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Del fluir, de Santos López

lunes 22 de enero de 2018
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Santos López
Del fluir contiene todo el decir y sentir de Santos López.

1

No puedo eludir el calor del desierto de la Mesa de Guanipa. No puedo dejar a un lado aquella conseja del poeta cuando fui llevado a Chimire. No puedo olvidar el sonido de los pasos, el batir de las alas de los gavilanes, las huellas de los conejos destripados por las garras de los depredadores alados y el paso elegante del rey zamuro sobre mi cabeza.

No puedo dejar de sentir la presencia de los muertos. La presencia altiva de los antepasados, la de los que aún habitan en los terronales, en la fibra reseca del cují, en el ojo húmedo de algún lagarto, en la premura de la luna, en la cadencia de quien habla y canta un idioma más antiguo que el mío.

No puedo ni debo dejar de conjugar mis tiempos con los de Santos López desde hace tantos años, desde tantos misterios de las palabras que fluyen y se esconden, que salen y vuelven a salir de sus aposentos para contarnos en solitario, a dúo o en muchedumbre los asuntos de ese adentro de donde venimos.

No puedo dejar que esta nota no sea tan personal.

Se fluye desde el agua, desde el barro, desde el polvo, desde la ceniza de los que hablan con la boca llena de tierra. Desde la memoria. Con los ojos iluminados por las sombras y las luces de aquella planicie en la que habitan todos los espíritus.

El muchacho que fue Santos López aún corretea detrás de todo ser que ambula por esa extensa meseta de Anzoátegui. Ese muchacho cargó con la poesía de sus ancestros, la de su familia, la propia y la ajena, la que se llevó a los viajes y la que guarda en casa.

Quien ora, quien reza, quien habla solo con Dios, quien remite las voces en medio de tanto silencio, en medio de tanto afán humano, ese es el poeta que sigue siendo el otro anterior, el que estuvo en los labios resecos del chamán, en la lengua tabáquica del ensoñador, en las manos carbonadas del milagrero. Quien reza, quien suscita la plegaria, el diálogo y las sílabas del tiempo: el poeta que respira desde el pasado, desde el único tiempo que nos mide. Que nos hace presentes: los huesos de aquellos que recorrieron el mundo y ahora son los recorridos por las pisadas de sus hijos, por los herederos vivos de sangre y milagros.

 

“Del fluir”, de Santos López2

Del fluir (Kalathos Editorial, Madrid, España, 2016) contiene todo lo anterior, todo el decir y sentir de Santos López. Todo el trayecto desde su casa hasta el límite de la tierra que aún le abunda en la mirada. Este libro es el vientre de una selección de la poesía de este venezolano nacido en el oriente de mi país, de sangre kariña y visión universal.

Podemos recorrerlo en estos títulos: “Ancestros”, “D”, “Dialecto fogaje”, “Muac”, “La barata”, “Viajeros”, “Santísimo” y una adenda, un recado donde habita “Soy el animal que creo”.

Este recorrido de larga respiración es el que Santos López nos entrega, asistido por la diligente participación de Alejandro Sebastiani Verlezza, quien hace la compilación y le añade un magnífico prólogo a la antología.

Este libro es un solo poema. Un aliento reservado para que se armase en un tomo donde se unen los que han acompañado a López en su tierra y en las otras tierras que ha vivido. Desde la primera hasta la última línea, la poesía de Santos se sostiene en la herencia, en los rastros dejados por aquellos que lo gestaron y le dieron aliento de vida. Abuelos, padres y un Dios que lo acompaña en su recorrido. Y también las voces, Ellos, los que no terminan de borrarse, los invisibles, los que hablan en todas las lenguas y flotan en el imaginario e historia de cada ser humano.

Heredas con las manos vacías
Este perro de gesto anciano,
La ceguera de un niño
Y las tierras planas del fondo del mar
(…)
Heredas cerrar los ojos
Para continuar por dentro
Un canto
Un tono
Y un milagro.

El milagro discurre como texto, se adhiere desde el origen, porque ya es un milagro que las voces ocultas, las que se muestran a través de la poesía, se hagan espacio en el lector. El mismo lector es heredero de ese milagro, de esa tierra honda, silenciosa y reservada a quienes sepan que el “adentro” es parte de la respiración: la poesía revela ese lugar.

Una imagen, una socorrida y recurrente imagen en el creyente, en el sujeto de fe:

En todo madero yace uno de mis ancestros.

No tarda la experiencia en afirmarlo a través de la abuela:

El amor es la idea de lo que no muere
Siempre tenemos la esperanza de que todo está vivo.

Fluye el amor, la contienda del que fue crucificado, ancestro de la humanidad toda. Un muerto universal, el cadáver que sigue hablando desde su dolor, desde la memoria resucitada de todos los que han pasado por el sepulcro.

Cuando Ellos regresaron
Y vieron a mi madre contemplando aquellas acacias
Aceptaron que el amor yacía sin cuerpo en una tumba.

 

3

La eternidad, uno de los temas más cercanos al humano ser, destaca en el silencio, espíritu Ellos, el padre o la mujer que lo trajo al mundo, la madre de todos, los huesos de la tierra, el barro de la palabra. La poesía cuenta:

Continúa dormida mi madre sobre una estera blanca.

