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La ciencia de las despedidas: lectura de dos tiempos

lunes 23 de abril de 2018
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Adalber Salas Hernández
Adalber es un autor que escribe mucho: poesía, ensayo y es traductor al inglés y al francés.

“La ciencia de las despedidas”, de Adalber Salas Hernández

Stopping on the bus from Novi Pazar in the rain
I took a leak by Maglic Castle walls
And talked with the dogs on Ivar River Bank
They showed me their teeth & barked a long long time.

Allen Ginsberg: “Defending the Faith”, 20 de octubre de 1980

1

Me bastan los pocos poemas conocidos de este libro de Adalber Salas Hernández para arriesgarme a escribir unas líneas. Podrían tratarse de algunas palabras cercanas al afecto a un joven que conocí cuando comenzaba a trazar el destino de su existencia poética.

Me bastan estos poemas que alcancé a leer, toda vez que le he perdido la pista a los libros de Adalber por la terrible crisis que sufrimos en Venezuela, donde un bocado es el diario sostén de la esperanza. Entonces los libros recién paridos se quedan en las vitrinas por sus elevados precios, y los editados fuera del país son inalcanzables.

Me queda entonces pasearme por este puñado de líneas que nuestro poeta, habitante de Nueva York, acaba de lanzar a los lectores del resto del mundo: La ciencia de las despedidas (Editorial Pre-Textos, Colección La Cruz del Sur, España, 2018), espejo de uno de sus anteriores, Salvoconducto, también de Pre-Textos, con el que ganara el Premio de Poesía Arcipreste de Hita 2014.

Ese título, conocido en 2015, es la puerta de entrada, el “salvoconducto”, a este que hoy celebra el mundo lector. Adalber es un autor que escribe mucho: poesía, ensayo y es traductor al inglés y al francés (no sé si en este momento estará aprendiendo otro idioma, porque tiene ese envidiable talento de hacer lenguas, como decían antes). De modo que es un poco difícil seguirlo porque sus trabajos tienen más espacio fuera de su tierra que en los pasillos y librerías de esta provincia que no termina de ser un país.

Ese documento que permite cruzar cielos y fronteras tiene asidero en un ahogo verbal de Ossip Mandelstam, que Salas Hernández usara como epígrafe para alguno de los poemas de este libro: “Estudié la ciencia de la despedida / en los calvos lamentos de la noche”.

Y si el pasaporte o salvoconducto representa la metáfora del escape, con La ciencia de las despedidas, los que a diario nos consolamos entre amigos y familiares, también pisamos los trazos cinéticos (esas paralelas que nos separan) del maestro Cruz-Diez en Maiquetía o dejamos la piel en las fronteras con Brasil y Colombia.

 

2

En defensa de una fe agitada por la realidad, la poesía nos advierte de nuestro destino. Del destino ajeno y el de quien intenta inventarse el propio. Un viaje, una mirada que el tren deja atrás, que un bus roza con sus espejos, con sus vitrales invadidos por los cuerpos que en una calle extranjera se detienen o corren en búsqueda de otra ruta, de otro sendero por donde escapar. Los dientes y ladridos de algún perro frente a cualquier paisaje son el diagnóstico, el referente de la fe que se acumula en una poesía vertebrada por la distancia, por esas diarias despedidas que se asumirán como una ciencia, como una prueba en la que tubos de ensayo, mecheros y aleaciones químicas comprueban nuestra vulnerabilidad: reflejos del alma, la sangre, el dolor, el hambre, la enfermedad y la agonía, teoría y práctica de un experimento.

Aunque no se puede hablar con las bestias y sus colmillos afilados, el dolor de la despedida adquiere la destreza de embellecerse en palabras.

La poesía que aquí me detiene, los poemas que me sostienen en una lectura, concita este encuentro con la fe, con la defensa de lo que nos queda, de los viajes que transgreden el origen, con la épica de un tiempo que se convierte en libro y nos conmueve.

