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El gen recursivo de la guerra
(ha llegado carta…)

jueves 13 de julio de 2023
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El gen recursivo de la guerra (ha llegado carta...), por Rolando Gabrielli
En medio de este largo viaje espacial, aquí en la Tierra continúan las guerras, como hace miles de años, y nada pareciera estar encaminado a cambiar.
El verdadero problema del mundo es impedir que salte por los aires.
Chomsky

Nunca he entendido ni entenderé las guerras. Seguramente los expertos deben tener alguna explicación. Apelarán a lo inevitable, a causas legítimas, a la última alternativa de solución de un conflicto. Los defensores no creo que necesiten una inspiración para sus justificaciones. Después de todo, como dijera Bertrand Russell, “la historia del mundo es la suma de aquello que hubiera sido evitable”. Ahora, reconozco que jugaba en mi infancia con soldaditos de plomo, los mismos que un día repartieron plomo a lo ancho y largo de la angosta faja de tierra, que se debate entre el desierto, los glaciares, el mar y la cordillera, en viaje hacia el fin del mundo.

 

Ha llegado carta

(Esta inquietud personal no constituye ninguna novedad en la historia humana. Einstein le enviaba una carta a Freud, preguntándole si existe algún medio de librar al hombre de las amenazas de la guerra. El padre del psicoanálisis respondía que los conflictos de intereses entre los hombres se resuelven, en principio, por la violencia.

La vida es lo más importante que tenemos al nacer, vivir y morir finalmente. Cumplimos con nuestra propia aventura y dejamos las huellas de una historia, nos convertimos en memoria, leyenda quizás para nuestra familia, amigos y con quienes hayamos compartido el amor en cualquiera de sus múltiples formas y circunstancias. Sigo sin comprender esa sed inagotable de conquista, subyugar a pueblos, apoderarse del mundo y sus riquezas naturales, someter, esclavizar, humillar al Otro, a otros, nuestros semejantes. Colonizar en buenas cuentas, qué fea palabra, tan persistente en la humanidad, y cuántas vidas ha costado. Recuerdo los cursos de historia en el liceo, sobre las hazañas de los conquistadores en cada época, cómo arrasaban sin compasión pueblos enteros, y cargaban sus naves de esclavos. Esos sucesos se han repetido a lo largo de siglos y aun después que apareció la expresión derechos humanos. Alguien me preguntaba no hace mucho para qué sirve la historia, y siempre diré lo mismo: para no repetirla.

El resultado más exitoso de una confrontación es cuando una de las partes extermina a la otra.

De la fuerza física el hombre pasó a las armas, hace historia Freud. El resultado más exitoso de una confrontación, agrega, es cuando una de las partes extermina a la otra. El psicoanalista continúa: “Basta echar un vistazo a la historia de la humanidad para asistir a un desfile incesante de conflictos entre una comunidad y uno o varios grupos humanos, entre unidades vastas o reducidas, entre ciudades, países, tribus, aldeas o imperios; esos conflictos, por lo general, se resuelven mediante el enfrentamiento de fuerzas en una guerra. Esas guerras concluyen con el saqueo o con la sumisión completa y la conquista de una de las partes”. Vemos, pues, Freud le comenta a Einstein, que el derecho es la fuerza de una comunidad. Pero sigue siendo violencia, una violencia siempre dispuesta a volverse contra todo individuo que se resista a ella, y que trabaja con los mismos medios y persigue los mismos objetivos; la única diferencia reside en el hecho de que ya no es la violencia individual la que triunfa, sino la de la comunidad. Pero para que ese paso de la violencia al nuevo derecho se cumpla es necesario llenar un requisito psicológico. La unión del grupo debe ser estable y duradera. Si se creara con el solo designio de combatir a uno más poderoso, para disolverse una vez vencido éste, el resultado sería nulo. El primero en considerarse más fuerte que los demás trataría nuevamente de imponer su hegemonía por la violencia, y el juego se repetiría indefinidamente.

 

Amor y odio, nuestra materia prima

Amor y odio es la contradictoria materia prima del ser humano, ambos componentes de la vida misma: eros y destrucción, sostenía Freud. Ambos instintos gozan, al parecer, de una cierta dependencia. ¿Somos el iceberg de nuestro subconsciente? Freud le decía a Einstein, y en eso coincidían: “Sólo es posible evitar con toda seguridad la guerra si los hombres convienen en instituir un poder central y someterse a sus decisiones en todos los conflictos de intereses”).

Después de este largo paréntesis, se preguntará con justa razón el lector, ¿qué nos queda? Y no podemos ignorar que las llamadas fake news, las noticias falsas, forman parte de la realidad y detrás del telón cuentan y crean su propia historia a conveniencia de los poderes que manejan los medios. En este minuto, puedo decir que lo más importante que aprendí en mi vieja Escuela de Periodismo fue a decir y respetar la verdad. Quizás sea la pasión pasada de moda de un viejo periodista o tal vez un reconocimiento a la primavera de las palabras.

