1
Estos poemas flotan en medio de la incertidumbre. Sobre una realidad movediza. Sobre unos personajes desplazados.
Una voz lejana, recóndita, infantil, se deja oír mientras descubrimos sus manos sobre la imagen en papeles y trazos, líneas que recorren el ensueño y un pedazo de realidad que a veces se asoma y se hace rasguño, poesía. Porque la poesía, aferrada a su infatigable viaje, se mueve de una infancia a otra: la del niño y la del adulto que no quiere perder la primera, porque la segunda es dolorosa, forma parte de un destierro.
Pero también Libretas doradas, lápices de carbón (Lector Cómplice, Colección Erato; Caracas, 2013), de la mano de Graciela Bonnet, es una traslación a lo que no sabemos, a lo que podríamos saber y a lo que terminamos sabiendo. Tres tiempos que nos llevan por “la razón del miedo”, una clave precisa en algunos poemas de este libro; por las sombras y por los sueños. A la larga, una vez leído todo el material, el que está frente a las hojas no deja de hacer preguntas a un sujeto invisible que pudo haber estado en una esquina, o a alguien que se hace cercano de los pensamientos, de la voz del poema.
Las lecturas desfiguran. Trastornan: es decir, el juego de leer quebranta y alivia el ánimo. A su vez, convierte al lector en un espía. ¿Cuántas preguntas, formulaciones, dudas, desechos del alma no lanzamos contra el libro abierto, a favor de su brillo, en medio de alguna opacidad de la memoria? ¿Cuántos miedos, temores, rabias o desasosiegos dejamos tendidos sobre el polvo de una página?
Graciela Bonnet articula un evento poético con los restos de un evento afectivo:
Un torso sin cabeza, sin piernas ni brazos. / La encontraste en la mesa de un bar, / de madrugada. / Con movimientos rápidos la metiste en un bolsillo. / Era un yesquero y ya no servía. / En tu oficina, encontraste un buen sitio para ella / sobre el escritorio…
Podría parecer inane este segmento. Ha servido para decir un nombre en la próxima página, en el siguiente paso, casi a tientas, de quien ha entrado en un mundo, que si bien es el diario, conmina a someternos a un tiempo. Parte de ese tiempo nos incumbe, nos atañe y nos afecta. Y algunas veces nos separa, nos aleja.
Preguntas. Desvíos. “Estoy viendo los ojos de Camila, muy abiertos, dentro de unos cuantos años”. El tiempo. Y luego, la prosa se desliza hacia la ausencia, un espacio en el que quien fue nombrada, aparece en pocas palabras: “Sólo restos de restos / de restos”.
2
El tiempo. Sí, el tiempo, la razón de ser. Alguien despierta. Se encuentra con el día. Desde la lejanía de una edad personal, una niña aparece. Su voz. El poema en las acciones de quien cuenta. La prosa es limpia, solitaria. Y he aquí que quien habla en un tono afirmativo, avisa: “Ayer es el futuro de muchos años atrás y mañana será el pasado de lo que no puedo conocer”.
Y se hace nombre en “Mariana”, quien se traza el rostro, se inventa la cara frente a un espejo. Delinea su destino. Se escribe el rostro. Se lo describe. Se lo calca en el vidrio. Y como si el texto mismo lo determinara desde el silencio: “Quieres parecerte a otra cara imaginada levemente intuida”. ¿Una máscara? ¿Otra persona? ¿Otro yo reconocido? ¿Es ella la marca de quien escribe el poema?
Un breve relato descubre la vocación narrativa de la voz que anda y desanda en este libro, en el de la ficción: el misterio de unos personajes que pasan a formar parte de un proyecto. Un invento, un aparato que transgrede la realidad. Un viaje, siempre un viaje.
Si lo pienso con detenimiento, hasta podría ser una ventaja. Una vez transportados y difuminados todos los fantasmas, el Velomotor quedará libre y podré reservar un puesto en el último vuelo.
Primer asiento a la derecha, si es posible.
Y luego, otras imágenes. El libro de poemas, pese a contener un cuerpo orgánico, se aleja, regresa. Encuentra el tono y nos auxilia como lectores. Un personaje devela el contenido, “Un nuevo fantasma”, y el amor. El miedo, el silencio. El poema flota. Alguien se ha marchado: lo dice el texto en su adentro, por ahí andan los significados, los que nos quiere decir: un paisaje, imágenes del tiempo roto, una casa que ya no está. Y un río, el poema —o la vida—, es una corriente que se detiene.