Y aunque no se puede hablar con las bestias y sus colmillos afilados, el dolor de la despedida adquiere la destreza de embellecerse en palabras. La poesía se desnuda, se convierte en un monólogo donde los que somos sus invisibles retornamos a la fábrica de tentaciones en búsqueda de esa fe, de esa esperanza que nos confronta.

 

3

Me desplazo en el vientre de un tren. Me acerco a los rieles de un subterráneo en Nueva York o imagino el giro de las ruedas del bus que Ginsberg abordó bajo la lluvia. Y en medio del tiempo derivado del epígrafe, aparece esta voz, la de Salas Hernández:

En alguno de los mundos posibles, los árboles
pesan menos que la suma de sus hojas,
el tiempo se mide en parpadeos y la gente
pasa largos ratos cada noche deshilvanando
la luz para que amanezca. La antropofagia
se ha vuelto la única forma aceptable del amor.

En uno de esos mundos posibles, entre el follaje de un parque citadino, la imagen que nos advierte bellamente vitales: “los árboles / pesan menos que la suma de sus hojas”: el cálculo, la ciencia física en mudanza permanente, el remolino de la metáfora que desnuda nuestro espíritu temporal y los pecados del mundo en los castigos de la justicia, el amor como palabra carnal, la que se come desde el cuerpo ajeno. La muerte resumida en la silla eléctrica, el fusilamiento, la guillotina, la inyección letal, la horca. Una forma de viaje al final, a lo que está predestinado. El castigo por otro castigo. Unas despedidas.

 

4

¿Qué nos puede quedar del tiempo, en el tiempo y para el tiempo? El fragmento anterior nos empuja, terminado todo el poema, hasta esta afirmación:

Viajamos: es el espacio que nos deletrea.
Me reduciría a la certeza geométrica
y voraz del movimiento…

Adalber Salas traduce la grima y la tragedia de unos esclavos a bordo del barco de Pierre de Vaissière en 1724 en pleno mar Caribe.

Quien se despide no viaja. Se estaciona en el mismo lugar de la despedida. Queda su halo en el abrazo, en el humo del bus, en el ruido interminable de un avión que se aleja en el cielo. En la casa bautismal, la que se vivió y se abandonó por la persecución del perro ideológico y militar. La ciencia mide esa sensación. La ciencia es un poema. Poesía: se mueve la distancia, la muerte, la existencia pura, la impureza de la vida, la tentación de la mortalidad.

En un más adelante que vacila en nuestros ojos, otro poema reclama espacio en la decapitación, en breves historias que reaccionan frente a lo que la escritura misma exige: vaciarse de destino, saber que cada nombre cuenta con una estrategia para despedirse.

He aquí que Adalber Salas traduce la grima y la tragedia de unos esclavos a bordo del barco de Pierre de Vaissière en 1724 en pleno mar Caribe, en ruta a Santo Domingo. El verdugo levantó el hacha, el machete o el cuchillo contra dos alzados y los trozó en pedazos que dio a comer al resto de los sufridos seres humanos de esa nave de madera chirriante:

Cada esclavo recibió uno de los trozos, carne
de su carne perdida.

Y para dejar sentada la marea de quien en el mar lanzó los huesos, las cabezas de Juan el Bautista, Frederik Wilhelm Murnau, cuya testa fue robada de su tumba y convertida en trofeo o en imaginario de algún rito. O en reverencia de sus cuencas vacías. Y la de Orfeo puesta en altar, desde cuya altura “una baba tenaz” invade la postración de sus adoradores.

 

5

“Tristia” se titula el poema de Ossip Emílievich Mandelstam, y de él se puede extraer el espíritu que habita este libro de Adalber Salas: Dice el nacido en Varsovia en 1891:

¿Quién puede saber ante la palabra “despedida”
cuál desencuentro nos espera,
qué nos promete el canto del gallo
cuando arde el fuego en la acrópolis,
para qué el gallo, heraldo de una nueva vida,
bate sus alas sobre el muro de la ciudad
cuando al amanecer de alguna otra vida
el buey rumia en el portal perezosamente?