La guerra es ese gen estúpido que da vueltas en nuestro subconsciente como un hámster engolosinado con dar una y mil vueltas en la jaula que pareciera entretener a esa pequeña criatura. Un hámster vive poco, es un ser solitario, crepuscular, posee algunas características de los actuales duendes digitales, hoscos, introvertidos, taciturnos, algo temperamentales, alucinados. Sí, la estupidez cotiza en alza, tiene cultores icónicos, fieles, devotos apóstoles, y el poder invisible, que es todo el poder, el que está detrás, de frente, en todas partes, pareciera no existir, pero aprieta, y se nutre de esta abundante materia que se reproduce casi espontáneamente en millones de cerebros a la deriva del consumismo.

La belleza y las sorpresas de la naturaleza son inagotables aún para la más fértil de las imaginaciones y sueños de ser humano alguno. Siempre se nos escapa, no está a nuestro alcance ese eslabón perdido, qué nos impide proteger nuestro hábitat, cuidar mares, ríos, bosques, selvas, manglares, lagos, disfrutar de la belleza única de nuestro planeta. Por alguna razón nos quedamos sin palabras bajo el asombro deslumbrante de los pequeños detalles y de la eternidad que puede existir en un desierto.

 

La paz, un bien común

Nunca quizás como ahora el futuro se ha convertido tan rápidamente en pasado. El tiempo arrasa con todo, es memoria de la memoria. Buscamos desesperadamente un lugar donde vivir o mal vivir. Todos han resultado áridos, fríos, inhabitables, casi gaseosos. ¿Somos nosotros los verdaderos marcianos? Mientras ficcionamos el espacio con instrumentos del más allá, en la Tierra el hombre migra, migra, a veces llega a un puerto, otras muere en el mar, queda atrapado en la selva, se asfixia en un contenedor, queda perplejo sin camino frente a un muro, arriba a veces a la tierra prometida, y otras tantas veces se pierde en una frontera. Su destino pareciera gaseoso, se evapora, se vuelve humo.

El hombre se ha empeñado en avanzar ciegamente hacia el abismo.

En medio de este largo viaje espacial, aquí en la Tierra continúan las guerras, como hace miles de años, y nada pareciera estar encaminado a cambiar. El hombre se ha empeñado en avanzar ciegamente hacia el abismo. Por eso, al encontrarme en mi blog con un lector ruso y dos ucranianos aprovecho la oportunidad para invitarles a que se sienten a dialogar sin extraños acompañantes y busquen una solución que tome en cuenta los intereses de ambas partes, su historia, cultura, y, en un acto civilizatorio, suscriban un acuerdo de paz. Lo que sobran son los mirones, los intrusos, los que, en buen chileno, “avivan la cueca”, y son más protagonistas que los protagonistas. Lobos y cuervos medran en un mismo lugar que no les pertenece.

 

Del epilogar

¿Quién dijo que el fin justifica los medios? Maquiavelo. Han transcurrido más de quinientos años y nuestra especie pareciera reafirmarse una y otra vez en ese latigazo que nos da la historia. Sabemos cómo se inicia un conflicto, más o menos conocemos sus causas —puede que no estemos de acuerdo—, pero ignoramos completamente cuándo y cómo concluirá. En el ínterin, muertos, destrucción, y silenciosamente avanzan los preparativos posibles para una conflagración mayor que la que ya se tiene en curso. Esos nudos ciegos de los conflictos emblemáticos de la historia pueden llevarnos a la gran duda de Einstein de no saber cómo sería una tercera guerra mundial, para algunos en pleno desarrollo. Pero el notable físico sí vislumbraba cuáles serían las armas de una cuarta gran guerra: piedras y palos. Lo que no estaba en su mente es que con una tercera bien organizada bastaría para aniquilar al hombre en la Tierra. Hay más admiradores de los dinosaurios de lo que pensamos, y nos acercan cada día más al abismo.

Hay guerras en que los aparentes espectadores se transforman en grandes protagonistas y ponen leña al fuego. Dos mentes brillantes del siglo XX, Einstein y Freud, intercambiaron cartas, ideas, análisis, sobre la guerra —como hemos dicho— en un siglo caracterizado por dos grandes conflagraciones. Y las guerras e invasiones continuaron, Vietnam, Irak, Siria, Libia, Sudán, etc. Hay un mapa de sangre en la geografía mundial, una maquinaria que no descansa ni duerme fabricando armas de exterminio. Todo esto y más nos remite al título de esta nota. La paz, seguiré diciendo, es un bien común tan preciado como la vida, la salud, la educación, el trabajo, el medio ambiente, la solidaridad, la cooperación y el agua que se nos escurre entre los dedos.

Veo mi propia infancia

Cuando los payasos salen a las calles
a hacer alegres malabares en las esquinas
y nos dejan ver sus narices rojas,
chalupas con pasos bamboleantes,
rostros coloridos, sonrisas
como parte del espectáculo
y vistosas vestimentas de eterno verano,
brillantes para una mañana lluviosa,
veo detrás del parabrisas de mi auto,
mi propia infancia.

Rolando Gabrielli

Rolando Gabrielli
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