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La casa de los Ábila, de José Rafael Pocaterra

lunes 30 de septiembre de 2019
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José Rafael Pocaterra
José Rafael Pocaterra es ponderado por muchos académicos, historiadores, profesores, escritores y lectores.

Esta novela fue escrita hace veinticinco años. Quedó en precarios borradores mucho tiempo. Manos devotas e inolvidables que consumió la muerte copiaron aquella escritura borrosa y atormentada cuyo mísero papel se iba en pedazos. Ni la época ni el horror de los días que la gestaron y nutrieron han tenido el poder de reflejarse en ella: ¿llanto? ¿sangre? ¿sudor? —líquidos repulsivos e incongruentes: además, son pegajosos. Y el lector de ahora ya tiene bastante con sus conflictos por devorar para que le ofrezcamos de pasto los de generaciones pasadas.

Reclamaban los Ábila, desde el cajón de un mueble o viajando en el fondo de una maleta por las más extrañas latitudes, su “espacio vital”. Y como eran de aquí, aquí he venido a traerlos y a dejarlos para siempre. ¡Es absurdo! No hemos querido sembrar sino cosechar; apenas si enterramos a los muertos… Y Juan de Ábila no es cadáver de importación. Pertenece a su patria, es de ella: fatal, inexorablemente.

José Rafael Pocaterra. Caracas, diciembre de 1946.

“La casa de los Ábila”, de José Rafael Pocaterra1

He querido comenzar con esta nota como epígrafe, suerte de epílogo, que José Rafael Pocaterra trazó al cierre de esta novela (pero que se siente como parte de la misma historia), poco citada por la crítica y por los lectores que una vez tuvo, y cuyo contenido nos representa desde un tiempo lejano, opaco, que no deja de ser este que hoy vivimos. La casa de los Ábila fue escrita en la celda número 42 de la terrible mazmorra gomecista de La Rotunda entre 1920 y 1921. En el volumen de la Editorial Élite (1946), de 370 páginas, nuestro narrador dejó plasmada la Venezuela que no hemos podido superar como ciudadanos, la que aún se mantiene con una camisa de fuerza sometidos sus habitantes por el caudillismo de un republicanismo parroquial, porque si bien es verdad que logramos superar algunos escollos políticos, culturales y educativos durante cuarenta años del siglo XX, también es cierto que la semilla de la dispersión, de una genética sospechosa, nos ha retrocedido a la Venezuela que José Rafael Pocaterra dibuja en esta imprescindible historia.

Pocaterra es ponderado por muchos académicos, historiadores, profesores, escritores y lectores, pero dificulto que esta novela suya haya tenido el nombre y apellido de alguien que la haya puesto en el lugar que realmente merece. Es una obra extraordinaria, de una prosa que, si bien está apegada a una época, registra una belleza y exactitud magistrales. El lector que la busque y la encuentre no podrá despegarse de esta pasión narrativa. Espacio, tiempo, personajes, diálogos: la tensión se mantiene hasta el final. Es una novela que relata nuestras vidas pasadas, las de los que nos precedieron en bondades y pecados, en éxitos y fracasos. Es una novela venezolana, como los cuentos, ensayos y reflexiones del autor valenciano de Carabobo. Es la novela de una sociedad atada a convencionalismos sociales, culturales, religiosos y políticos. Es la novela de todas las caras de aquellos días de sombríos comportamientos, sobre todo de una emergente burguesía que se amparaba en el poder militar. Es la novela de la desintegración familiar por la conducta desviada de sujetos corrompidos, cómodos, vividores, desleales, confirmados luego por la ruina en que ellos mismos se convirtieron y convirtieron a parte del país. Es la novela de la Caracas emergente, entre el clima rural y el aspaviento urbano. Es la novela de la tierra, de la profunda tierra que Gallegos y otros también descubrieron luego. Pero es una novela que va más allá de los arquetipos. Es una novela psicológica, sociológica, política, que deriva en total por la complejidad de la misma realidad contada. Es una novela realista, amparada en un discurso bien trazado, con hermosos pasajes poéticos. Es una novela que pide lectores hoy, sobre todo aquellos lectores que están atascados en el país de este instante, disminuidos por la “presentidad”, alejados de su pasado histórico y cultural. Es una novela —considerada vieja— que se renueva con la mirada de un lector cuya agudeza vaya más allá de cánones o celos académicos. Es una novela lineal con saltos temporales en los que se puede avizorar la novela futura. Novela que contiene rasgos estructurales de muchas excelentes novelas europeas.

