir no sólo necesita apartarse como un ermitaño, porque eso no le basta, no sería suficiente, necesitaría estar como un muerto. Por lo visto siempre fue más allá de sí mismo, cualquier límite sería insuficiente, la idea era cuadrar una y otra vez el círculo que se superponía a otro interminable número de círculos. Su escritorio era su tumba y nadie podía sacarlo de allí, igual que a un muerto. Ahora que estoy un poco alejado del bullicio sordo de los días, pienso que Kafka se inmoló en la palabra. Quiso que su obra ardiera en el fuego, pero previamente él lo hizo. Esas noches de insomnio debieron tener esa intensidad de sentir el fuego pero sin quemarse, un modo especial de felicidad y para ello hay que tener un coraje a la altura del sacrificio que es gozo a la vez, según él lo señala en sus cartas a Felice.

Las jaquecas y el insomnio le hacían vivir como una “rata encerrada”, son sus palabras. Kafka iba rumbo a su inevitable tuberculosis, su destino estaba marcado y ya iba entrando en su laberinto sin retorno, construido por el azar, tal vez. Los Diarios de K, sus cartas, son la luz oscura, diáfana de su vida, sentimientos, voluntad, reunida en una sola palabra: amor a la literatura, a la vida, a su mundo, irrenunciable vocación a reescribirse como un papiro egipcio y permanecer en silencio por miles de años si fuera necesario. Kafka no era una obstinada, leal, fiel, metáfora de sí mismo, y no está dispuesto a sostener el viento de la ilusión con sus palabras, aun si ese gesto le fuera concedido. Pocos autores se han visto en su propio espejo con tanta profundidad y honestidad; escribía como si fuera un acto confesional. Pasaba sus palabras, vida, por rayos X. En medio de la tempestad, “me he vuelto más nervioso, más débil”, se alentaba para superar el momento más difícil: “¡Desde hoy no dejar el diario! ¡Escribir con regularidad! ¡No rendirse!”. Leer a Kafka es una lección de vida.

 

Kafka, inevitablemente era Kafka

En medio de tantas vicisitudes, dentro de su mundo kafkiano, construía una nueva literatura, forma de ver el mundo, su fantástica, inverosímil, real existencia, copiada a carbón, impresos en cada una de sus letras los momentos más inimaginables, detalles, observaciones introspectivas; Kafka naufragaba con su estilo tan personal en sus propias aguas, ya no eran las aguas calmas de su juventud en el Moldava, como si el tiempo no existiera cuando se recostaba bajo el puente Carlos de Praga. Qué hermosa y misteriosa ciudad en sus callejuelas adoquinadas sintió los pasos presurosos, alegres, kafkianos de este checo que nos dejó en su lengua alemana un mundo por seguir descubriéndolo. Se reconocía en sus miedos: advertía, en una carta a Milena desde el pueblo italiano de Merano, que “la tierra (estaba) colmada de trampas” y “por eso tienes siempre ambos pies en el aire al mismo tiempo”. “Eres judío”, profetizaba, y “sabes lo que significa el miedo”.

Kafka era Kafka por donde lo mirásemos. En su atormentado presente, nos advertía del futuro. Así fue como soñó con el destino que correría su amada Milena.

En estas cartas se desnuda una y otra vez, se asoma a sus abismos, empuja la tabla de salvación lejos de sí mismo. El silencio, decía, era la única manera de vivir, tanto para él como para Milena. Su tanque de oxígeno parecía estar agotándose a los 38 años. Eran sus señales más claras. Seguía afirmando que tenía miedo de todo. Pero en todo esto siento que había en él una valentía enorme al confesarlo. ¡A quién se lo ocurrió, exclamaba con tanta actualidad a mi manera de ver las cosas en este siglo, que la gente puede mantener relaciones por correspondencia! Kafka era Kafka por donde lo mirásemos. En su atormentado presente, nos advertía del futuro. Así fue como soñó con el destino que correría su amada Milena, veinte años después de su muerte en un sanatorio en las afueras de Viena. Dice que no se explica por qué motivos fue, ella, presa de las llamas. La desdichada Milena Jesenská moría asfixiada por las cámaras de gas en el campo de concentración de Ravensbrück. Fue el único campo de concentración nazi para mujeres. 10 por ciento de ellas eran judías y ahí estaba Milena. Fue un campo de exterminio y experimentación para probar medicamentos.

Kafka es la nocturnidad, la sombra sobre la sombra de la palabra que él buscaba, la frase, la continuación de algún relato, la contemplación de esa oscuridad que recorre sus entrañas, y él permanece fiel al insomnio que todo lo rodea con el manto helado del alba. El tiempo, siempre implacable, y que tiene la gracia de lo absurdo, no le perdonó la vida. Un crítico de provincia, de apuro, lo calificaría de perdedor. Ese viejo, pobre truco de los contrarios, que en verdad lo pulveriza cualquiera de sus escritos, cartas, movimientos en la soledad del más pobre espejo. Volver a Kafka es un reencuentro con la pasión por escribir, es un ejercicio iniciático, no sólo para un joven, sino para aquellos que llevamos décadas en el oficio, porque volvemos a entrar en la llama sagrada de la palabra. Es un recorrido fácil; Kafka no nos prepara para ser escritores, en medio de sus dificultades, sí nos alienta casi desde lo imposible. Su padre lo quería abogado, doctor en leyes, profesión que desempeñó desde el horror de su significado burocrático y aun así continuó su propio y accidentado camino frente a la página en blanco en las noches oscuras de su insomnio recurrente. Kafka es un personaje total, así se ve a sí mismo, por dentro y por fuera, se asigna un todo, es un viaje completo alrededor de sí, inmóvil, se retrata, confiesa, se conoce, no simula, es un libro abierto pero interminable, y van surgiendo las páginas nuevas cada día, como un árbol llenándose de hojas inmortales, perennes, a sabiendas de que vendrá el otoño y las irá perdiendo al viento que las esparce a capricho. En sus maravillosas cartas encontramos a un ser absolutamente confesional, no rehúye ni de las comas para presentarse tal cual él considera que es y qué piensa segundo a segundo. Se va biografiando como un río en curso, inagotable. “Ahora no tengo a nadie más que al miedo… por qué no estás ya aquí”, le dice a frau Milena, y piensa que podrían estar rodando, aferrado el uno al otro, a través de la noche. La literatura es vida en toda la extensión de la palabra.

Qué puedo decir, Kafka nunca dejó de ser Kafka. Tal vez no lo necesitó.

Rolando Gabrielli
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