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Retablo de plegarias, de Fedosy Santaella

lunes 6 de enero de 2020
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“Retablo de plegarias”, de Fedosy Santaella
Retablo de plegarias (El Taller Blanco, 2019), de Fedosy Santaella

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Son como oraciones donde Dios se asoma, pero disimuladamente. Son oraciones en las que participan varias voces, dos o tres países, muchas aventuras que han nacido desde la niñez. Entonces, quien lee este libro de Fedosy Santaella entiende una biografía. Estamos frente a Retablo de plegarias, publicado por El Taller Blanco, colección “Comarca mínima”, en Bogotá, Colombia, 2019. E igual, estamos frente a unas historias que han pasado en pretérito y siguen pasando en este futuro que ya es pasado y se convierte en presente continuo.

El libro del que digo está dividido en cuatro espacios, en cuatro asuntos, en cuatro aspiraciones: “Plegarias del tiempo duro”, “Plegarias del muchacho que estuvo en la gran ciudad”, “Plegarias lejanas” y “Plegaria de la mudanza”. Un largo recorrido en el que nos vemos, nos sentimos, como nacionales, como trashumantes, en la ciudad o pedazo de país que respiramos, y como extrañados, desterrados, “turistas” obligados, apátridas con los ojos puestos en cada recodo del mapa natal.

 

Somos esos nombres y sus aventuras, sus versos, sus voces en tono mayor. Sus mayúsculas y sílabas marcadas por el tiempo. Somos Fedosy Santaella con ellos.

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Este libro de Fedosy Santaella, el mismo que tanto hemos escrito desde la poesía, la narrativa, el ensayo o los ensueños, una vez más toca muy de cerca, nos cuestiona y nos asume como protagonistas del yo del narrador, desde el universitario que fue, desde el bebedor de cerveza, desde el que comenzó a afeitarse frente a un espejo donde lo nombraba la familia, la sagrada familia genésica, inicial, la de la tierra original. Este libro es un libro de recados, de vertebraciones íntimas y ciudadanas. Es el volumen en el que cualquier venezolano se puede instalar a verse como lo que es, un sujeto lleno de memoria que se reconstruye a través de la nostalgia, esa dolencia por la pérdida de la infancia. Aquí, Santaella nos habla de la pérdida de la infancia de un país, nos dice de sus logros, faenas, goces y sobresaltos en un país “feliz”, a veces estropeado por las desfiguraciones de sus dirigentes, que casi no aparecen en escena. Y esos cuatro espacios en los que se divide el libro nos describen. Nos hace vernos otra vez en el espejo. O en el pozo de agua sucia en que han convertido nuestro patio.

 

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Provoca, y lo hago, invocar a Leoncio Martínez, a Eugenio Montejo desde “Güigüe”. A Vicente Gerbasi desde Canoabo. Al poeta Muñoz desde sus códices algebraicos y su relato fronterizo. A Cadenas desde su destierro. A Tortolero desde sus venenos. Es decir, somos esos nombres y sus variantes. Somos esos nombres y sus aventuras, sus versos, sus voces en tono mayor. Sus mayúsculas y sílabas marcadas por el tiempo. Somos Fedosy Santaella con ellos y con los anónimos que lo han acompañado en Caracas, en las ciudades en las que ha estado y ahora en México, la tierra que lo acoge.

Y desde esa evocación, el hombre que estructura este libro y nos lo entrega para que nos veamos. Para que nos sintamos él desde su biografía y la de los nombres que pronuncia en cada línea.

 

El país que huye, el que se va, el que toma un avión o sale por una línea fronteriza invadida por el miedo.

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Las primeras plegarias hablan del “dolor del poema / del dolor del poder”, dos maneras de abordar la vida de un país, la vida de un sujeto que vive en ese país acosado por el poder. Es decir, ese segmento del libro es el país que hemos perdido, el país que duele, se duele y nos duele. Es el país destrozado, calumniado, ofendido, humillado, transformado en letrina. Es el país que no encuentra reposo. Es el país desquiciado, “dirigido” por maleantes que han borrado la sonrisa de quienes lo han construido en el pasado. Es el país de un joven que lo vio caerse a pedazos.

La segunda parte es el país visto a través del retrovisor, el país de antes de la tragedia. El país que nos hizo, que se hizo con nuestros padres y nosotros. El país, el “verdadero”, con sus fallas y sobresaltos, pero era el país. Campamento o no, era el país. El país de las escuelas, el de las universidades, el país del decoro, el de las denuncias de corrupción, pero era el país que se sostenía de pie. Era el país de la Caracas vivible, capaz de albergar emociones felices. La ciudad que contenía en su vientre a los estudiantes, profesionales, trabajadores, a los que eran capaces de reconocerse en sus habitaciones y aulas de clases. O territorios conquistados con el sudor de su inteligencia.

La tercera parte de este trabajo de Fedosy Santaella es el libro de las despedidas. El país que huye, el que se va, el que toma un avión o sale por una línea fronteriza invadida por el miedo. Es el recinto de los poemas por donde han pasado los ojos y el corazón de nuestro autor. Placeres y soledades, silencios y sombras, donde “cualquier cielo es una tumba”. También retazos en prosa donde el alma se mueve como un caracol.

Y la última estación de este viaje mítico es el de “la patria destajada”, la patria dejada atrás con los hijos, los que duermen mientras a lo lejos agoniza el país que los vio y sintió nacer. Es la parte de la valoración de otras calles, otros personajes. Es la plegaria de las maletas, de los secretos llevados en algunos libros marcados. En los poemas aprendidos de memoria y algunos olvidados pero presentes en su simbología.

Este libro nos llena de preguntas. Y con las disculpas por personalizarlo, nos duele como si fuésemos sus personajes. Como si fuésemos Fedosy Santaella.

Alberto Hernández

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