 

2

Subrayar, encontrarse con tantos temas, momentos, perfiles, decisiones de lectura que tomar para acercarse al legado ideológico/narrativo de Pocaterra.

Ese afán personal de subrayar, marcar la lectura, sincopar el momento y dejar que personajes y asuntos guíen la búsqueda, el placer de saberse imbuido en una historia, en ser también como lector protagonista o testigo de tragedias, convulsiones, revelaciones. En esta novela se juntan muchos de esos tiempos y espacios que enmarcan un país, ese país al que retornamos mientras nos quedamos instalados en las páginas de una novela, de esta específicamente.

Destaco, en esta nutrida historia del autor venezolano, el humor, la ironía política. Van algunos ejemplos para ilustrar la calidad de su trabajo:

Sólo la vieja Anastasia clavó su Virgencita de Lourdes en la cabecera de su catre, entre un retrato del “mocho” Hernández y el daguerrotipo en latón del niño Juan Domingo con el pipí de caracolito (p. 97).

Y Papá-Teo con un litro de brandy en las rodillas, escorchándolo aconsejó risueño: “Por el momento ya este es un ser bebiente!” (p. 161).

…temió que su papá, enfrascado en una discusión de óperas por allá, con otros viejos filarmónicos, se percibiera de algo… (p. 133).

…esa primera estupidez de los sentidos que tanto se confunde con la admiración… (p. 112).

…y el que lo diga puede soplarse un rotundazo… (p. 262).

La mujer como tema:

Porque para mí el único defecto que tienen las mujeres venezolanas es que se parecen demasiado a los hombres… (p. 164).

La tragedia, la muerte en el personaje Florita, traduce el dolor desde la sintaxis honda de quien ve de cerca la anécdota del desgarramiento:

Hubo un alarido horrible… Al pasar Florita junto al trapiche, resbaló con las melazas, metió el brazo para apoyarse en la caída y el engranaje había hecho presa en la manga arrastrándola hacia la trituración formidable de las masas.

El grito de horror de los que metían la caña respondió al de ella, y en la confusión del instante quedáronse todos, peones y maquinistas y fogoneros, mirando aterrados cómo de aquel pobre montón de carne, de cabellos y de zaraza hacían las muelas un lío sangriento, salpicando de sangre a diez varas… (p. 187).

Las imposturas, poses y cursilería de una sociedad inflada de dobleces forma parte de muchas de las páginas de esta novela, en personajes que dibujan a cierta “casta” criolla que aún pervive en sujetos adosados al poder, cuando muestran una riqueza mal habida a través de extraños negocios con los dineros públicos:

—Lo mismo que el entierro —dijo Inés— por ese lado estoy contenta: es el más bonito y mejor que ha habido en Caracas.

El fotograbado del túmulo apareció en las revistas: Nuestra Necrópolis monumental y aristocrática. Mausoleo de la familia de Ábila.

Se organizaron excusiones especiales con “los íntimos” para ir al cementerio a contemplar la obra, y sin falta alguna, el adulante de turno:

—Se acabó la tumba de Crespo… (p. 256).

Por supuesto, la política, el enjambre de “notables” que hicieron posible la presencia del último caudillo y luego del único que se mantuvo solo en el poder, Gómez. La geografía, el mapa que ha comenzado a ser repartido De esa sociedad emergen matrices como esta:

—Pero, ¿y los ingleses en Guayana, chico?

