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El espejo didáctico, Sparring y los días luminosos de Denver

miércoles 23 de agosto de 2023
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El espejo didáctico, Sparring y los días luminosos de Denver, por Rolando Gabrielli
El último que deja un bar hace suya esa atmósfera que no tiene dueño, pulsa una partida con las palabras que la memoria registra de manera espontánea, sin complicaciones, y prepara su partida, abandono del lugar.

Sparring dibujó sus pasos lentamente por el mismo asfalto donde solían desfallecer en su aleteo las mariposas azules contra los parabrisas de los automóviles frente al mar. Inmigrantes, peregrinas, doncellas, viajeras, venían a concluir su ciclo vital, naturalmente, en la calidez del trópico. El paisaje se convertía en un escenario de paz, era notoria una cierta espiritualidad existencial, bajo la presencia de esa atmósfera húmeda característica en todo tiempo. La muerte, inevitable, volaba en sus alas un último tránsito, un acto verdaderamente sublime y de alguna manera funerario. A veces era conmovedor ver desprenderse el polvo azul de sus alas, vestigio final del brillo y presencia de su humanidad. El aliento del vuelo terminal y el color de sus alas sedosas, la presencia de una realidad ya fechada. Ese era todo el paisaje de la estación, una imagen que se perpetuaba en el silencio de su caída. No he podido olvidarla, es cierto. El luto azul de estas frágiles doncellas de tanta belleza y brevedad existencial. Era el fin de un viaje con la esperanza tal vez de morir en libertad frente al mar. Siempre me pregunté: ¿un acto de fe en el más allá? La naturaleza nos pone a prueba con cada uno de sus secretos, ciclos, devastaciones, inmensidad, diversidad y su belleza que ni siquiera podemos imitar, ni predecir sus consecuencias transformadoras. Estamos en uno de esos períodos extremos y sin embargo marchamos a paso de dinosaurios por los abismos terrenales, nada nos satisface como a esas grandes bestias, la ley de la selva es casi un manual ancestral.

El bar se quedó sin voces ni copas, ya era un espacio imaginario, que bajaba sin pretensión el telón de la noche, preparando el día siguiente. Un lugar vacío sobre la avenida, un rectángulo cualquiera que las voces convierten en algo más que un sitio de reunión. Denver recorría rutinariamente esas calles como si no estuviera en ningún lugar, era un viaje cotidiano a su propia provincia urbana, un autoexilio en una realidad que tenía sus limitaciones y el horizonte marino intentaba desahogar sin ningún sentido y menos resultado. El día tiene su propio comienzo y fin, y este era uno de sus momentos y tal vez habría otra oportunidad para retomar lo que no se dijo o tal vez se iba a decir, algo que el silencio nos deja sin voz. La ciudad aletargada con algunas lucecillas en el horizonte y un cielo estrellado marcaban la noche sobre las sombras de muchas calles poco iluminadas. Divagó, divagó como el último parroquiano, con su propio día, lo sucedido, un trabajo de la memoria, ni tantos detalles, sino un poco de frotarse las manos y medir las circunstancias, un pasado que no te convierte en historiador. Imaginó el curso de Sparring, algo esbozado sobre la mesa, y se detuvo en un pequeño bulto olvidado en una silla lateral. Procedió a retirarlo, lo identificó con su interlocutor, casi consigo mismo. Sparring había partido ligero hacia la parte antigua de la ciudad, quizás se subió a un taxi, no había rastro alguno. El mar y la noche eran lo más próximo a los ojos de Denver. El último que deja un bar hace suya esa atmósfera que no tiene dueño, pulsa una partida con las palabras que la memoria registra de manera espontánea, sin complicaciones, y prepara su partida, abandono del lugar.

Un hombre transparente siempre es un enigma.

