1
Tanteo en las sombras y toco un muro. “La noche escuece”, me viene a la memoria Renato Rodríguez. Continúo mi andar y, de pronto, siento la voz, una voz que sale de mi boca sin haberla invitado. Paladeo las palabras, las muerdo suavemente. Me siento en medio de una calle vacía, solitaria y fría. Una ciudad muy vieja, ruinosa, a punto de ser descubierta por el amanecer.
La voz insiste, taladra mis sienes, hace latir mi lengua. Indetenible, con la fuerza del tono que las contiene. Entonces la oigo:
Tomo este viejo poema confiado a mi respiración, lo tomo como si heredara los tesoros de un naufragio, no queda de él sino la huella de una desdicha, un barco echado a pique saliendo como un fantasma de sí mismo, del huevo luminoso del fondo del mar.
Salada mi boca. Luego la música. Una mujer de pelo blanco emerge de la espesura de un jardín de la plaza. Creo reconocerla una tarde en el Ateneo de Valencia. Usa blue jeans, camisa vaquera y zapatos deportivos. Lleva un libro en la mano. La saludo y me sonríe, pero sigue por la avenida Bolívar de la ciudad.
Me atiza las sienes el comienzo del texto: “Tomo este viejo poema confiado a mi respiración…”.
Casi me ahogo. Esdras Parra se sienta a mi lado en la acera, a años de aquel día de Valencia, y me coloca un brazo sobre los hombros. Creo que ha descubierto parte de mi desolada perturbación nocturna.
El poema se encaja en mi interior. Esdras lo repite lentamente. Y después de decirlo, me sacude un poco y dice:
—Ese poema pertenece al libro Antigüedad del frío, publicado en Mérida por Mucuglifo en el año 2000 —y sonríe.
2
El día comienza a aparecer sobre los árboles. Ella, Esdras Parra, habla de la muerte, de su muerte. Su voz parece flotar. La veo pero no siento su brazo sobre mis hombros, a pesar de que lo mantiene en la misma posición. Voltea hacia mí y vuelve a sonreír.
Se levanta y se aleja, pero antes de desaparecer, recita:
No deseo esta muerte en mitad del lecho / no / porque la nostalgia de otro instante, la vida, / marcha resueltamente dentro de la sangre / y pudiera revelar los recuerdos / acumulados como cosechas / estoy decidida a soportar las astillas / la incipiente obsesión de otro mañana / a recorrer el único camino visible / abriendo los ojos en el mediodía inmóvil.
Y se esfuma. Queda en el aire el eco de su voz, el acento que aún conservaba aquella tarde en Valencia. Una pronunciación lenta, con un dejo andino infantil.
Ahora me repito para no dejarla definitivamente:
Nunca me fui aunque siempre estuve dispuesta a partir / he franqueado el espacio de esta claridad / y ahora me detiene mi deseo / penetro esa fuerza cuyo secreto no es imaginario / y favorece los tránsitos profundos.
3
Solo, rodeado de un domingo turbio. Una mañana advertida por un ruido de voces que se acercan. Parecen fantasmas. Unas mujeres llevan bolsas vacías. Pasan cerca de mí. No me miran. Sigo sentado en la orilla de la acera mientras unos pájaros ruidosos vuelan desde la montaña.
Me parece ver de nuevo a la poeta. Pero es sólo una ilusión, pero sí me suena en mi cerebro esta declaración:
Voy por el camino hacia la ciudad de las grandes / migraciones, acosada, inmóvil, maníaca. Qué se / puede esperar de esta efervescencia de granito, con / calles por donde se desliza la brusquedad de las / estaciones y de los cielos inmensos. Ha sido / construida a fuerza de imaginación sobre la página en / blanco. Oh ciudad, qué secreto te aguarda, qué / tesoro te alimenta como una llama bajo la chimenea. / De algún modo, el sol forma parte de la albañilería / y prolonga tu desgaste.
Y queda el eco.
Ahora llego a casa y busco el libro de Esdras Parra entre los tantos lomos que se asoman. Abro la primera página para cerciorarme de que en algún lugar estaba esperándome. Y así fue. Leí:
Elijo el gran sol entre los / pastizales embebidos de cigarras / y escucho el sordo movimiento / de mi deseo bajo la tierra núbil / En el alba no hay otra alegría / que la ebria indolencia / de la vida humana / ni otra pena que una sed abrasadora / desgarrando los ríos.
Cierro los ojos y vuelvo a ver a Esdras Parra a lo lejos. Sé que seguiré con el libro. Mientras tanto, conservo el peso de los pájaros que vienen de la montaña con el frío entre sus ojos.
La poeta respira. El poema respira y sigue su camino. Sin atajo alguno.
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