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La meditación, de Miguel Marcotrigiano

lunes 17 de junio de 2019
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“La meditación”, de Miguel Marcotrigiano

El miedo, o el recuerdo del miedo,
o la conciencia de no haber tenido,
en realidad, el miedo suficiente.
Daniel Samoilovich

1

La escritura se derrama mientras la soledad se afinca contra quien convalece. La locura o la muerte, ambas, constituyen la materia donde habitan el silencio y las palabras. Y éstas, al fin y al cabo, serán las únicas que den cuenta de quien medita, piensa o escriba desde su sufrimiento, desde el cuerpo rodeado de sospechas, de voces, de cuerpos invisibles, de esa nada que perturba y también se ofrece como carne o pensamiento inermes en el poema.

La escritura de quien medita acerca de estas cosas logra su cometido: golpea, azora, azota, aflora imágenes que luego hacen del lector tan responsable como quien ha escrito la “culpa”, porque escribir es una vertiente “pecaminosa” que tiene como objeto limpiar el alma y hasta devolverla a su sitio de origen.

Meditar es sublevarse. También morir y regresar al sitio donde las palabras fueron capaces de revisar la vida que se tiene o que se tuvo. Toda palabra, toda voz, tiene sentido en el momento en que la muerte o la agonía asumen el tono de la conciencia.

¿Qué límites, qué fronteras se deben cruzar para que el poema, esa argucia meditativa, no sea una forma? Alexis Romero, en el prólogo del libro La meditación (Editorial Lector Cómplice/Fundación Caupolicán Ovalles, Caracas, 2017), de Miguel Marcotrigiano, afirma que “la belleza no tiene forma, molde o cárcel: la Forma de la belleza no tiene forma. La forma es la verdad. La Vida y la Muerte carecen de Formas”, y podríamos agregar que la muerte, la locura o la soledad constituyen formas desde una perspectiva alejada de cualquier imagen que se ate al poema. La poesía se contiene ella misma en su forma, en la que no tiene. En la que busca desde el momento de ser pensada. ¿Cómo deshacernos de la forma de la poesía si los temas son los que la reducen a su forma?

Esta reflexión abunda el libro que hoy se aborda. En estos versos de Marcotrigiano el miedo, la falta del miedo, porque su ausencia es también miedo, redunda en la “verdad”. Tanto la incertidumbre como la angustia son los materiales del miedo: la muerte, la locura, las dudas, el suicidio que no es la “tal muerte”, porque morir es lo natural mientras el suicidio es la aventura del morir, dislocan, trastocan el motivo de la meditación: se medita para ser parte de la paz, para encontrar algo, para alejarse del “mundanal ruido”. Para ser nada. Buda no existe. Sólo el árbol que le da sombra.

Y el mismo autor, Miguel Marcotrigiano, dice que “la locura y la muerte” son “un viaje no planificado”. Y califica el tránsito como “una bitácora de la peor de las enfermedades”.

Vivir es una enfermedad. Una patología estoica. Por eso, por ser una insania del cuerpo, es una “batalla (que) ocurre en la mente”. Nada que no sea mente puede ser cuerpo.

Parte de este poemario se sustenta, se basa en una teoría forense: el suicidio o la muerte como indagación, como instigación, como teoría, pero también como materia de miedo, de incertidumbre, de duda, de locura.

 

2

Martin Heidegger se deja caer por estos lares: “ser para la muerte”, “somos seres para la muerte” o “aquel hombre que tiene la noción de que él no muere sino que muere el otro”.

Dos propuestas, saber que se muere, que la muerte es nosotros, y creer que quien muere es el otro. Un prójimo que ya no lo es. Reflejo borroso que no es en su muerte. En esa filosofía del misterio también se cuela la de la mente, atenta a la locura, al no saber si se está o no en la realidad. O si se está y se tiene conciencia de que morir es parte de la existencia. De la Nada. Como la tristeza, un segmento de ella. O su continuación.

Meditar sobre estos asuntos mantiene atento a Miguel Marcotrigiano, por eso comienza este camino con:

Entre el pecho y el estómago / tengo localizada la tristeza (…) En esta hora incierta / pido un poco de paz / o de ceniza.

Hora incierta, hora imprecisa. La paz o el polvo que era el cuerpo o los recuerdos. La memoria, la tristeza como sustancia de lo que somos, de lo que éramos. De lo que seremos.

 

3

El mismo poeta advierte sobre los riesgos que correría el lector de este libro, pero no se hace “responsable por nada”, puesto que “quien lo escribió ya no existe”. No es el mismo. Es otro y sus circunstancias. Así que “quien desee visitar la locura de ese tiempo será bienvenido”.

Y hemos llegado. El riesgo forma parte de la misma angustia, del hecho de elaborar el poema desde el dolor, desde ese dolor que no se siente en la carne, que está más allá del cuerpo, que se puede proyectar y hacerse parte de la vida o de la muerte del otro.

El tema, ya dicho arriba, se conserva en estas palabras:

La cama del suicida es una balsa a la deriva (…). La balsa solitaria del suicida / espera por su próximo tripulante // paciente // en todo su cargamento / de tristezas.