Tiró encendido el fósforo y concluyó vivamente:

—Era una región lejana, deshabitada; muy pocos conocían la importancia de las bocas del Orinoco entonces; el asunto cayó en un mundo declamatorio, encendido de controversias políticas. Se consideró el punto sobre un plano sentimental, romántico; ese misticismo que en la vida de ciertos pueblos y de ciertos hombres les hacía asumir una actitud interesante, quejumbrosa, melenuda y que hablaba de la “pérfida Albión” en política internacional como del “hado adverso” en literatura. En el fondo no les dolía un carrizo ni les duele. Nuestra eterna y empírica cuestión exterior con los dos o tres grandes países que importan es la modalidad falsa de nuestros desastres en casa… (p. 155).

Y luego:

Ese remedio, querido, cuando los que están ya preparando el terreno se metan aquí, cojan lo positivo y nos dejen recitar versos y ocuparnos en hacer revoluciones o sufrir largas dictaduras, siempre, naturalmente, poniendo coronas a los próceres y hablando de Bolívar… (p. 156).

…Del pueblo soberano morían como moscas. Una cosa infinitesimal, invisible, su majestad el bacilo, asumió la dictadura (…). A los muertos “decentes” los desentierran cuando se van los deudos y luego revenden la urna (…). Porque las urnas estaban carísimas. No había economía dirigida, ni médicos en servicio suficiente… (p. 344).

No podía faltar el perfil del venezolano, tan diestro en tratar de encubrirse:

-.Ten calma. ¡Mira que el gran defecto de los venezolanos es que nunca sabemos “empezar”!…

Ahora comprendía el sentido de aquel “empezar” (p. 302)

Un guiño, el petróleo:

—A propósito de “El Mene” —recordó de repente—, ¿es muy lejos de aquí?

—Sí; está retirado…

—Es que tengo mucho interés… quisiera ver eso (…).

—¿Y tú crees que eso tan hediondo sirva para algo bueno? (p. 303).

 

3

La narración precisa, directa, a veces metafórica, muestra una belleza inusitada. Nuestro autor en sus Cuentos grotescos es poco sutil. Precisamente, su “grotesquidad” tiene la intención de mostrar el lado más oscuro del ser.

En toda su obra creativa, Pocaterra devela la condición humana del venezolano de la época que le tocó vivir. En muchas ocasiones se valió de la poesía para sumarle a su labor el lado transparente de su talento verbal.

Algunos ejemplos:

A la lumbrarada distinguíanse miserables, como negras hormigas, aquel puñado de hombres que iban a combatir el elemento formidable en una soberbia de luz y de color (p. 200).

Le hubiera sacado los ojos a ella; pero contestó a su saludo con una sonrisa tetánica… (p. 261).

Había a ratos un profundo olor a violetas, a mujer desnuda (p. 269).

Treparon alegres, trochando, la otra ladera; atravesaron un bosquecillo, y ante ellos, bajo las últimas ramas, como tras de una viñeta, se extendía, inmensa, la línea verde-gris de las llanuras… Por ellas marchan hasta el anochecer (…). El amarillo se torna luego ocre; más oscuro el verde, más gris el zafiro; la bruma lejana comienza a ennegrecer; y en un espacio limpio revienta el botón de un lucero que cae temblando en las lagunas… (p. 283).

 

4

La gran metáfora de esta novela es Venezuela en la casa de una familia adinerada caraqueña que cayó en la miseria. Como en la mayoría de sus escritos, Pocaterra se vale de la historia para recrear su ficción. En este caso, una pequeña porción de venezolanos que habiendo sido opulentos, “safriscos”, arrogantes y soberbios, logran arruinarse por el dispendio de placeres y vanidades. Juan de Ábila, el joven protagonista, el no amado por la familia, el tonto como lo calificaban, el que se dedicó a trabajar la tierra de su padre, en medio de tragedias y esfuerzos, sacó de la miseria la casa, abandonada, sola, luego de la muerte de quienes la habían destruido.

Esta es la novela de nuestras verdades y mentiras. Es la novela que debe ser leída en estos momentos cuando la casa que habitamos ha sido invadida por quienes la han exprimido hasta convertirla en una ruina.

Alberto Hernández
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