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Andamios

lunes 9 de noviembre de 2015
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“Andamios”, de Néstor Mendoza1

Con premeditación y cierto temor escalo la altura. Siento el mareo que me balancea en el aire, desde el cual mido mi vértigo y lo destino un momento para asirme de estos Andamios que Néstor Mendoza me acaba de ofrecer. Y uso la palabra premeditación porque lo hago de propósito, con el riesgo que implica sentir el vacío y estar tentado a un lanzamiento contra el asfalto.

Pero la lectura es otra cosa: comienzo por el poema, precisamente, el que le da nombre al libro. Y lo hago con la intención de regresar sano y salvo al resto de los poemas que contienen estas páginas merecedoras del IV Premio Nacional Universitario de Literatura, y que la editorial Equinoccio de la Universidad Simón Bolívar, en 2012, convirtió en bello y sobrio ejemplar.

El vacío, esa hondura que albergan las palabras antes de pronunciarlas. La altura, la búsqueda permanente de quien pisa tierra y aspira a tocar el cielo. Entonces, vacío y altura derraman todo su contenido en el temor a caer. Quien se somete a ser mirado desde abajo sabe que está sujeto a desprenderse. He aquí que Néstor Mendoza elaboró un texto desde la perspectiva del que está abajo, con la mirada puesta en un sujeto que se balancea. El poeta elabora la teoría del desprendimiento, de la caída.

Gastón Bachelard, en “La caída imaginaria”, uno de los capítulos de su largo ensayo El aire y los sueños, afirma que “Si se hiciera el doble inventario de las metáforas de la caída y de las metáforas de la ascensión, nos sorprendería el número mucho mayor de las primeras”. Y, en efecto, la caída es hundimiento, terror al vacío, como a las palabras que distinguen el dolor y lo expresan en toda su magnitud.

El poema desahoga la teoría:

Los andamios elevan y sujetan. / Tu vida depende de su eficacia, / de que conserven la solidez / del equilibrio de los cables. // Te entregas al oficio de sostener / el cuerpo de quien trabaja en la altura. // Advierto tu silueta que se muestra / en el andamio / Y la mano que se ajusta a la vida / y depende solo de las tablas firmes / que impiden la caída. // Eres el equilibrista; / quien limpia las ventanas, quien pinta, / quien coloca los ladrillos. / Crees ser el dueño de la elevación / y de la brisa de las palomas. // Dios es pura altura, dices, y dejas de temerle.

El sustrato religioso aparece como un eslabón entre las tablas que lo sostienen y el vacío que lo arropa. Religioso porque aquí se ajusta el “religare” entre tierra y cielo, entre hombre y divinidad: desaparece el miedo de caer. El miedo de morir. Este elemento —el religioso— no lo toca Bachelard, pero sí destaca que “el miedo a caer es un miedo primitivo”. Así como creer en Dios es una costumbre también muy remota. El hombre se hace en medio de Dios. Cuando se cree “dueño de la elevación”, concluye que no es Dios, que siente miedo, que la muerte está allá abajo. No arriba. “Por lo tanto, lo alto supera a lo bajo”, Bachelard dixit.

 

2

Del miedo a caer a la caverna primitiva, al miedo de estar lejano, acosado por el mismo miedo. El afuera, el paisaje también puede provocar vértigo: en la cueva está la salvación. Después de ella, fuera de sus fauces, “la sobrevivencia y el instinto”, el temor a la oscuridad, otro de los miedos iniciáticos. Bachelard insiste: “Lo oscuro y la caída, la caída en la oscuridad, preparan dramas fáciles para la imaginación inconsciente”.

El poema que abre el libro se ata con el anteriormente señalado. Caída y noche establecen un diálogo. Andamio y cueva develan el carácter primitivo del miedo:

Habito una cueva que abre la boca / todos los días para albergar mi carne. / Afuera, existe un hogar más espacioso, / poblado de criaturas con dientes / y cuellos interminables, / escasos árboles y mucha sed. / Todos ellos me hacen sentir / un pedazo excesivo del paisaje (…) Solo me limitaré a reconocer / un dios para cada cosa que vea. / A temerle a la noche. / A nombrar cada descubrimiento.

Otro poema que va por este mismo hilo es “Indecisión”. La altura abreva en estos versos, ligados a un epígrafe de Enrique Mujica: “Un pájaro solo hace / dos cosas: / o vuela o está sobre / las ramas. // Pero es tanto / tener dos vidas”. La religión entre el texto de Mujica y el poema de Mendoza permite deducir que el autor del libro mantiene el ojo puesto en el que está en el arriba. Aún, pasado el otro poema, teme a la altura. Así, “La contradicción de ser aire / y tierra se expande otra vez”. ¿Es una constante o la idea se ha fijado en quien no sabe volar pero que al pensarlo podría sufrir la “caída imaginaria”? Nombra las alas, que más tarde aparecerán en el poema “Ángel”. La metáfora perfecciona la teoría, la traslación de quien ha perdido el don de estar arriba porque ha sido condenado. He aquí de nuevo Bachelard, esta vez en el capítulo “Las nubes”.

Néstor Mendoza escribe:

Un ángel que ya no es símbolo, / porque su connotación / huyó con sus alas. / Un cadáver al que hemos / despojado de las nubes.

Dice Gaston Bachelard: “El soñador tiene siempre una nube que transformar. La nube nos ayuda a soñar la transformación”. El poema inclina la balanza para decir que es cambiante en el mismo texto. Es su condición, hacerse otro texto desde la pérdida como símbolo. Pero sigue siendo altura, transmigración, connotación. Un ángel es el poema. El vuelo, la caída, el ala que sujeta sus significados.

En esta tensión está la lectura de Andamios. Con estos cuatro poemas me animo a afirmar que todo el libro teoriza sobre su propia voz. No en vano “Muerte”, un texto de lo hondo, habla de la putrefacción de la carne, que también es producto de una “caída imaginaria”. La muerte es un estado del alma, por tanto no existe. Sólo existe la carne.

Alberto Hernández
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