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Ese animal que engaña mi vientre

lunes 16 de noviembre de 2015
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“Ese animal que engaña mi vientre”, de Juan Martins1

No basta que a orillas del Mediterráneo alguien desde la mudez advierta una ciudad que no termina de irse, la que a veces se retuerce en los recuerdos, en la piel renegrida de la estatua, la de aquella mujer que vendía pescado en el puerto y se adentraba por las calles con su voz marina y metálica. Aquella que recogió Eugenio d’Ors y convirtió en mito. La misma que en el libro del escritor catalán apareció en imágenes de Salvador Dalí, motivo de creación del llamado “método paranoico crítico” que el loco pintor catalán desplegó con sus bigotes. Los cercanos en agua y saliva, Federico García Lorca y Luis Buñuel, la tuvieron cerca. La misma Lidia Noguer i Sabá —¿hija de las últimas brujas de Cadaqués?— creía ser otra mujer, la protagonista de La ben plantada que D’Ors ha revelado ante los ojos de aquella parte de España. Es la Lidia de Cadaqués que recibió a Pablo Picasso en su hostal. La “musa obstinada” que nombra Vicente Pagés. Finalmente, la estatua de una mujer frente al mar azulísimo. Mujer de pelo alado por el viento. Sobre la cabeza, el envase donde los cadáveres de los pescados navegan su imposible ilusión.

Entonces, sin batirse contra las olas, Juan Martins la recrea en ese primer poema de este libro que avanza a empellones entre las imágenes de una ciudad cargada de sonidos, de silencios, de olores, de referencias y levitaciones.

Lidia de Cadaqués es el nombre que veo sobre las sinuosidades del mar y ante tus pies de barro. Sé que le acompañas cuando morías de ti. Y ahora descansas de la memoria. Todo se agrume en la voz del pintor que supo recitar sobre la piel. Si ese sueño fuera surrealista entonces esa memoria es el polvo de Portlligat que te tiene para su gloria en el nudo de las paredes. Siempre escribo con minúscula tu sensualidad y me educa en la mística del pincel. No pudo poseer tus sueños pero tu trazo penetra cualquier sentido de pureza. Así logro imaginar que tu vientre suda por los labios del incesto.

La ciudad dentro de este nombre que se agita a las orillas de un mar interior. La ciudad tan ansiada frente al pozo oscuro de la noche, el que es agua silenciosa mientras alguien repite la imagen de la vendedora para hacerla un sueño.

Este libro de Juan Martins obra como un viaje interminable, en el que el poeta mira desde su propia sombra la ciudad que con él se desplaza, la que se ha quedado atrás y la que se deslinda del tiempo y es nueva en otro poema donde “las calles encarnan el bestiario de la noche”.

 

2

Ciudad y mujer en una metáfora que recorre todo el libro. Un paisaje que toca —de soslayo— la figura del padre, la piel de quien hace poco se hizo a un viaje y no ha terminado de marcharse. Entonces, la ciudad también es esa memoria, ese dolor leve pero hondo, pegado a la imagen de Hipatia, la que aún respira en el cuadro de Rafael Sanzio, la de la Alejandría culta que le permitió ser la primera mujer matemática de la historia. La mujer/ciudad, la mujer apedreada, descuartizada y quemada, como una calle, como el final de una avenida.

Esta ciudad no la tengo metida en el corazón
vengo por un pedazo de poema en tu boca.

He allí ellas, la ciudad y la mujer, la desconocida que vierte su sangre en las anteriormente señaladas. Hechas poema en esta aventura que Martins ha sabido construir en medio de la premura cardíaca del pequeño mundo que nos rodea.

El lector que encare estas páginas se hará parte del tono de cada uno de sus textos. Es un libro donde ningún tema compite con otro. Es un texto solitario, unido por la pausa que le imprime la respiración o el ahogo. Texto unitario, borroso cuando se deja a un lado. Lento, pleno de una paz que llega a dolor. El poeta se deshizo de parte de la piel para poder entrar y salir de sus imágenes.

Dice casi al final:

Despertar es una forma simbólica de ser muerte. Déjela descansar para que no entre la noche. Y con ello se va el sentido de esta utopía: dar por seguro que los cuerpos se aman en la oscuridad de la ciudad.

Quedan sonidos a los pies de la mujer detenida en el bronce. Hay voces que la cercan. La ciudad se multiplica en la noche, silabea el desgano y la alegría de verse en ella misma, en el animal que la consagra y la disipa.

La ciudad de este libro se recrea en el estado de ánimo del poeta: quien escribe se deshace en la memoria de los que han pasado por ella. Que cada lector lo convierta en parte de su soledad, en parte de su aliento.

Alberto Hernández
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