Y esa misma palabra, “despedida” nos lleva a la muerte, al sacrificio de quienes fueron sacados de su tumba, en Kenia, sitio de Netaruk, donde “arqueólogos hallaron los restos de 27 seres humanos amontonados en la palma seca de lo que solía ser un lago. La datación por radiocarbono de conchas y sedimentos minerales permitió estimar que los cadáveres tenían entre 9.500 y 10.500 años de antigüedad. Se trataba de un grupo diverso: hombres y mujeres adultos —una de ellas embarazada—, ancianos, niños. Varios tenían las manos atadas. Todos presentaban traumatismos graves, señales de golpes realizados con objetos contundentes, como mazos, así como heridas producto de armas punzopenetrantes. Los expertos creen que los 27 sujetos fueron reducidos, ejecutados sistemáticamente y lanzados al lago, donde el limo se ocupó de conservarlos. Es así como los cuerpos aprenden a hablar, a decir la vida sin elocuencia, en kilos de carne, bilis, flema y saliva, polvo y brillo inclemente. La vida, labios abiertos, dientes cariados, osamenta de plomo. Cuero extendido bajo la furia del mediodía, su ojo tosco y cóncavo. Desaparición, despedida, miembro fantasma, ciencia trunca”.

El paralelismo de los contenidos, el estudio de una ciencia que aún no se comprueba, “trunca”, muerte al fin, inexpresable. Lamentosa, nocturna. O en la traducción que hiciera Belén Ojeda del poema de Ossip:

Yo estudié la ciencia de las despedidas / en las quejas nocturnas de lisos cabellos…,

que es diferente perspectiva, pero noche al fin y también despedida. Algún gallo cantará en la sombra.

 

6

“Un día en la vida”, titula en inglés Adalber Salas, y el lector desliza un recuerdo hasta el largo poema de Caupolicán Ovalles: “¿Duerme usted, señor presidente?”, que reflejara el sino de un país que, aunque distinto al de hoy, se vertía crítico en los versos de un hombre que en estos tiempos regresa en sus versos. Y en esta misma hora, Adalber escribe:

Antes de que suene el despertador, el señor
ministro ya tiene los ojos abiertos. Se levanta
con el sonido áspero de la herrería que esconde
bajo las costillas. Se cepilla los dientes, se
afeita. Sentado sobre la poceta, pantalones
alrededor de los tobillos, las manos unidas y la
frente inclinada en oración, pide a todos los
santos que intercedan por él, que lo libren
del cólico que pesa en sus intestinos, negro como
el pecado…

La ironía, un recorrido que desteje el tiempo, que lo hace parte de los eventos que aún no terminan de configurar un país.

El poema se pasea por la rutina burocrática, por la cama de la amante, por los ansiolíticos: el Rivotril, el Clonazepam, el Diclofenac para los dolores de espalda, el whisky para sostener el vilo de la tensión y el Losartán para bajarla.

Y mientras esto acontece en su organismo mental y corporal,

El destino del país cuelga de su temblor
cardiovascular, incandescente. Después de coger,
se encierra en el baño y orina tarareando “imagine”. Ha
estado sonando en su cabeza todo el día.

La ironía, un recorrido que desteje el tiempo, que lo hace parte de los eventos que aún no terminan de configurar un país: la política asomada en un personaje anodino que ha sido capaz de derrotar a toda una nación.