Sí, quedaron las palabras, algo más, diría yo, sobre la mesa, historias cruzadas, algunas imaginadas con proyección de futuro, y esos resquicios que superan los hechos no por su intensidad, sino por la potencia oculta, a veces traicionera de la nostalgia, la orilla que se nos cuela en el alma. Sparring no estaba interesado en borrar huellas ni adelantar pruebas, sólo ejercía la informalidad con cierta espontaneidad algo cuidadosa, seguramente aprendida en medios hostiles, en circunstancias con riesgo incluido. Venía probablemente a testimoniar sus días, no sabía qué podría suceder, tal vez más seguro de lo que había dejado atrás, la memoria siempre corre con activos propios y con algunos pasos de ventaja sobre el futuro. De alguna manera, lo ha visto todo y no hay nada más seguro que el pasado. Un hombre transparente siempre es un enigma. Es un soldado al frente haciendo trinchera. Así se desenvolvía Sparring, algo vulnerado por su propia historia. Había dejado todo y sabía que volvería a encontrar al regreso. Un hombre no es un cometa que sólo deja una estela. El cometa, como el Halley, tiene garantizada su aparición y retorno. El hombre que en su rostro refleja que ha roto parte de su cerco, no sabe a qué costo pudo haber sido y si su destino es el limbo permanente. Hay pueblos que han quedado así a lo largo de la historia, extinguidos en la práctica, sometidos al olvido, humillados han pasado a la historia. Los ojos pueden decirnos más que las huellas digitales. El tacto permite sentir, ser parte del otro por algún momento, retener su corporalidad, la piel, transmitir el calor y la intensidad, la pasión de nuestra huella al otro. La vista es una acumuladora de paisajes, rutas, otros rostros, un vigía de nuestro cambiante entorno, y si nos enfocamos a un espejo se nos va resumiendo la vida a través del tiempo.

Sólo dejó la espalda en la oscuridad, en el anónimo ejercicio de la vida, y avanzó por la vereda. Hacia la parte vieja de la ciudad, se dirigía a un hotelito de mentalidad humilde, provinciana, popular. Algo escondido en el comercio callejero y visitado por turistas pobres, mochileros felices, descomplicados, solidarios, aventureros verdaderos. Una edificación modesta, vulgar, pasaba desapercibida en el bullicio de la zona. Tenía, Sparring, un poco de aire hemingwayano; quizás, su historia en el frente de guerra y en aventurarse en escribir historias en una habitación desconocida. Delataban algo de misterio sus pasos por este lado del mundo, se identificaba, creo, con la atmósfera del sitio, que de alguna manera absorbía y proyectaba de él un áurea lejana, ajena, pero a la vez familiar por esa condición transitista, donde todo pasa con la curiosa circunstancia de la vida; fluye, sucede y nada queda más que la atmósfera de lo que fue. Lugar ideal para no hacer nada, estar quizás en el sitio equivocado sin darse cuenta, pero lo más importante era pasar desapercibido. Todos te ven, pero a nadie le importas, sólo mueve algo de dinero y no te harán preguntas. La historia no es de interés para nadie. Tu memoria no sólo es un asunto personal, sino que forma parte del museo de la nada, nadie entrará allí a no ser que abras o dejes abierta su puerta y ésta contenga algún escándalo apetecible para un titular o la comidilla trivial sin mayor destino. De lo contrario con una camiseta, una gorra deportiva, aire de no me importa, tienes tu pasaporte de ciudadano y acogida en el lugar. Si eres blanco, siempre serás gringo; algo más oscuro y ya, te instalas como un parroquiano con cédula y derecho a carnaval.

¿Estaba escribiendo un capítulo más de su vida? Se refería quizás a un apóstol de la imagen de sí mismo y no siempre se le puede interrogar sobre su trabajo y decisiones. Hay espacios que son sagrados, públicamente íntimos. Dejó en claro con su actitud, gesto al partir, que el presente era todo lo que tenía por delante, siempre, porque si bien el pasado no se derrota con un flash, circunstancialmente se puede repetir. El futuro es para un irremediable optimista, se decía, una empresa verdaderamente inútil. El presente arranca tu historia y la compromete, puede ser el desenlace menos esperado, pero ocurre en ese minuto que ya no está en manos del futuro, solía arrojar esas frases como un montón de palabras de una retórica convertida en un verdadero mantra.