Y de esa imagen se desprenden los Otros, los tantos que hacen el polvo de la meseta, del paisaje hecho recuerdo, hecho presente:

Mi tribu vive aporreada
Sólo conoce tripas sin brillo,
Besos, palabras, dentera
El costado es mi escrito…

El dolor, la carne desprendida. Ellos, el legado posible, los dueños del tiempo. Esquinados en la orilla donde reposa el agua, los buscadores. Los cargadores, los que llevan la vida en sus espaldas. Y el hambre, pero también la queja:

Yo tenía mi voz y mis ojos cansados
Tanta leña entre la carne…

O la abundancia:

Tus pechos siempre tienen leche y sangre.

 

4

El ojo que busca el cielo tiene en Dios una de las opciones para no quedar ciego. El ojo interior, el que se dilata frente a la luz, el mismo que se apaga al morir. Un idioma sin registro, invadido por el fuego, alterna con el agua. El poeta fue criado bajo el sol de oriente. Las voces del pasado recorrían la llanura. Vivía en el interior de un yo crecido: vivir adentro, más allá del horizonte.

Desplegado en la memoria del pasado, el nuevo esplendor: “Veta al alba”, salir al amanecer con los ausentes, con los que desandan los pasos, y decir:

Dios es adentro.

Reconocer que es imposible acercarse a Él si no es la lengua del fuego, la lengua de la luz:

Quiero respirar para aprender un habla.

Respirar, ahondar el aire, extraer las voces ocultas, volver a la materia olvidada:

Estar de nuevo en la tierra
Resonando entre el polvo y la desdicha
De un antiguo sepulcro…

Todos los lugares son posibles. Están, como las horas, como el olvido. El poema roza el instante del que pasa sin ser visto, invisible, el añorado, ese Ellos que traspasa la luz. La metáfora no deja de avistarse en el texto. Quien habla, quien aprende el nuevo idioma y también una nueva mirada:

En el filo de algunas sombras
Por sus repliegues verdes
Todos los ojos me inventan savia…

(Imagino al poeta bajo la sombra pobre de un árbol solitario. Lo imagino entre las breñas, con los ojos achinados puestos en la tierra plana. Lo imagino con esta voz):

Al norte siempre está mi puerta
Y son todos los sitios…

Se multiplica. Son varios los Ellos, los que siempre atienden al llamado del fuego, el antiguo dialecto.

 

5

El sonido de un beso: la onomatopeya, la brisa que lo lleva. Ese título fugaz advierte:

Hay voces cubriéndose en el fuego
Sangre y mieles toman y se sacian
Esplendor en el gusto de los hijos.

Y el mismo sonido que sale de la boca, que se desliza por viento, es el poema, la reiteración del amor, la presencia viva de los vivos.

Pero no deja de estar quien ya no es sino polvo y algunos pedazos óseos revueltos con el tiempo. Los muertos silabean, hacen el poema desde su distancia. Y quien los augura, los reinventa, los hace presente:

He desterrado tu hueso pélvico / Para hacer un amuleto / Usarlo y llegar adentro, / Donde mi alma es falsa, verdadera, / Arde en deseos / Y no necesita patria ni Dios: / Porque ella muere en mí y todo desaparece.

Dios está. No está, va y viene. Es hueso y luz, el poema transita entre los vocablos de los que persisten en ser recuerdo, vivencia en la memoria. La eternidad y el tiempo: tan contradictorios. El cuerpo también como pretexto, la boca, el cielo, la piel: sustantivos, sustentados, activos.

 

6

De Los buscadores de agua escribí hace un tiempo:

La plenitud de la experiencia ancestral encuentra en Santos López a un genuino representante del imaginario de los orígenes, el que da paso a la memoria, a un paisaje donde los ecos del pasado se aferran a la recuperación de un espacio perdido, un mundo expresado desde el ánima infantil, la que mira y se convierte en palabras, asidero para regresar a la arcadia, al sitio asignado.

(…)

Pero es el silencio, constante fundacional en la madre Tierra que contempla al hijo desde la oscuridad. La página que nos inicia en la lectura, precisamente, una “experiencia desértica”, como en alguna parte afirma Guillermo Sucre. Y desde esa infinita motivación por preguntar, el poeta cuestiona y abandona el lugar que después es sueño, tránsito por “el silencio del silencio”.

(…)

Entonces la casa comienza a tomar forma. Detalles de rincones, pertenencias, la historia de una tinaja donde no sólo hubo agua sino los secretos de los orígenes, de lo primigenio absoluto. No obstante, la voz dice guardar el secreto de aquellos que regresan de un viaje, “del silencio que en vano / intento descubrir”. En el fondo de la vasija, donde habla el corazón, reposa la quietud, el agua buscada, la que sació la sed de la herencia.

(…)

El tema se multiplica en Los buscadores de agua. La herencia de la palabra busca en el barro ancestral. Se tropieza con el paisaje interior de los muertos, pero también con las ciudades donde los sedientos, los que se iluminan con el agua buscada, dejan rastros para ser encontrados.

