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Kerosén, de Valenthina Fuentes

lunes 25 de febrero de 2019
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Valenthina Fuentes
La poesía, siempre reveladora, irrumpe con toda su fuerza desde la animosidad de Valenthina Fuentes.

“Kerosén”, de Valenthina Fuentes1

Inflamable, la calle se abre a la protesta. Desde la poesía, el combustible que contienen las palabras provee a un posible lector de una carga emocional provocada por las conocidas imágenes vividas en avenidas y a través de las pantallas de la televisión.

Ella, la poesía, siempre reveladora, irrumpe con toda su fuerza desde la animosidad de Valenthina Fuentes (1985), quien con el título Kerosén resultó ganadora del Premio de Poesía Bienal Literaria Eugenio Montejo 2017, publicado el libro en Caracas en 2018 por La Poeteca, en la colección Seamos Reales.

Quien escribe este libro leyó la calle, la vivió, la sufrió. La sigue leyendo porque vivimos un gerundio doloroso que se percibe en los ojos de los caídos, en la sonrisa angelical de un moribundo, en las heridas incurables de los estudiantes, en el arresto, en la prisión, en las patadas, en el humo que invade la brisa, en el ahogo, en los gritos, en los disparos, en las máscaras policiales, en sus escudos, botas y cañones, bombas y demostraciones de la más estúpida agresividad contra quienes aspiran a una Venezuela mejor.

El poema, el largo poema de nuestra actualidad, se ve forjado en estas páginas de Fuentes, caraqueña investigadora en artes visuales y licenciada en Artes de la UCV, casa donde también estudió Letras. De modo que estamos ante una creadora que no sólo escribe desde la realidad que la rodea sino que hace arte, belleza punzante, desde la violencia. Recurre a la calle porque la poesía es callejera, cicatriz y sutura, voz, músculo y mirada fija en quien apunta hacia quien reclama que las palabras y la vida no sucumbirán ante la brutalidad y la barbarie del poder.

El título de este libro lo dice: una combustión pública invade todo el escenario de nuestra existencia. Nada es ajeno al fuego.

La brasa que queda también será poema. Las cenizas, la memoria que habrá de ser recogida.

 

2

El “asfalto/infierno” que han sido Caracas y otras ciudades del país suena en estos versos, en esta insoslayable referencia que ya es testamento para todos los que de alguna manera han recibido una ración de perdigones, tanto en la piel como en la asonada virtual de tantas imágenes perturbadoras.

He aquí que, entre otras tantas impresiones, Fuentes nos entrega estas: “las grietas del asfalto (…) plomo entre los huesos (…) mi lengua rota / habla de muertos”, sonidos presentes en el poema con que abre el libro.

Su escritura no deja detalle suelto. Escribe con todo el cuerpo, con la memoria que aún es ardor, rabia, dolor y también denuncia contra quienes arbitran el crimen:

Entre el canto fétido del río / al borde de la mañana sucia y la tiniebla creciendo / yo estaba en la punta de acero entre los asesinos / en el fulgor opaco / en vilo por juntarme a mis fantasmas / una estampida adentro / pero los asesinos discutían / se quejaban de la inflación / de la inseguridad / me pidieron permiso / me dejaron pasar por el horror / y sólo tuve que seguir la luz del túnel / como si fuera uno de ellos.

La poesía, su utópica elevación, desmiente, a veces se sacrifica y aturde a quien la lee. La poesía busca su espacio en un topos, en el lugar donde pueda reinar, y lo logra, de allí que confronte a esos asesinos que sacuden sus cuerpos espinosos y recurren a sus vicios para mantenerse en el poder, y de esa manera hacerse del paisaje de manera ilegal, militar y arrogante, ideológica, perversa.

El poema le ajusta cuentas:

…lejos / motores y sirenas / tejen / decibeles de sol / en el ritmo compacto de las pieles / en la polifonía del miedo y de la risa / en el tumulto grabado en cada cuerpo / en la mezcla indeleble de sonidos / en la herida de brasa / en la quema / sin nombre / de todo los que hemos sido expulsados / del paraíso.

 

3

El mapa se quema. Sus restos aún flotan ante los ojos de un país que se niega a desintegrarse. Y mientras el poder recurre a todo tipo de artilugios, mentiras y desmanes, el poema se arriesga, se lanza a la calle y pronuncia:

Cómo llega esta voz / su ráfaga de asfalto y gasolina // Una palabra tiembla sobre paisaje de humo // El rocío de hollín o la ceniza / desciende por las grietas del rostro / el sello de una trama confusa / y el percutir del aire saturado / sobre el respiradero de la boca // No se sacia de romper sobre mis bordes duros // El tizne de un murmullo vencido / moldea el cuerpo y la galaxia // Un circuito de alambre que entre-tiene / una pantalla sucia en todos los recodos // No se sacia de golpear mis orillas / y escarbar hasta el fondo en la sordera // Cómo llega esta voz // No distinto el soporte / su ensamblaje de las piezas oscuras / en el latido áspero del ruido / en las huellas gastadas / sobre cada formato / y el ardor de mirar / de la sal en los ojos / un mirar duramente enmarcado // Ahora sólo sed.

Después de esta respiración agitada: “Siempre uno sobre otro / cuando el límite se infama en la co(a)rtada / donde las pieles se bifurcan / las historias domésticas / la Historia / de la pugna ritual entre las penas / y los cuerpos tendidos // Tríptico de agua / bajo el oro crudo que enceguece”.

La ciudad en ruinas sigue su curso hacia la perturbación, “el quejido animal”, la muestra fehaciente de la usura política, del populismo iletrado, de la fascinación por el poder, del terror a la verdad, de la calle que arde, y una pregunta se deshace en medio de los gritos: “¿Quién reparte la memoria y el olvido?”.

El texto se hace carnal, carne quemada, y una voz recorre el estamento de toda la urbe: “Dicen las noticias / que lo descuartizaron / pero que ya no tenía manos / desde antes / pues nada podía sostener (…) el hecho sangriento ocurrió esta madrugada / no se descarta el ajuste de cuentas” (las cursivas finales emergen de la boca del mismo poder encumbrado en su culpa).

Desde “las fosas comunes”, desde el ámbito de la muerte, “Las moscas sobre la carne abierta”: el poema aturde, descompone la lectura y los ojos buscan otro sitio para imaginar lo imponderable, desde la pérdida del nombre, del apellido y lugar de nacimiento: el gran negocio en el que todos, duendes y fantasmas del desconcierto, indagan y se buscan para tratar de escapar: “y aún no sabré quién soy / cuando venga una tarde / (después de almuerzo) / a que me entreguen el documento de identidad / y pueda irme”, hacia “eso que llamamos destino”.

¿Qué quedará de todo esto?, pregunta el lector.

El poema responde:

Cayeron trozos de los muros
cayó pintura y esmalte
los colores espesos
de este desierto
minuciosamente amontonado
y ya no hubo textura para asir lo visto
lo vivido

Dejamos los ojos fijos en el tragaluz
sobre la hondura inmóvil
la mirada
en el centro de los desprendimientos.

Alberto Hernández
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