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El sueño se tropieza con la realidad, se cruza en el camino del narrador y precipita las acciones, inesperadas unas, franqueables las otras, para convertirnos en elementos del relato, cuestión que Héctor Torres logra en algunos de los cuentos de Del espejo ciego, que Blacamán Editores de Villa de Cura publicó en el año 1999 en su colección Blacabunderías.
Este libro de Héctor Torres propugna un imaginario en el que lo increíble, lo fantástico, juegos que prueban la capacidad del lector, hacen de éste parte de un elenco.
Como lectores viajeros a través de los túneles de los primeros sueños del libro, reconocemos un discurso muy bien hilvanado, anécdotas construidas desde una atmósfera densa pero respirable, porque el hilo narrativo nos lleva de la mano sin tropiezos, sin distracciones.
La muerte desde el sueño, la muerte como conclusión donde la realidad se torna parte de ese instante en que el personaje advierte que no tiene salida, que el sueño y la muerte representan lo mismo, ocupan el mismo espacio.
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Torres se la juega con los sueños, entra y sale de ellos arriesgando su propia presencia real. Un servicio telefónico para garantizar que el mundo onírico conserva su entereza, que se puede soñar mientras se pueda pagar la tarifa a tiempo. Una llamada basta para que se active la suspensión o la conexión de las imágenes:
Siempre consideré los sueños la herramienta más mágica, poética y creativa de la cual se vale la mente para reflexionar; por esto, la angustia de verme desprovisto de ellos me estaba enloqueciendo. Y yo, que he recibido sueños ciertamente disparatados, me veía obligado a soñar esta odiosa pantalla blanca en la que, muy de vez en cuando, aparecía una tediosa lista de nombres en los que, cuando me resignaba a leerla, y esperaba el tiempo suficiente, alcanzaba a ver el mío.
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Este libro de Héctor Torres, quien se ufana de emerger de un sueño o de la boca negra de un escenario teatral, propugna un imaginario en el que lo increíble, lo fantástico, juegos que prueban la capacidad del lector, hacen de éste parte de un elenco: un continuum onírico y escénico controlan el tránsito de una sociedad sombría. Los personajes y el lector se encuentran en el mismo sitio, se perpetúan tanto en los laberintos de quien inventa las historias como en una realidad artificial donde el narrador entra y sale de la historia como un personaje más. El hilo narrativo es revisado por quien escribe: éste interrumpe el discurso y encara las interrogantes de “alguien” que no recibe respuesta, porque la anécdota finalmente queda en un cuaderno de notas:
Deteniéndose repentinamente, el autor alzó la vista hacia la ventana, y se dejó llevar con la imagen de unos perros que vagaban por la calle. Intentaba, bajo la presión de ella, acercar los caminos de los personajes, en ese laberinto en el cual habían quedado atrapados. Decidió (…) tomarse un descanso, y, guardando los manuscritos, salió a la calle a caminar.
El mismo relato propone una teoría que se sale de él para iniciar otro, protagonizado por el narrador. ¿Es responsable el narrador de la muerte de los personajes, o los personajes juegan con quien intenta hilvanar una historia y ha perdido el aliento de quienes respiran una realidad demasiado comprometedora?
Libro de borraduras, de imágenes opacas, acierto narrativo que nos entrega a un autor cuya madurez se siente en el hilo conductor de unas historias limpiamente contadas, hermosamente construidas.
Un espejo se contiene en la mirada, como quien se inventa para pronunciar la última bocanada de voz. Estas páginas no han terminado de escribirse y, el lector, este yo inconcluso, comienza a regresar a la primera página para hacer calistenia con un personaje que se sienta a mi lado inesperadamente.
(Con temor a equivocarme, creo que esta fue la primera nota que se escribió acerca de un libro de Héctor Torres. Libro de hace diecisiete años, ópera prima que creo favoreció el arranque narrativo de nuestro escritor nacido en Caracas).
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