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El pie en el estribo

martes 24 de mayo de 2016
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Alfredo Pérez-Alencart

1

Alfredo Pérez-Alencart se alimenta con la voz del Quijote. Cabalga con la poesía y se reconoce en cada uno de los rincones por donde aquel viejo soñador y loco descubrió su impronta. Por eso —y sin dejar resquicio por donde no haya espiritualmente estado el personaje de Cervantes— el autor peruano-español desliza sus versos sobre el polvo de Castilla y los convierte en un libro que se adueña de los lectores y los hace formar parte de una “historia” que jamás termina, como la misma obra en la que el citado personaje de la literatura universal se ha hecho inmortal.

El pie en el estribo es el ánima de don Quijote, el de su cabalgadura, pero también el del silencio del clima, el del frío salmantino.

Este poemario de Pérez-Alencart, El pie en el estribo, tiene como referente inmediato a quien hemos mencionado arriba. Publicado por la Editorial Edifsa en los Talleres Lope de Salamanca, en 2016, con ilustraciones de Miguel Elías, contiene cuarenta poemas en el que viejos acentos se apropian de las páginas a través de Sancho Panza, Jesucristo, Unamuno, Dulcinea y algunos miembros de su familia, como parte de un tiempo que es uno solo en la mirada y sentir del poeta. La misma ciudad de Salamanca y la selva peruana destacan en estos versos que forman parte del permanente homenaje que Alfredo Pérez-Alencart le ofrece a la tierra de sus antepasados. Libro tributo auspiciado por sombras y luces que se trasladan en un solo tiempo, en una sola geografía, en una sola intención: no perder la ruta de aquel aventurero que nos sigue representando.

 

2

Dos voces provienen de un mismo soplo poético. Dos voces, una en versos cortantes y cortos, y otra abigarrada, fundida en imágenes, en paisajes y acciones cuyos personajes se dejan ver en cada uno de ellos, en los versos que no tienen límite de expresión.

El pie en el estribo es el ánima de don Quijote, el de su cabalgadura, pero también el del silencio del clima, el del frío salmantino, el de la inflexión de quien se siente en un exilio con el que se conjugan muchos horizontes, distancias y soles.

¿No era acaso don Alfonso Quijano un exilado? ¿No buscaba compañía en un Sancho que lo oyera y complementara sus alucinaciones? ¿No era Dulcinea un trozo de esa alucinación, un pedazo de historia que aún sigue siendo parte de la despedida del antiguo caballero esquelético de la Mancha?

Por eso el alma de quien escribe este libro es tan inquieta. Cada verbo, cada adjetivo así lo indican, lo señalan con el dedo de accionar el muy local universo de esa España que se descubrió como carne y hueso de nuestra genética cultural.

El autor así lo escribe, como si se tratara de él mismo envuelto por la bruma de la osadía:

Veo un subalterno emprender misión peligrosa una noche/ de clarines pegado al polvo pegajoso del miedo…

 

3

Desde la escritura habla con alguien que le responde. El mismo silencio es la respuesta. La voz oculta de quien sopesa el miedo se comunica con otras voces que andan y desandan por el “asombro del mundo”.

Estos 40 textos, bifrontes y de tonos dispares, se confrontan para simular el diálogo que traspasa el misterio, el que cabalga solitario y luego se tropieza con él mismo. Y como si se tratara de un acto de prestidigitación, las metáforas se deshacen en las páginas frente a una “realidad” que la hace y la auspicia en su momento: “la cara al fémur del destino”, surreal espasmo que facilita el devenir de la voz que lleva al costado:

Van y vienen, / ampliando tus horas de guardia // Así te fue, así te va / en la Historia / que nos apacienta, // lejos de crónicas baladíes, / lejos de alardes / que estallan al atardecer…

Nos enteramos como testigos de algunos rasgos biográficos del viejo quijote, que podrían ser los del mismo autor, “quijoteado”, curtido por el tono y el acento de la geografía salmantina.

El lector se trasviste en monólogo, en recinto oscuro y solitario, en un hombre que aparece como un doble, con dos rostros donde habita el dolor:

…esta osamenta que me cruje cual penumbrado arcón…

Voz vieja, voz de quien ha vivido como personaje literario y ahora como habitante de una ciudad en medio del dibujo de muchas aventuras.

¿Cuántos dicen en estas páginas, cuántos hablan? ¿Cuántas sombras se pronuncian en correrías y caminos, lecturas, sueños y páginas del pasado? La poesía, jinete que se adentra en el mundo escrito, el dejado por quienes aún suenan en los oídos de la tierra:

Abro el romancero y me creo un Bertoldo / Abro otros librajos y ya soy amadís y galaor / Péname mi rostro de Quijano si no remienda tu amor…

Y así, a punto de subir a la montura, el poema cortante, sin ambages:

Hoy te salvó / la oscura prisa / del lobo, // su antojo de presas / desprevenidas // ¡Cuídate / del brillo engañoso / de sus dientes.

Y al voltear, el jinete, el que coloca su bota en el estribo, mientras el rocín, el viejo y entumido caballo, la bestia interior inquieta también, respira desde la genética donde se amontonan los gritos de la topografía castellana, abierta y espléndida, y una jauría, el águila cazadora, una extraña cámara fotográfica y textos que moran en el polvo asedian el poema y lo construyen. El mismo poema se alienta con la rapidez de quien busca afanosamente el reconocimiento afectivo del otro. ¿Un Quijote que le habla a Sancho? ¿Un poeta que se habla dos veces, él Quijote, él Sancho? Jano verbal, las dos caras de un mismo sujeto que se interpela, que juzga con sonidos su presencia en el mundo.

 

4

La ciudad también está presente en estos versos. La vieja polis, la “piedra milenaria” donde “se oyen extrañas pisadas”. La ciudad, la amada ciudad universitaria y siempre alucinada: “Salamanca hermosa luciérnaga de piedra”.

Y un poco antes, un viaje, en el poema anterior. La ruta del Quijote, la fuerza vital de quien aún cabalga con el pie en el estribo, amarrado a sus sueños, a sus alocadas lecturas, a su intransigente comportamiento contra la injusticia.

La mujer, la dama de esta historia, una y múltiple, Dulcinea y quien hace vida con el que escribe, las voces con que afirma su existencia.

Y si es la ciudad, Unamuno, icono de fabla y costumbres, quien a diario camina con las manos a la espalda, con la mirada de águila puesta en calles y en el silencioso Tormes. La voz dura del viejo profesor, quien es “sintaxis de Dios”.

El poeta cabalga con los versos, relata el paisaje de adentro y el de afuera, el que descubre el ojo y se revela en primera persona. Y con esta manera de allegarse, el amor y el tiempo.

La mujer, la dama de esta historia, una y múltiple, Dulcinea y quien hace vida con el que escribe, las voces con que afirma su existencia. La voz que se aferra a la espera de quien deberá bajarse del rocín y dejar que la imaginación las siga imaginando.

La soledad, entonces, es también un personaje.

Un poema final cierra con estos versos:

“Hegemonía de la resurrección / porque somos cicatrices de lo que ha sido azul…”, dedicado a la fidelidad casera, a la mujer que vive con los libros y el hogar, porque Dulcinea sigue esperando hacerse otra realidad.

Alberto Hernández

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