Si bien no se advierte una unidad —el poemario se abre al yo de la muerte, a los sueños, a un personaje anclado en una historia de aparecidos y diálogos, al dolor en el mito, la confusión babélica, el caos, la locura y un ars poética que define y abre la posibilidad de otra lectura—, sabemos que ella está en el silencio de los fundadores: “La poesía es respiración / Y recuerden siempre: / Las respiraciones de cada quien están contadas”.

El agua es la vigencia. Dentro de ella, como el cielo, se respira el tiempo y la muerte, la contemplación, el silencio, el fuego.

 

7

De La Barata:

¿Qué es La Barata? En el discurso de quienes conducen la mirada al destino, al humo, a la tierra bajo el sol, a la práctica con los elementos, esta pronunciación significa el borde de la vida, es la muerte. Es el infinito.

El libro se lee al revés de acuerdo con la enumeración de sus páginas. Algún mensaje nos envía Santos López desde este lugar cuya forma tiene una altura considerable (me refiero a las dimensiones del papel), como si apuntara hacia arriba, como si develara el instante en el que, al abrirlo, somos dueños de una simbología poco frecuente. Cosa cierta, advertimos en un lenguaje que nos conmina a seguir una lectura donde la piedra, el agua, el hueso y la sangre reciben el tacto de nuestras manos. El libro es sagrado. El libro nos indica que somos parte de esos elementos y que habremos de estar en él mientras lo leamos.

(…)

Yo no puedo mirar más allá. Mi lectura se apaga. Se desvanece en cada símbolo. La sacralidad me cierra un instante las puertas. Salgo del libro y pronuncio, en voz muy baja:

“El moribundo del que te hablaba / Ha perdido mucha sangre / Quizá ha experimentado un gran terror / Al perder la propiedad de sí, / Al perderlo todo, incluso la paciencia: / Su perro quedó abandonado en casa / Y sus vecinos y amigos ignoran este desagüe / de lápida hacia abajo…

Cierro el libro. Cierro los ojos. La noche ha comenzado a caer sobre mi ciudad. Y estoy despierto. La llamada telefónica del poeta Santos López comienza a decirme de un libro que también me dice: “No es que Dios no te perdone, / Es que tú no perdonas a Dios”.

 

8

La piedra. Una piedra. El poema. Un poema. El viaje de quien va en el poema. De quien es la piedra. Y los elementos. La poesía se concentra en una definición:

Somos una piedra, algo común y corriente
Lavada tantas veces por la lluvia.

Y luego aparece Lezama Lima y su enjundia, entre diálogos. Blake, Shakespeare, Nifarí: esos viajeros de la muerte que nunca mueren. Y así, Adrasto y Midas, mitológicos.

Tantos personajes, tantos muertos presentes. Los nombrados, los que no tienen nombre sino una lápida. Los que se niegan a ser nombrados. Y los que se avistan en su propio silencio. Los santos, los ungidos.

 

9

Gobierno nacido de un orden de fuego.
Conciencia del sueño, árbol brillante de la otra savia.

En la muerte yace un amor hacia el amor,
Una eternidad vuela llameante, nueva, vuelve.
Regresa y hoy renace entre los fieles.

En “Santísimo” el superlativo forma parte de la forma que le da al cuerpo invisible. Santísimo es Dios. Hay una Santísima Trinidad. Padre, Hijo y Espíritu. Y esas tres piedras facilitan el camino de la fe, de la transmigración, de la ida y de la vuelta. Del aparecerse en medio de la sombra o en la luz de una vela. O mientras el cuerpo reposa en medio de la noche:

A veces en el sueño, no se va tan lejos adentro
Como un santo para oír nuestros propios sonidos.

Una vez más el adentro, el símbolo de la travesía. El símbolo invocado para el viaje. Y entre tanta distancia, la tierra, el polvo, la ceniza, el cuerpo desnudo, ausente, la locura:

Fui expulsado al sueño temprano de un desierto (…)
¿Qué tierra puede andar unos pies si nada tienen?

El alma es viajera. No tiene lugar fijo. Se adhiere a las palabras, a las frases que el viviente repite a diario. Alguien dice un poema, alguien lo dicta:

El alma, como la palabra, es esclavitud.
El espíritu no aparece.

La voz del que nombra o define. La voz atendida desde ese nombrado adentro. El yo convenido, citado por el tiempo, borrado a veces:

Sin ego
puedes estar
abierto a todo.

Quien haya muerto no tiene sombra, ni yo. Deja de ser aquí. Allá está, tiene voz, es poema.

 

10

El libro, una adenda en la que los aforismos también admiten que son capaces de convertirse en poesía. Es más, son la poesía de aquella extensión titulada “Soy el animal que creo”, vieja estación de Santos López por la que pasa y deja huella, hasta este ahora y siempre en la que

La poesía es respiración.

Como si se tratara de un estudio acerca del poema, mientras los antepasados recitan desde su estancia el lugar de la poesía. Ese fluir, ese venir desde allá, ese fluir de Ellos, es el canto de toda la vida del poeta venezolano Santos López.

Alberto Hernández

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