Es quizás tan importante lo que está pensando un escritor antes de comenzar su texto como los primeros movimientos que inicia en la página en blanco; son las señales más nítidas de la memoria, de lo rumiado, y que continuará ese proceso una y otra vez para transformar las palabras en un contenido, un paisaje interior, un buceo arriesgando quedarse sin oxígeno. Nadie garantiza nada, Sparring, adivino, lo pensaba de igual manera. Suelen haber chispazos, una historia de periódico o conversación ajena, un hecho del pasado que da luces en algún momento a lo real, un personaje que llevas dentro del alma, el día a día como un diario de vida, algo tan personal, sí, lo más personal posible, que a veces es difícil contarlo. Denver se veía un poco en ese espejo, porque una vida algo azarosa suele ponerte por delante o de ese mismo lado de la historia. Vivía en un sitio donde nunca tuvo derechos reales, país de aduanas, un pasaje continuo, no se solía tocar fondo porque estabas al borde del precipicio. Una mirada diaria al abismo, es un poco el ideal de un trapecista de trayectoria, ya curtido por su número en la carpa del circo, ese oficio algo irrespetuoso con la muerte que nos hace subir la vista y expresar nuestro asombro. El vértigo, en verdad, es casi un modo de vida corriente en las grandes ciudades y en aquellas cuya infraestructura la planificó la improvisación, de la mano diestra, aplicada, de la corrupción. Las ciudades siguen escribiendo nuestro futuro, una combinación de desastre y progreso, una advertencia que la naturaleza ya hizo a los mayas en su tiempo.

Sparring se metamorfoseaba a sí mismo, sin ningún esfuerzo, tocaba una misma pieza de la misma manera.

La cháchara le atraía a Sparring, más bien lo seducía, porque se recreaba en una atmósfera nunca lineal, suspendida, eso sí, como en una escala musical que no tiene un fin determinado como ocurre con una interpretación libre. Había un trasfondo no explícito, una cierta maestría en la no finalización de ningún relato, todo era un libreto en proceso, agenda abierta como para completar. Tal vez ni él conocía el final y sólo se aventuraba a una suerte de esbozo. ¿Tiraba el anzuelo? Habría que seguir mejor alguna pista, si supiéramos que hay un hilo conductor, la vértebra dura del animal verbal. No puedo ir más lejos en mi interpretación, ya sería un aporte personal, que en realidad no añade nada. Sparring se metamorfoseaba a sí mismo, sin ningún esfuerzo, tocaba una misma pieza de la misma manera. Daba la impresión de haber enfrentado más de alguna vez un interrogatorio militar, como mínimo en alguna aduana suspicaz. No recuerdo si dije que fumaba, no soy tan observador como debiera, pero mi atención estuvo en las palabras, en algunos gestos singulares que las acompañaban. Pudo fumar y no lo hizo.

Para mí era una calculada estrategia de un freelancer en guerra, conozco algo de esa actitud, la viví en otro frente, el común y corriente de la vida cotidiana ante un ejército, a veces invisible, pero al acecho. Si no cuidas el verbo puedes pisar una estúpida mina cazabobos, esos explosivos camuflados que dejaron inválidos a decenas de miles en Afganistán, Colombia, El Salvador, África, Irak, Siria, entre otros países en guerras despiadadas. El horror es un puente al silencio; después no queda nada, o casi nada. La vida es un hilo fino, al menos delgado, que invita a cortarse en algún momento. No es ninguna novedad que quienes han descendido al abismo en brazos de las circunstancias se manejen en pausas de alerta. Ahí estaba procesando su nuevo lugar o no lugar, trazando su propio mapa de acción y próximos movimientos.

Miraba sin mover los párpados, pesados, como si los paisajes recorridos le permitieran sólo pequeños nuevos espacios, seleccionados por un obturador exigente, arbitrario, aparentemente distraído. Un escenario para capturar lo esencial y, si algo sobraba, era una advertencia de la casualidad. Hacía una suerte de encuadre, y todo a su alrededor probablemente lo convertía en un escenario. Las rutinas también forman parte de lo indispensable, son un material que incorpora datos muchas veces insospechados, no por excesivamente repetidos, sino por un encanto que tienen las cosas usadas una y otra vez. Se convierten en familiares, objetos dóciles, amigables, indispensables. Vuelves a ellos como un bumerán a tus manos.

La noche suele prolongarse, atrás quedaron las palabras de Sparring, desdibujadas por el silencio y una oscuridad cómplice compartida bajo el reflejo de luces urbanas, opacas. El tiempo no se hizo esperar, pasó. Denver se fue por su cuenta. Tal como solía llegar y partir de un lugar, encendió el motor de su viejo y fiel Toyota de los ochenta y tanto —los mejores— y enrumbó, como si la ciudad estuviera ahí para ser atravesada por sus calles asfaltadas con el descuido de la desidia. Si dijo la verdad, formaba parte de un acertijo, que la experiencia le otorga una especie de propiedad intelectual bien ganada. Ninguno de los dos, pareciera, estaban para experimentos propios de agentes encubiertos, porque la realidad suele mostrarse como un pan recién hecho, con toda la intensidad que el horno suele dar en su justa cocción.

