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Ciudad imaginaria

miércoles 18 de mayo de 2016
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Gustavo Valle
En las hojas de este libro está la ciudad y el mismo Gustavo Valle para guarecerse de la lluvia que azota los techos, las avenidas y aceras de su geografía.

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Mientras revisamos el equipaje. O mientras pasamos las hojas de un libro la ciudad cambia y nos cambia. Mientras el árbol que se agita por el viento consigna sus hojas en nuestros ojos recién abiertos, la ciudad nos imagina. La imaginamos, la inventamos. La dejamos que crezca entre nosotros. Nos crece y la caminamos. La viajamos y la resolvemos con nuestros pasos. Una ciudad es un crucigrama con nosotros en los recuadros. Somos nombres, apellidos, sustantivos, esquinas, calles, semáforos, motocicletas, automóviles, edificios feos y chatos, parques abandonados, sin niños, crímenes, heridas en el corazón, barrios sucios y maldicientes, barrios tranquilos, los que quedan, con ancianos que nos ven pasar sobre la rueda del tiempo. Jóvenes desnudos que se estiran el sexo frente a un río. La ciudad es una realidad más precisa y honda que todas las palabras anteriores. Una ciudad es un descalabro. Un vértigo permanente. Un cortejo de dolientes. La ciudad es la vida y la muerte. La ciudad es tanta imaginación que se convierte en libro y desata todas las emociones. Una ciudad como Caracas, como cualquier polis del mundo ha sido y es la ciudadanía de quien la traza con palabras. Este es el caso de Gustavo Valle (Caracas, 1967).

Fantasmas, formas invisibles, inexistentes las ciudades son imaginables. Ideas que flotan en los sueños o en los sobresaltos cotidianos.

En Ciudad imaginaria (Monte Ávila Editores Latinoamericana, colección “Los espacios cálidos”, Caracas, 2006) el autor es la ciudad, sus meandros ruidosos. El poeta dice: “un anciano frente a la estufa / navega en las aguas de un libro”. Y la ocurrencia distrae al autor de esta crónica y le permite expresar que en las hojas de ese libro está la ciudad y el mismo Gustavo Valle para guarecerse de la lluvia que azota los techos, las avenidas y aceras de su geografía poblada de “paraguas (que) amenazan orejas y retinas”. Pero además para defenderse de la misma ciudad convertida en un monstruo, en un aparato que muele y descose el tiempo.

Y así el comienzo de este libro pasado por muchas aguas, por muchos días, pero quien lo abre se encuentra con un libro nuevo, recién escrito.

 

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Ciudad imaginaria está dividido en varias estancias: “Ciudades”, “Árboles”, “Palabras”, “Cuerpos”, “Fantasmas” y “Viajes”. Cada una nos advierte de la presencia de la urbe como indagación, como pasantía de alguien que habita y respira el devenir de las grandes ciudades que, como lo señala Edgardo Cozarinsky en el epígrafe, se trata de “una ciudad fantasma que lucha por manifestarse”. Y, en efecto, en esta obra de Valle quienes ocupan sus calles y pasadizos son presencias que discurren y dejan marcas en el aire. Una ciudad fantasma no es lo que presumimos o presentimos, así como: “Tokio no existe, Bruselas no existe / Cartago, sin embargo, se robustece en sus ruinas / Madrid es una mancha fugaz en la meseta / México adquiere la forma del humo…”, y otras que navegan como barcos en la imaginación de este poeta venezolano que respira y se ahoga en las poblaciones modernas plenas de buhoneros, de “diputados que salen del Capitolio al mediodía / rumbo a los restoranes, a las amas de casa que regresan de las compras / y han oído en la radio noticias tremendistas / Habrá que preguntarles si Caracas es una ciudad o sólo paisaje…”. Fantasmas, formas invisibles, inexistentes las ciudades son imaginables. Ideas que flotan en los sueños o en los sobresaltos cotidianos. Para redondear la idea: “La soledad es el hogar de las ciudades”. No hay soledad más abrumadora que la soledad de las grandes urbes, habitada por duendes, bufones y por “bárbaros atilas”.

 

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La poética de la ciudad incluye a los árboles, esos habitantes silenciosos que gritan bajo el sol y bajo la lluvia. Moradores que se desplazan ante los ojos de quien viaja. Detenidos con quien se detiene frente a ellos a interrogarlos, mientras “Hay pájaros ejercitando su vuelo / de la trinitaria violeta al aguacate y la palmera (…) dibujando / un engranaje de voces desde el balcón hasta el cielo / desde la casa hasta la cima…”. Para quien lee la ciudad, “Aquel árbol puede ser cualquier árbol”. ¿Quién puede dudar que bajo el cielo hay árboles más humanos que quien intenta descifrar su corteza, las líneas de sus nervaduras?

Y luego, páginas adentro, Gustavo Valle se hace él desde su propio yo, una poética del oficio:

Yo escribo de espaldas
con el rostro y la ruta
muy lejos de mí

Así la tinta ordena sus propósitos
Así la mano ensaya el hilo que desata la tela

Yo escribo de espaldas
desde una mirada en ruinas
y temo a ser alcanzado
por las huellas de mi paso

La memoria se agolpa de pronto
reúne sus mareas
en la horizontalidad de la mesa

Yo escribo de espaldas
con la luz y la ventana a la zaga
dibujando un acento
en la voz de los reversos

así la mano ensaya el hilo que desata la tela.