La depresión le asigna a la balsa la bitácora de un viaje que no tendría retorno. Caronte también sabe empujar la nave: “la muerte rema / ciega”.

 

4

La oscuridad habita en todo verso. Por transparente que parezca siempre hay un rincón donde se esconde una sombra. La sintaxis del lector no suele ser la misma de quien escribe. Por eso

Pasar las páginas / también conduce a la oscuridad // la noche que regenera / reacomoda / recompone.

La noche es terapéutica. Mano esperada que aligera el peso. La poesía es parte de los escombros de quien se queja, de quien busca el alivio en el silencio, pese a que “lo mudo es perturbador” y “el cielo se hará pedazos” cuando la angustia se revela. La noche es un cobertor, un manto que esconde pero también ilumina desde la oscuridad. El insomne piensa mucho en la muerte. En el sufrimiento: la depresión es un poema aturdido.

“Esta es mi aflicción”, suena a oración ante un altar. Es la confesión de alguien que quiere sanidad.

La voz quiebra el instante, es el poema:

Veo un niño correr / solitario / por las calles de una vieja ciudad // La lluvia golpea su rostro / y las gotas se mezclan / con otras / provenientes del susto // La aventura ha terminado / la función concluyó / y es ahora / cuando comienza la película.

El insomne, el enfermo se ve en los sueños que ha perdido, los calca, los memoriza porque si le toca morir inesperadamente o por propia mano, repite las imágenes, las nombra y enseña su experiencia.

Una manera de expresarlo:

Cuando el discípulo / alcanza / la iluminación // el maestro comienza a disolverse en la niebla.

 

5

Vuelve el eco de Heidegger: “…se nace / con la muerte a cuestas”, y antes de deshacerse en la niebla, el poema recurre a su más cercano tema, la soledad, ese remanente de memoria que sigue a quien lo invoca con inútil urgencia:

Cuando golpea la ausencia / nombrar no basta // Gota a gota / cada palabra descuenta / la mitad de lo que queda // nada ni nadie / en el poema / nos espera.

¿Se puede hablar de esperanza? ¿Es una palabra incolora, cursi, demasiado metáfora en medio de tanta desazón, soledad y temores? ¿Sirve esta palabra en la poesía? ¿Es capaz un enfermo de pronunciarla como palabra, como tensión entre la incertidumbre?

¿Para qué es útil la sapiencia si la mente pierde la lucha? ¿Un cuerpo podría desdoblarse para sobrevivir?

Podría valer el texto, lo que el autor de El ser y la nada consagró en un voluminoso libro que luego se convirtió en estragos. El viejo maestro, el filósofo alemán, el anterior al francés, dejó la cuenta abierta: cada quien es responsable de sus actos. Existir no es acto gratuito.

El enfermo dice:

En la camilla de un hospital
volvimos a leer todos los poemas que hemos escrito
si te asomas por el borde del lecho
verás allá abajo las palabras
y más lejos
las imágenes del sueño que nos hablan
en un tono verdadero
la lectura del instante
más sagrado.

¿Valdrá algo pensar, decir, reflexionar, meditar si seremos nada? El poeta de este libro medita, esculca en sus adentros desde la tozudez de la mente perturbada. Se acoge a lo que siente: piensa, escurre la savia de su interior, la deja caer mientras intenta deshacerse del día. Acude al sueño, a lo que podría ser el sueño, a la duermevela. Y muere en su propia meditación:

Son noches para esconder tu cadáver / y que sólo sea hallado cuando la embriaguez de los otros / ya no sea.

 

6

Quien medita viaja. O se extravía. Quien medita hace del pensamiento la barca que lo conduce al silencio, al ruido enloquecedor o la cordura solemne. Quien medita podría no ser. No estar.

O:

no voy a ninguna parte.

Pero también podría repetirse en su silencio, reflejarse en la hondura, en la oquedad de una enfermedad curable si ésta tiene conciencia de su ser, de su diagnóstico, lo cual sería una ventaja en el momento de elaborar la lucidez.

El consejo queda flotando en la memoria:

Sé espejo callado.

Y la pregunta, la que antes era plural en quien esto escribe, se revela una sola:

¿Para dónde van mis palabras?

Tendrían el mismo sentido si preguntamos para qué sirven si el ser será nada en poco. O esa nada se convertirá en un ser llena de nada.

La oración condicional encuentra sentido en:

no abandonen este cuerpo / que para siempre sea su tumba.

Y teoriza, se inscribe en una poética de la inconclusión o de lo imposible:

A veces
un poema no termina
aunque le inventemos un verso.

 

7

La meditación se revisa en aforismos, una “Residua”, un “añadido” de pensamientos, rasgos de una poética que trasunta la anterior, cierra este libro de Miguel Marcotrigiano. Son textos en prosa, textos terapéuticos, forenses, meditaciones, oraciones, plegarias, dubitaciones, revelaciones, ambigüedades. Pensamientos. Recuerdos de miedos o de saltos oníricos, realidades tomadas al azar. Meditaciones.

Alberto Hernández

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