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El dedo de David Lynch, de Fedosy Santaella

lunes 10 de junio de 2019
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“El dedo de David Lynch”, de Fedosy Santaella
Disponible en Amazon

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Un dedo en la playa, en la arena, baboso. El dedo de un cadáver. ¿Un ahogado, un desaparecido forzosamente, el cuerpo arrojado al mar luego de un ritual? Arturo y Mariana hacen los personajes de esta historia titulada El dedo de David Lynch, original del escritor venezolano Fedosy Santaella, publicada por la editorial Pre-Textos, en la colección Narrativa Contemporánea (España, 2015).

Podría parecer un evento sin relevancia alguna. Podría parecer el engarce de un verso de cumming, que nuestro autor usa como epígrafe: “to play one day”, y dejar que el mundo siguiera su curso en el paisaje escogido para vivir una aventura y ser “un día” para todos los días.

Los que ocupan el relato, Arturo y Mariana, se hartan de los estudios de Letras y de sus padres y se van a retozar sus almas a la costa de Chirimera, un espacio edénico donde nuestros jóvenes se toparán con el dedo y donde ambos serán sujetos de libertad pero también de estrecheces existenciales, porque una red de intrigas, la locura, el miedo, las amenazas, la droga forman parte de la cueva donde permanecerán sus espíritus, atrapados en una realidad que, como toda realidad, tiene sus límites, su fin, tiene su tiempo, tiene sus pérdidas. Y todos los símbolos que rodean la relación entre ellos y los personajes secundarios o referenciales que aparecen como fantasmas o máscaras en esta novela de Santaella. Cada rostro es un significado: comedia y tragedia se dan la mano en estas páginas donde el humor alivia las cargas de los momentos de extravío de Arturo y la comprensión de Mariana.

La disipación —el dedo— alberga muchas sorpresas.

 

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Recorro estas páginas y me entrego a un referente: Piedra de mar. La escritura es siempre un homenaje, indirecto o implícito. Un recuerdo que se guarda y que emerge en cualquier momento. La herencia, el chispazo de lo que dejan las lecturas, favorece más de las veces la creación o recreación de otras historias. Arturo encuentra un dedo. Corcho encontró una piedra. Y el paisaje igual seduce, como sedujo a Reverón para sus pinturas o a Gustavo Valle para una de sus excelentes revelaciones narrativas. Un paisaje imaginado, de ficción, que halla sitio en nuestra geografía. Se trata de un entramado genético, literario, temático, informal, que, como afirma Auden en su ensayo “Dos bestiarios: D. H. Lawrence”:

El hombre es una criatura hacedora de historia, que no puede ni repetir su pasado ni dejarlo atrás; a cada momento está agregando algo y por lo tanto modificando todo aquello que previamente le ha sucedido. Por eso es muy difícil encontrar una imagen única que pueda resultar un símbolo adecuado de la particular experiencia humana…

Habría que pensar que quien navega en la lectura es un náufrago, que escoge la isla o la isla lo escoge a él. En este caso, Arturo y Mariana, como Corcho y Carolina, se asomaron a la playa y desarrollaron sus vidas, sus historias, que si son dispares tienen el mismo origen, como sucedió con la novela Huayra, de Freddy Hernández Álvarez, o el cuento de Guillermo Meneses “La mano junto al muro”, en los que vemos, sentimos y animamos el espíritu de distintas generaciones que se reconocen en la relación con personajes ambulantes, diluidos, angelicales o peligrosos, sumidos en sus contradicciones, a la orilla del mar, sacudidos por sus mareas interiores, desterrados por propia conciencia de sus deberes citadinos, de sus confortables habitaciones, de sus estudios universitarios para vagar por un mundo paralelo, vertido en tragedias griegas bajo el sol del trópico o en medio de un tugurio, entre turbulencias, fracasos, destinos inciertos.

La lectura de la novela de Fedosy Santaella le permite a este cronista mirarse en los extravíos de los personajes, quienes han atendido a la intención del novelista de ser parte de aquella oreja que David Lynch puso en manos de Jeffrey Beaumont en la película Terciopelo azul. Oreja que recogió de la grama el personaje y que cargó con ella como Arturo lo hizo con el dedo de alguien a quien la voz narrativa asignó a Lynch (¿quién linchó a Lynch y lo arrojó al mar?) y comenzó a formar parte de un mapa de situaciones que condujeron a Arturo y Mariana a relacionarse con toda suerte de sujetos en una región donde el libertinaje y los riesgos andan juntos. Una serie de senderos por donde ambulan y terminan muchas veces en el bar Costa de Oro, cuyo ambiente recoge la indigencia de una comunidad costera famosa por todo tipo de negociaciones.

La locura, el miedo, elementos simbólicos que reanudan a cada momento el deseo de continuar una lectura que también lleva a este cronista a tocar con temor la oreja fría de Van Gogh o sentir el olor del dedo que Arturo encontró en la playa y luego metió en la nevera. El dedo, un símbolo que abre y cierra muchas puertas. Un indicador del destino. Un agujero sin salida. Un túnel que podría ofrecer un escape si se interpreta el significado del símbolo, cuya lectura es plural.

 

3

Así como Arturo tiene varias caras que Mariana mira con mucha cercanía, dos bellezas atrapan y liman al lector: la que contiene lo sublime y la que suscita el espanto, lo terrible de eventos que sacuden a quienes se mueven en la historia.

Un cuerpo, el “dueño” del dedo, el símbolo, un sujeto amigo de quienes forman parte de la comunidad de voces que se asientan en las páginas. El final lleva al lector a moverse en una reunión funeraria, donde el cuerpo es enterrado, donde el dedo es entregado al deudo, guardado en un bolsillo para luego, imagina el lector, ser enterrado también.

La reunión concluye con un café, y así:

Rieron y luego los hombre se marcharon. Arturo se quedó en la puerta, miró hacia los árboles. Había algo superior en los árboles, en los árboles que alzaban sus ramas al azul. Había algo en el azul también. Algo grande en el azul grande. Pensó de nuevo en los pájaros y en su corriente perfecta de luz y vida. Y pensó en el mar, enorme gato que ronroneaba a lo lejos, que callaba y hablaba al mismo tiempo. El mar, donde se aprende, se dijo, y donde nos encontramos a nosotros mismos. El mar, donde somos, el mar lleno de verdades (p. 263).

“El mar, donde se aprende”, donde Arturo aprendió a tener miedo, a pedir perdón, a esconderse de él mismo, a reconocerse en los sujetos que lo presionaban. El mar, ese “terciopelo” que se encuentra con el infinito, tan “azul” como “azul” son ambos. Ese guiño, ese homenaje a la mencionada película al comienzo de esta nota, retorna para envolver a quienes se quedaron en esa costa imaginada e imaginaria como la vuelta al paraíso, luego de la “expulsión” de la ciudad, de la negación de Babel.

Alberto Hernández

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