3
Los personajes se encarnan. También se descarnan desde la perspectiva de saberse trazos del tiempo. Ya no son fantasmas, atisbos, siluetas. Tienen nombre y apellido y son conocidos de todos: Juan Liscano, el padre y mucho más adelante Eugenio Montejo. Liscano, una microbiografía: el poeta es una experiencia visual, oral, olfativa. Los recuerdos. La casa, los colores, algunos adornos, pedazos de papel, imágenes, el poema:
el murmullo del agua corriendo entre las piedras.
El patio solariego, con su mecedora, sus pinturas a medio terminar, sus muñequitos de barro o de madera.
El sofá de la sala con una cobija tejida en vivos colores.
La ventana en ángulo, justo en la cocina recién fregada, todo tranquilo y dispuesto para la siesta.
El olor de las sábanas planchadas, dobladas y guardadas con una pastilla de alcanfor, un ramito de lavanda o una astilla de canela.
Un arcón antiguo, caballito balancín, la mesa de la cena, una jaula dormida en la ventana.
La tabla del medio con vasos a medio vaciar.
Aquellas palabras que decían de una juventud desbocada.
De un amor hasta la muerte, de un pensar, de un pensar.
El libro que quedó abierto para siempre.
Cuadros, tarjetas postales, cartas, fotografías, música, recortes de prensa.
Todo tiene un rostro, una voz que me habla desde adentro y que me dice adiós, nunca, ya no más.
4
De nuevo, la persona en la calle. En el país de una esquina. ¿Un fantasma, un viejo eco? Un personaje absurdo, la precisión de una pregunta. El relato recoge un breve diálogo. Pero la memoria, el texto que sigue, se desvanece. Los sueños. Una casa, siempre una casa. Relámpagos de pequeños detalles. Y entonces:
A este sentimiento sí lo reconozco, porque el que no tiene memoria vive desolado, porque no tiene imagen para contemplarse, y vive sin saber quién es.
Y así, un viaje. El poema se mueve sobre el agua. Un sueño, el sueño. El mismo poema sueña. Un nombre en la dedicatoria indica la cercanía del texto con el viaje, con una búsqueda. La necesidad de la prosa para relatar.
Y ahora, el poema del padre, año 2001. Las Torres Gemelas. La muerte de ese hombre carnal y anímico en otra dimensión, en otro país. Y el mundo seguía. La muerte y la vida: dos asuntos pendientes.
La voz del poema vuelve a personalizarse: un ella relata, dice de un sueño. ¿Será el mismo? Y, “Para callar la enfermedad que me termina / Caracol del sueño”… Los espejos, “los ojos cerrados. / Y la memoria quieta”.
La realidad se hace tan visible que existe “la enorme satisfacción producida por la muerte del tirano X…”, lo que “podría multiplicarse hasta el infinito”.
Hay una corriente interna en el libro. Una clave que se descifra lentamente. Como aquello de “retomar el camino al Paraíso Terrenal, del que nos tienen injustamente desterrados”. La realidad, un país, la tierra negada. El exilio.
Una ventana que quedó atrás. Sus noches, los relámpagos que no están en el texto pero que la naturaleza no niega. “Era una ventana que daba al valle de la ciudad / y se veía una multitud de luces encendidas o apagadas”. Caracas. Y alguien afirmaba la vida en esas luces. La nostalgia. El poema pendiente de un cerro. De una montaña silenciosa. De un país que se desdibuja, que precisa de nuevas libretas y de nuevos lápices.
5
Eugenio Montejo respira tras la muerte. Es un poema vivo. Un poeta vivo en la muerte. Un hombre que es mirado por “ella” y, “Al final, cuando ya no nos queda nada, sino un montón de huesos rotos, comprendemos que es hora de volver a nuestra antigua residencia”. Una escritura de junio de 2008.
Al regreso, a vuelta de página: el sueño, esa constante. Caminar por la habitación en medio de un desierto. “La desolación completa, la resolana de los párpados cerrados…”. Es de noche en los versos. Y el tiempo ya no es el mismo. No es una línea recta. La realidad borrosa, inexplicable.
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