Fuera de esas paredes y ese diálogo convertido en signos, a veces la ciudad puede llegar a ser la mayor operación existente del olvido, le solía comentar con desdén a algunos arribistas trepadores del mercado. Veían en ella los metros cuadrados como chicles, simples golosinas de colores para niños entusiastas, pícaros golosos, dispuestos a devorarse y construir todos los espacios posibles como ociosos rompecabezas. No importaba el grado de hacinamiento, asfixia construida en unas cuantas paredes, tan modestas que se miran unas a otras sin saber qué hace uno ahí en una situación de abandono.

Había mucho que decir entre esos hombres, un pasado escrito a mano limpia.

Había mucho que decir entre esos hombres, un pasado escrito a mano limpia, donde también se fusionan las rutinas, el tedio, un paisaje no buscado, un lugar que nadie solicitó encontrar. Sparring, no olvidemos, es también quien recibe, aguanta, un espejo donde brilla la imagen del otro. Prepara, ayuda, al que se va a subir oficialmente al ring, su sabiduría consiste en la prudencia, medir sus ataques, no lastimar, ser un estoico guardián del éxito que nunca le pertenecerá. Alguien diría vulgarmente que siempre será un segundón, y hará brillar una estrella, o al menos intentará que ello ocurra. Nadie se pone en el alma de un sparring, qué le anima para ejercer ese oficio, prestar sus modestos servicios de carne de cañón. En su interior, él debe saber qué le llevó a empujar el sueño de otro, por qué lo hace con tanta convicción y humildad, porque al fin de cuentas todo indica que carece de rebeldía. Al menos, no lo hace notar. Los nombres no siempre nos identifican o explican nuestra condición ni filosofía de vida. Es quizás una extraña coincidencia, una manera rebuscada de mirarse al espejo en el otro, sentir el propio rostro golpeado, a pesar de las defensas, el estilo, la protección. Cualquier medida escapa a una realidad que te hace vulnerable.

Muchos hemos sido sparrings a lo largo de nuestras vidas, inclusive algunos han terminado noqueados, fuera del ring, verdaderamente conmovidos por las realidades que han tenido que afrontar con muy pocas herramientas para superar un verdadero vendaval de golpes provenientes de distintos guantes. A veces no hay segundas oportunidades, otras se cae a la lona y aún se puede levantar y sostenerse con el poco oxígeno que queda en el cerebro. Es mejor hacer sombras, quizás, como si el reflejo de un espejo sólo siguiera tus movimientos. Por lo general, no hay muchas elecciones, la decisión se toma sobre la marcha y con un poco de suerte se supera el desafío. No siempre, es verdad. Sin embargo, sigo creyendo que debemos dar una oportunidad a la suerte o azar, como quieran llamarle a algo que autoriza el destino. Es cierto, nos puede salvar la campana, pero el round siguiente hay que saber enfrentarlo, como si tuviéramos las mismas energías del comienzo o al menos hacérselo creer a nuestro rival ocasional. Nadie, sin embargo, posee más autoridad que el tiempo. Cumple plazos inexorables. Tiene todo el tiempo para cerrar cualquier trato. Es imposible disputarle esa facultad. Acortar o estirarle los plazos es una pérdida absoluta de tiempo, una soberana estupidez.

El tiempo pasa y queda, cuestiona la letra de la canción, y permanece forever, dice la vida real de las películas. Lo que nos queda, al parecer, es un ejercicio de la memoria ancestral, de lo vivido, aquello que el dorado trigo sin segar aún nos entrega para el pan de cada día, de manera natural, simple. La cizaña, a veces, invisible, no se deja ver, pero está ahí y va a actuar cuando menos lo pensemos o nos encuentre descuidados.