Pasa después a la poética de las cosas —en “Palabras”— y las hace voces: cada cosa es designada para estar, para tener espacio, para sujetarse a su correspondencia: llave con puerta; mirada con paisaje: “Nunca las obligues a tus labios, / la andadura vagabunda / dibujará su destino. Hay un tiempo / para las palabras”, y sigue hasta las cosas que contiene la casa, invisible en medio de una ciudad que no nombra, que es sólo palabras.

 

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Ahora es “Cuerpo”, ciudad erótica, “Venus”: “Flor fecunda / nuez del goce”. Y vuelve el yo de quien se establece en un cuerpo: “Yo te espero para entonces aglomerarnos / Meternos, salirnos, estar más bien callados / Entre tus piernas arqueadas y tú más adelante, / Aferrándote a no sé qué esquina, qué pedazo de tela / Arañando el aire cada vez que voy con todo / Y la ventana abierta y la noche despejada / Y la nevera que hace ruidos raros allá afuera / Yo me meto para estar tranquilo y no estarlo / Y me domina el grito que oigo en estas cuatro paredes / Cuando trepas en busca de un vértigo nuevo / Yo trepo contigo y aspiramos un aire muy breve / ¿Qué miras cuando cierras los ojos así de esta manera?”.

La Caracas de todas partes, la que se pierde en el camino. O se aposenta en un barrio, en un cerro, en un retrete, en el desvarío de sus gobernantes.

El poema sale de la cama y “De pronto la ciudad es el paraíso”. Una descripción precisa de cada atmósfera, de los rincones que no mira. El clima capaz de sosegar a quien escribe, a quien retoza sobre un cuerpo. La ciudad es ese cuerpo, suerte de “refugio” que “no es casa ni una patria”. El hombre que se hace escritura ansía ser cotidiano. Un hombre sin nombre, alguien que quiere escribir cartas y tumbarse en una hamaca.

Llegan los “Fantasmas”: Quien se desliza por esta crónica recoge los versos para no perder el rumbo. Un grupo de palabras se sostiene para que el poema sea quien gobierne el tránsito del libro: la muerte, un personaje que se aleja desde la carne y los huesos: “Ha muerto un muerto más”, nos dice Gustavo Valle, “ajeno a las personas / fantasmagórico y tierno / sin siquiera despedirse // Quien así se va, da media vuelta / echa una manta sobre su pecho, / ahueca la almohada, frota sus pies fríos / y respira al revés”. Esta es la estancia en la que impera el pesimismo: la ciudad es un continente de negaciones: “Yo digo // nada hay tras los recuerdos. “Yo soplo la cabeza de mi pipa / y en vano avivo / su espíritu de fuego // Como el humo de la llama menguada / vago horizontalmente / sin dejarme definir”. “Pasó delante de mi casa / sin yo reconocerlo / sin apenas saludarme”. “abro los ojos: // árida lucidez de la muerte”. “Después de todo: polvo. / Catedrales, montañas, libros (…) dadme un puño de polvo / y lo aventaré a la suerte”.

 

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¿El exilio? ¿”Viajes” para reconocerse, para saber quién es, de dónde viene, hacia dónde no va? El poeta en este caso vive en el verso y mira desde él cada designio. No se trata de salir de la ciudad imaginaria. Se trata de estar en otras ciudades e imaginarlas, cantarlas, hacerlas suyas o despreciarlas. “Mi viaje es un espejismo”, nos seduce. Y sigue su “práctica de fuga”. ¿Se trata acaso de la realidad? ¿Es real el poema? ¿Es real la vida en el texto luego de la imaginaria ciudad que lo conmovía o sigue conmoviendo? Todos huimos de algo. En este caso la diáspora de esa realidad lo consigue hablando de lugares, nombres de ciudades lejanas en las que se amparan amigos que se fueron. La nostalgia: la música atascada en la memoria, entre los antiguos rieles de un tren, al que no sabe si abordar o quedarse de pie sobre su vibración.

El paseo termina en Caracas. De nuevo la ciudad natal, la invisible, la fantasmal Caracas. La Caracas de todas partes, la que se pierde en el camino. O se aposenta en un barrio, en un cerro, en un retrete, en el desvarío de sus gobernantes. En cada ciudad visitada está Caracas. Igual cualquier paisaje del país: el poema se multiplica. La ausencia, el despojo del texto. Y, finalmente, a la par de Pérez Bonalde, “Vuelta a la patria”, a la que siente “Una alfombra voladora / una lámpara de aceite / un sultán proxeneta / una odalisca prostituta // Un harem lujosísimo / unas joyas esplendentes / un burdel en el valle / sin ninguna Sherezade”.

En su “Bitácora de butaca”, texto en prosa donde se determina el libro, Gustavo Valle nos insta a seguirlo en su auxilio, en la lectura que no debe acabar en una segunda persona con un destinatario plural. O es él mismo desde otro que lo escribe y a la larga sigue siendo él, imaginario, real y citadino.

Alberto Hernández

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