1
Imagínelo en la esquina azul. Imagínelo entre round y round recibiendo las instrucciones de su entrenador. La brisa de una toalla que manipula uno de los aguateros. Imagínelo con la mirada fija en su contendor. Imagínelo solo, en medio del cuadrilátero, solo, sí, porque el adversario, quien hace rato falló un jab contra la cabeza despeinada del poeta, se bajó del ring y se fue a una esquina donde el bar más próximo tiene —o tenía— las cervezas más culos de foca.
Los espectadores lo leen mientras el peleador sacude con palabras la emoción de la sintaxis pública. Nadie se mueve. Las luces del coso boxístico de Las Vegas o el del viejo Nuevo Circo de Caracas se sacuden con los topetazos que el gladiador produce con los guantes. Sus manos finas envueltas por dos moles de algodón, polímeros y algunas libras, las propias para el peso welter o mosca de nuestro peleador parado sobre la lona del ensogado.
Y entonces lanza el primer zarpazo contra el rostro de quien lo ve con ganas de despeinarlo más:
Estoy frente a mi adversario.
Lo miro, cuento la distancia entre él y yo, doy un salto.
Con mi mano abierta en sable lo cruzo, lo corto, lo derribo, rápidamente.
Veo su traje en el suelo, las manchas de sangre, la huella de las caídas, él
no está por ninguna parte y yo me desespero.(“Combate”)
Se había quitado los guantes para blandir un sable, una espada samurái para el estoque final. Se hace notar angustiado porque sabe que las palabras no emergen a tiempo, el tiempo de su tiempo, el de su golpe ya casi sobre la raya de los tres minutos del round.
2
¿Quién iba a imaginar que un hombre tan pacífico como Rafael Cadenas se iba a subir a un ring de boxeo y luego iba a sacar una espada para defender sus palabras de esa sombra adversaria que se nos encima, que se nos arrima con la boca llena de espuma? Esa sombra con dientes afilados. Esa sombra inesperada.
Nadie lo pudo imaginar, como no pudimos imaginar que esa sombra rastrera se iba a aposentar en nuestras pupilas.
Campeón de boxeo, Cadenas se arrima al contendor, caen en un “clinch”. El árbitro los separa. Suena la campana y es la una de la madrugada. La ciudad no es la ciudad. Es un campo de batalla de silencios. Un motorizado, un mendigo que ronca en medio de la basura. Un niño que tiembla de frío bajo un toldo. Una mujer extraviada. Una calle negra, boca de lobo de un país también extraviado.
Cadenas se acomoda el pantaloncillo y se aproxima a la sombra. Un guantazo de revés hace tambalear al bicho que debería ser peso medio. O más. El poeta se acerca un poco más, dobla la cintura, quiebra y sacude un directo al mentón, luego un upper. La sombra se tambalea. El país cojea de una pata. El poeta lee un poema y todos vemos cómo se apagan por un instante las luces de Las Vegas donde boxea el campeón:
Me fustigo.
Me abro la carne.
Me exhibo sobre un escenario,
Allí no ofrezco el número decisivo.
Devorarme ¡mi gran milicia! Pero soy también un
armador tenaz.
Sé reunirme pacientemente, usando rudos métodos de
ensamblaje.
Conozco mil fórmulas de reparación. Reajuste,
atornillamientos, tirones, las manejo todas.
A golpes junto las piezas.
Siempre regreso a mi tamaño natural.
Me deshago, me suprimo, displicente, me borro de un
plumazo y vuelvo a montar el carafresca.
(No se trata de rearmar un monstruo, eso es fácil, sino de
devolverle a alguien las proposiciones.)
planto mi casa en medio de la locuacidad.
Me reconstruyo con un plano inefable.
Calma. Ya está. Entro en la horma.(“Rutina”)
Sí, en la horma. Ha acomodado el rostro más eficaz, la voz más silenciosa, la más ajustada a la mirada de quien trata de sacudirle el mentón. El campeón mueve la cintura, rodea a su enemigo y lo empuja para que se recueste de las cuerdas. Y allí, aconsejado por la esquina donde están Morocho Hernández y Cassius Clay, alias Mohammed Ali, el poeta elabora una imagen, una metáfora que podría ser para disgusto o alegría de quienes lo ven danzar sobre la lona o escribir a mano el rictus de su adversario: “Como el salto de la luz en una hoja”, y arremete suavemente. La sombra cae, trata de levantarse. Pero ya no puede más con tanto peso: silencio y palabras lo dominan en la brega.
Esto te debo: haber restablecido el instante en mis ojos.
Júbilo que no puede morir porque no tiene nombre.(“Recuento”)
3
Una vez hechos los anuncios por Pedroza, Cadenas se sienta en el banquito y mira hacia la otra esquina. No hay nadie. Pero más allá, el público espera. Entonces habla:
Los que nunca te habían visto / te destruían a espaldas tuyas. / Se consideraban dueños de tu retrato / que habían forjado de oídas / (y me asombra que nunca se acercaran a tu mesa para ver si había algún parecido); / pero nunca sospecharon / que la palabra enemigo / en ti / se desplomaba al nacer. / O era como una fuente / que tú cuidabas.
(“Respuesta”)
Silencio en las gradas. Silencio en el público. Las luces del fondo se apagan. Alguien quiere precipitar el momento. Rafael Cadenas se pone de pie. Mira a todos. Los recorre y dice para despedirse de ese lugar:
Los que hacen las reglas
no quieren que hablemos
nosotros
sino
las palabras.
Desean
hacernos desaparecer
de la página;
pero no nos resignamos.
somos viejos actores.(“Al lector”)
Uno de sus colaboradores levanta la cuerda y sale del cuadrilátero. El adversario no existe. Quien antes hacía sombra con él lo recibe en el último escalón y le extiende la mano, la que siempre se extiende para señalar que estamos desarmados.
El campeón de boxeo camina rodeado de sus entrenadores y amigos. Sale a la calle y escucha el fragmento de un recuerdo que aún lo mantiene atento:
Abandonados. Decidimos vivir. Algo sigue sustrayendo fuerza a la fuerza. Porque existe un espacio, que no se entrega, donde los enemigos se reconcilian.
(“Moradas”)
Sonríe. Camina solo por la calle. Extrae unas llaves y entra a una casa.
Afuera comienza a llover.
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