Partieron en dos direcciones opuestas, finalmente, Sparring y Denver, como socios de la noche. Y debieron llevar claro su itinerario y agenda. Los sobrevivientes no maquillan su historia. La ciudad estaba muy distinta en ambos extremos. Dos situaciones diferentes, ambientes, arquitectura, gente, aceras, construcciones, maneras de vivir tal vez, para una población diversa, pero dentro de una misma atmósfera calurosa, a veces, pegajosa de iguales proporciones. Sólo el aire acondicionado cambia la situación. Me gusta como Camus describe en su libro La peste la ciudad de Orán, en Argelia. Dice que Orán es fea, este no es el caso, pero sí mercantilista, lugar de comerciantes, describe, mundo de transacciones y transadores, podríamos añadir sin espanto. Es muy bello y enigmático cuando Camus dice que el paso de las estaciones se lee en el cielo. Una frase poética, que podría tomar curso en cualquier cielo del mundo. Quizás no, tal vez habría que saber interpretar esos signos o amar el lugar de una manera entrañable para hurgar en sus más mínimos detalles. Es lo que ocurre cuando de alguna manera te quedas y comienza también el tedio, ese aburrimiento que es como una segunda sombra y pareciera que no te va abandonar. La pasión por describir nace en el interés por hacerlo, sin duda. Vinculado al lugar. Aquí es fácil identificar el tiempo, seco y lluvioso, ferozmente húmedo, corrosivo gran parte del año. Nada se resiste a la humedad, a los hongos, a esa pátina sobre los objetos. Me gusta la receta de Albert de identificar una ciudad, radica también en ver cómo trabaja, subraya el escritor argelino francés, cómo se ama y cómo se muere en ella. Vida y muerte, siempre digo, cae la hoja y se la come la hormiga. La muerte por estos lados pareciera ser un pasajero más que se sube al tren de la vida y toca el timbre en la próxima estación y alguien baja. Curiosamente en el trópico existe un marcado aparente contraste entre la vida y la muerte, pero no es así, se mimetizan, no se ignoran, logran una cierta convivencia cómplice no certificada. Ambos estados tan diferentes en asociación a cada instante, cae una hoja y se la comen las hormigas. Vida y muerte se turnan en el misterioso acontecer de la naturaleza y de la vida que no cesa de vivir.

Sparring se fue en sus sombras hacia la parte antigua, vieja, de la ciudad, los antiguos muros que expulsaron a los arrabales de entonces.

Orán, a la orilla también del mar, la gente con miras a enriquecerse se dedica al comercio, hacer esencialmente negocios, juega a las cartas, mata el atardecer después de un intenso trabajo con el ocio y el amor. Un estilo de vida que no ha cambiado, más bien se amplía, diversifica, pensó Denver en su monólogo que a nadie iba a interesar, por lo obvio y seguramente mal interpretado. Sparring se fue en sus sombras hacia la parte antigua, vieja, de la ciudad, los antiguos muros que expulsaron a los arrabales de entonces, construcciones bajas, calles angostas, bares de mala muerte, un comercio popular de muchas décadas, venido a menos, gente con otras realidades que ocupan más la calle y la plaza pública con sus distraídos paseos. Olores para todos los gustos que la humedad intensifica, revive, circula, pone en una atmósfera única, y a eso podría estar refiriéndose nuestro autor y muchos otros cuando viajan hacia las entrañas de una ciudad portuaria que mezcla el mar con las axilas. Ahí coinciden las vísceras con las neuronas, los sentidos, el olfato, la vista, el oído, una extraña sensación, una síntesis de cada cosa. El paisaje humano recobra todos sus sentidos, se agolpa en la nariz y tú quieres evitar ese hedor poco espiritual, algo rancio, también alegre, pero está ahí, se mueve con la humedad y alguna brisa somnolienta que viene del mar. Le tocaba interpretar su entorno, aunque en su mochila llevaba su vida personal, algo que no se transfiere a un lugar determinado, ni se adquiere al pasar por una calle del mundo.

Denver repasaba de memoria los pasos que a esa hora podría estar dando Sparring, como si fueran los suyos, una vuelta al sitio, a esos muros que contenían una ciudad y desparramaban a poblaciones menos afortunadas por barrios modestos, poco iluminados, zaguanes donde familias numerosas llevaron adelante el accidentado trámite de la vida y la soledad construyó su espacio al lado de la pobreza. Pero siento que había alegría, una relación humana y pasional al límite de la inocencia y de un mar de contradicciones que pueden agitarse en un vaso de agua. Así es la vida diaria, una ilusión que recorre las horas hasta que se evapora. Es diferente un hombre solo en una pieza, un espacio desconocido, paredes que sólo son paredes y no representan nada. Hay que estar algo preparado para ocupar ese espacio y reconocerse sin temor a olvidarse de quién eres. Surgen preguntas; aunque el recorrido sea largo, exista un mapa interior de miles de kilómetros y lugares incorporados a un espíritu errante, aventurero, atribuido a una supuesta libertad sin límites donde la arena del desierto se escurre entre los dedos y aun así queda tanto por descubrir y amar, monologaba Denver como era habitual en su rutina. Era como confrontar su propio sparring, la sombra que te acompaña y desafía para que no te duermas, y sobre todo, alerta tu conciencia.

