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La estación del poema

domingo 4 de junio de 2023
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La estación del poema, por Rolando Gabrielli
El poeta joven es atemporal, lee, lee, escribe, escribe, es un viajero incansable que comienza a ensanchar su memoria.

La poesía escala, sube sus propios peldaños, desde el uso del primer verbo. En sus tiempos iniciáticos, en el amanecer balbuceante del poema, el frescor juvenil, la inocencia, la sinceridad y esos pasos vacilantes que da, son un homenaje a la primera verdad del poema: ser.

El poeta va tartamudeando desde la niñez en un silabario propio que se va llenando de letras, vivencias, naturaleza, encuentros, y todo lo que observa va cayendo en ese futuro cajón de su poética. No sabe, intuye, tantea, imita, se interroga una y otra vez, se corrige, queda en ascuas suspendido frente a la página en blanco, pero persiste, porque ese es su duelo, desafío, compromiso.

El principiante conoce su impulso, no sabe de las musas y puede que le estén rondando la cabeza, guiando a persistir, intentar, no alterar su camino bajo ningún pretexto hasta convertir las palabras en poesía.

 

La vida y las palabras

Esos primeros pasos son tan transparentes como lo es la juventud con esa simplicidad e ingenuidad en ocasiones, que pueden llegar a presentar un texto como una gota de agua. El libro de un autor, que no sea el genio de Rimbaud, contiene la belleza de un mundo que comienza a asomar y que promete, sin tener toda la certeza, que está en construcción de algo más. Es ver cómo nacen los cimientos vacilantes que buscan aferrarse a la tierra para sostener una obra que sólo el tiempo dirá si fue fecunda o una más a la vera del sinuoso camino de la poesía.

La sagacidad y el hallazgo formarán el temple del joven.

Si bien el poema iniciático surge de la claridad de las primeras emociones, experiencias, encuentros con la vida, otros autores, la geografía y la aventura de la palabra, como de aquellas conversaciones, diálogos con sus pares, también del ocio y las lecturas, los ejercicios fascinantes y frustrantes frente a la página en blanco, formarán parte de ese universo primario que el poeta comienza a auscultar desde su propia clarividencia y sombras.

La sagacidad y el hallazgo, la duda, siempre la duda para encontrar algo de lo nuevo y personal —cuando todo pareciera estar escrito en poesía— formarán el temple del joven, que ha tomado la decisión de ser poeta, enfrentarse con la vida y las palabras. Pareciera un lugar común, pero es real.

 

Locos y poetas

He escuchado y leído opiniones, que todos tenemos un poco de locos y poetas, que la poesía es una enfermedad infantil, como la escarlatina, peste cristal y las espinillas de nuestra adolescencia. Todo joven es un poeta en ciernes, y es posible, nadie es dueño de la alquimia de la palabra. Todo oficio requiere de un aprendizaje y la obra surge a la luz de ese trabajo sistemático, permanente, constante. Algunos apelan, lo he comentado en una u otra ocasión, que si bien en estos tiempos, sobre todo, la poesía es un plato que se sirve en la mesa del pellejo, que es para los sirvientes, también se reconoce su valor, cuando se dice esto no tiene poesía, pon algo de poesía. Es un recurso mayor en cualquier texto en prosa. Tiene ese valor agregado que otorgan las palabras cuando no son directas, por decirlo de alguna manera y representan algo más, incluido el misterio.

La pasión de la época prima, cuando la pasión llena páginas, devora libros, compara, se identifica con otros poetas, subraya versos, plagia, plagia, plagia, sin saber que lo está haciendo, sólo por instinto, por amor también a lo que le identifica, a esa palabra que le conmueve, ese verso único, que quiso escribir o recuerda Borges de Verlaine.

El poeta joven es atemporal, lee, lee, escribe, escribe, es un viajero incansable que comienza a ensanchar su memoria, vivencias, espíritu crítico, a monologar, dialogar consigo mismo, a buscar, cuestionarse, a repetir la misma ola frente a la página en blanco hasta que llegue a la orilla y se convierta en apacible espuma. Es un poeta, en sus inicios, insomne frente a las palabras propias y ajenas, a veces, en un coctel, que se confunden y agitan buscando un sabor propio. Es una época envidiable, un estado hipnótico, de revelación.

 

Cada etapa es un nuevo camino y requiere una vestimenta distinta, el ropaje de la poesía nunca es el mismo.

Sólo un cambio de estación

Es una época que envuelven la pasión y la búsqueda, el asombro y la frustración, repito. Pero el tiempo tiene esa regla ineludible de pasar y uno va convirtiéndose en otro, creciendo, y también, es lo que debiera suceder, madurando la poesía. Es como un cambio de estación, del verano a la primavera y luego al otoño. Finalmente, el invierno. Cada etapa es un nuevo camino y requiere una vestimenta distinta, el ropaje de la poesía nunca es el mismo.

La poesía puede llegar a tener palabras únicas, una respuesta para cada época, circunstancia, y no dejar de ser lo que es, expresión de nuestros sentidos, de lo público y privado, de la vida misma, cotidiana, y también de todo lo inefable que le rodea. Con los años de oficio, las lecturas, el repicar de la gota que horada la roca, pues, todo resulta ser asunto que le compete al poeta y a la poesía, un mundo que le contamina sin más explicación que la realidad, su memoria, un puñado de sueños, una experiencia vital, todo atado tal vez al nudo invisible de soledad, el silencio y la felicidad que nos ofrece un oficio solitario.

Cualquier oficio, disciplina, arte, requiere de trabajo, perseverancia, pero el trabajo artístico necesita de una verdadera pasión. Sin ello, se verá garantizado sólo el arte de la mediocridad.

La estación del poema

La estación del poema
es tu nombre
que comienzo a deletrear
en mi lenguaje balbuceante
y son muchas voces que se confunden
con tu voz que me sigue llamando
y aunque estés de viaje
sé que es tu voz
la ventura de una palabra
siempre nueva.

Rolando Gabrielli
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