 

7

Dos tiempos atrapados en un poema. A la luz de los hechos, los eventos que por él transitan podrían consignar su temporalidad como referentes de ellos mismos. Y qué mejor manera que precisarlos a través de la dicción, de lo que sale de la boca como sonido articulado. Y afirmo dos tiempos en tanto que esas voces develan dos instancias que aunque son recurrentes en pasado y en presente nos hacen ver como si viviéramos ambos lados: el que dejamos atrás y el que nos aclimata hasta convertirse en futuro, que en verdad no existe hasta que se haya borrado como presente y pasado. El poeta se sujeta a esos sonidos para expresar su postura, una suerte de “poiesis” imbricada, su presencia y su accionar en el complejo mundo del ser humano, de la política, de la civilidad o el de la bestialidad que se conserva intacta en la mirada de moradores visibles e invisibles de las ciudades y sus horarios:

Palabras simples: lluvia, sol, casa, árbol, calle, madre, / padre, hermano, risa, ahora, animal, miedo. Simples / y confiables como dedos. Palabras complejas: nombre, / número, golpe, grito, pregunta, bala, acusación, pasado, futuro, paciencia, animal, miedo. Cuando era niño, solía / visitar a menudo el museo de ciencias naturales. Era / un edificio grande…

Esas palabras, las simples y complejas, se reúnen para verificar la hondura de quien desde la contemplación de un niño fue capaz luego de advertirse parte de un mundo de contrastes, diversificado, en el que el tiempo, esos tiempos, se detienen en el cuerpo muerto de unas muestras científicas, como si la ciencia no guardara distancia entre el sentir y el decir de quien los observa. O de quien resume su vida en esos cuerpos inertes, inanimados, sin ninguna solvencia para regresar o haber estado.

Esos animales amansados por los / conservadores químicos me / dijeron lo que debían: el poema / es el depredador / que ha sido cazado, desollado, macerado, cuya carne / se ha perdido y cuya piel cuelga, amenazante y ridículo, / sobre un esqueleto de palabras simples y palabras complejas.

 

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Pero más allá de esos abismos temporales está el dolor, la locura expresada en la enfermedad, en la vigilia, en la agonía: esas despedidas tan frecuentes, asimiladas como presunciones cuando están en el Otro que nos mira desde su último aliento, desde lo que le queda de existencia.

La poesía —la rasgadura— anclada en la persona, con nombre y afecto en la casa, en la que aún es, no como la abandonada, la que se quedó en una ciudad derrotada. Esta vez la derrotada es una mujer, de cuyo útero emergió la voz que habla, la que se decantó en su insomnio, en sus genes:

A todos nos daba miedo dormir bajo / el mismo techo que mi madre…

Y con estos dos primeros versos se conforma un poema donde todo lo anterior se acumula en la memoria de un niño, en el cauce del recuerdo:

…en su interior apretaba el nódulo que / había crecido en el seno izquierdo de mi abuela, / un corazón de utilería, un órgano de repuesto. Allí / guardaba la tos sucia, las visitas al hospital, / las pastillas, las noches en vela, todo sedimentado / ahora bajo la piel calcificada del sueño.

 

Los que huían de la casa —que era el país— terminaron asesinados por soldados.

9

El poema se lee como una película. Las imágenes resaltan sus movimientos con el ritmo del miedo. Frente a la pantalla del texto, los personajes. Unas mujeres, unos hombres, unos niños. Un bus que intenta cruzar una frontera. Pero antes, la casa, un relato palpitante, vivo, que se abandona con sus marcas, sus ventanas, sus enseres, su respiración, sus recuerdos. Y unas voces que sudan en los versos y sufren el abandono, la despedida, esa ciencia que vivieron todos los desterrados o los presos y asesinados en la Rusia roja, en la peste alemana, en la voz de los poetas de esas cárceles inmensas que dejó de ser para seguir siendo en el allá lejano de las estepas.

La anábasis, “el viaje hacia adentro, hacia el interior”, en este caso hacia un lugar que determina la libertad, una libertad imposible porque los que huían de la casa —que era el país— terminaron asesinados por soldados, protagonistas de un extremo de este recuerdo convertido en poema.

Un autobús en medio de la carretera. Así termina esto.
Un poco más atrás, abandonado, sin gasolina, hay un transporte
militar recorrido por agujeros de balas…

El final del poema podría ser descrito con los ojos abiertos de un cadáver, la despedida definitiva.

Alberto Hernández

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