Fue al bajar del auto, cuando quiso asegurarse que estaba bien cerrada la puerta del acompañante, que vio e hizo memoria del paquete que encontró abandonado en el bar. Lo había depositado automáticamente en el asiento del copiloto y dejado correr la memoria una vez iba manejando y recorriendo atentamente las calles de la ciudad que comenzaba a tener una doble vida, como ocurre en cualquier centro urbano poblado, donde el submundo nocturno vive realmente otra vida y peripecias. El taxista se mueve de otra manera, es amarillo, pero la noche está llena de sorpresas, es otro el público y la dimensión de lo desconocido o de lo ya habitual muy conocido, adquiere la magnitud de lo real en esas circunstancias que siempre pueden dar un poco más. En los casinos las apuestas de noche son aún más oscuras. Hay mucha gente que no sabe qué hacer con su noche, le parece un pedazo, un objeto, masa oscura, a la que es necesario obtener alguna rentabilidad y goce. No es un resultado insignificante; por el contrario, es estimulante. Le sumas riesgo y el coctel está listo para beber. Hay que contar con energía, imaginación, espíritu aventurero y una dosis de riesgo alta. Y conocer un poco el lado oscuro del placer, podría agregar un personaje de una novela policíaca barata. La noche tiene un tope, la agonía de la madrugada, el amanecer que es un muro de contención que lentamente va apareciendo en el horizonte. Nadie lo ve, no es una muralla visible, es una contención tácita y que a veces culmina con premios altos en criminalidad, violaciones, asaltos, traslado de mercancías, todo de última hora, en ese filo de la navaja que asoma con su cortante y silencioso metal. Es fácil adivinarlo, pero tiene su truco, peso y contrapeso, ese encanto que no garantiza una lógica ni un resultado específico. Prosa molida frente al espejo, vidrio sin reflejo. La noche tiene un presente, eso Denver no lo ignoraba, conocía bien de qué hablaba desde el punto de vista del insomnio, de los días sin paradero fijo, así también la juventud se deslizaba por un trozo de oscuridad casi invisible.

Si trabajas con la mente en blanco, improvisas de manera irrespetuosa con cierta lógica, los resultados siempre serán fatales.

Los días marcan, titubeaba dentro del auto frente a su casa, viejo lugar de sus sueños, más bien un refugio en tiempos que se precipitaban, no tanto por su ritmo acelerado, que definitivamente lo era, sino por la tenacidad de la incertidumbre, la vulgaridad del ejercicio errático del hombre. Es volver un poco al pizarrón negro de la escuela, la noche cerrada y sólo la tiza blanca puede resolver el problema o la ecuación. En cambio, si trabajas con la mente en blanco, improvisas de manera irrespetuosa con cierta lógica, los resultados siempre serán fatales. Semejante nocturnidad podría intimidarte o darte alas creativas. Algo de ambas cosas tiene la adolescencia como la inmadurez. Dentro de un automóvil inmóvil que ya terminó su recorrido, no es mucho lo que se puede filosofar, sino más bien ir alivianando las cargas de la noche.

Fue importante hacer un poco de silencio sobre el umbral de la puerta. No había más nadie a quien compartir la intimidad de la noche. Sparring sabría qué hacer, cómo invertir lo que le quedaba del día. Los viajes solitarios acarrean sus propios afanes y los que se encuentran en el camino. La noche se agotaba en un mar de estrellas, se vislumbraba un día soleado, esos que con unas cuantas nubes disfrazadas sus formas de ovejas balan las mañanas tropicales, que no requieren de un pastor para desplazarse lenta y caprichosamente por el cielo. No siempre son señales definitivas, ni las más lógicas o inequívocas. Los cielos tropicales cuentan con sus propios derroteros. Bajaba el telón de un día especial. El azar había dispuesto bien las cosas.

(Forma parte de los textos Los papeles perdidos de R. Denver y El futuro estaba escrito por un solo lado).

Rolando Gabrielli
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