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Orfeado insilio, de Hernán Zamora

lunes 27 de enero de 2020
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“Orfeado insilio”, de Hernán Zamora
Orfeado insilio, de Hernán Zamora (Oscar Todtmann Editores, 2019). Disponible en Amazon

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La lectura, cerca de un río, podría ser el Estrimón, destaca la frontera entre la realidad y el mito. El lector ancla los ojos en la corriente. En algún instante, Eurídice pregona una gracia que sólo es superada por la lira de Orfeo. El dominio de la música del personaje descubre el poema, la estructura de su angustia, esa que no ha dejado de ser mencionada por la poesía universal, por la que se tiende sobre ciudades y campos desolados. Verdes o cautivados por la mirada soterrada de alguna fiera.

El poema respira la atmósfera de la antigüedad. No ha dejado de ser. Es el mismo tono que los labios de Orfeo ejecutan para quienes, alucinados, son testigos de la atracción entre ambos personajes.

Quien vuelve al mito lee el tiempo que ocupa la poesía, el lirismo de sus sonidos o la nomenclatura de su edad. Quien invoca a Orfeo es también Eurídice. Y es envuelto por el parpadeo del Cerbero, dominado finalmente por quien ejecuta la lira y canta. Así la poesía, capaz de someter a quienes un día eran doblegados por la sordera o domesticación ideológica.

La poesía de hoy, esta que me convoca, la de Hernán Zamora, me detiene frente al río Arauca. O ante la majestad del Orinoco. Cerca de la corriente del oscuro río Tiznados. Y más allá, donde el poeta habla, el eco de Montejo, María Zambrano, Jacqueline Goldberg y Ovidio, acentuados en epígrafes que abren las páginas de Orfeado insilio, poemario publicado por Oscar Todtmann (Caracas, 2019), en edición especial que ahora, cuando quien esto escribe se desquita del cansancio de un viaje, tan mítico como Orfeo, abre de par en par la boca de la caverna de los destierros y descubre el inframundo de sonidos amparados por el clima de estos días que siguen siendo el peso del agobio.

 

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El título merece ser leído desde su interior. Un participio pasado que en préstamo desnuda el nombre del personaje. Conjugar un sustantivo convertido en verbo, sujeto, humano ser, desterrado en su propia tierra, en el insilio de su permanente lucha. Orfeo cantado desde él, desde su encierro en el amor a Eurídice, en la transición entre un río imaginado, el infierno y el fluir verbal por el que se mueve, el Estrimón, y como todo río, metáfora de un permanente viaje.

Una de las vertientes es el espejo. Podría decir orilla, ribera, donde la sombra ajena, prestada por el eco del tiempo, referente de antiguas geografías. O de recién descubiertas lejanías que, de tan cercanas, ya no son.

Orfeo en su aurora de pie forzado / de una caribe montaña / (aquella madre lo recuerda).

El texto no abrevia nada, continúa su tránsito o síntoma de la música de quien lleva nombre en este libro: “Sigue soñando con el río”.

La voracidad de la memoria, eso que Víctor Hugo Díaz resume con estas palabras:

Prefiero las voces diferidas, distintos hablantes que buscan dar cuerpo a una voz pública encarnada en escenas, detalles (observación) y fragmentos que hagan levantar la mirada.

Esas voces, las de los personajes que aquí viven, se hacen un solo yo poético. Orfeo canta en la ciudad, en Caracas, la que una vez fue tildada de horrible (y lo sigue siendo aún peor), la ciudad que aúlla, la ciudad invadida por el chillido de las ambulancias, por el llanto incontenible de las calles. No obstante, se escucha el sonido, el hondo sonido de la flauta. Y en un instante “algunas palabras”, ese Montejo que se destaca como homenaje en estas páginas.

Y mientras pasan las horas, las nubes, el que anda y desanda detrás de Eurídice (es una metáfora o una inflamación), “a través de esa palabra que no pronuncia / que no puede pronunciar”, irrumpe en la escritura y se hace poesía “diferida”, instante del poema, “voz pública encarnada en escenas” en la “Angustia órfica”, traducida de esta forma:

Dibuja soledad en una casa / paisajes detrás de sus párpados // Atrapa de universos las vocales / consonantes en fotografías redondas // Aparecen nítidas las voces / lineales prendidas deseosas // Presiente nubes de luz ansiada / por instantes tacha raya borra // Escribe limpio en la memoria / pero nada pasa y pasa alada // Deja tras de sí un crujir de ramas / el poema verde que huyendo le abandona // Llévase en su cola de palabras largas / el río el jazz y el perdón de la rocola // Orfeo se duerme y duerme en Angostura / cuando crecen el olvido la furia y la congoja.

 

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Desde esa música, la caverna, el mundo hundido, el interior, el que la tradición griega inventó para que el mundo supiera de sus sombras. Y desde momento, la caverna es la sombra: “La noche en que Orfeo / despedazado fue por las furias…” y “el cielo cayó”.

En esta muestra, la metáfora de lo que hoy somos. El mayestático nos compromete. Orfeo —en su angustia eterna— nos convoca. Nos hace plural en todos sus intentos, y en este de Hernán Zamora también estamos, somos, singular para quien tiene en la soledad la entrada y plural para los que intentan salir y ver el rostro de la Eurídice total, para arrimar “un poco de fe a su café”.

 

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¿Qué hechos, eventos, signos o imaginaciones nos congregan alrededor de este Orfeo que también canta en la calle sus designios, el poder descargado por la miseria, el destierro, el insilio y la muerte?

 

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Desde su inmersión, desde los ojos que aún ven, el fantasma de su nombradía hace de esta lectura un inventario de lo que hemos visto y sentido:

pulverizan el canto // Arrojaron pronombres por cloacas // lanzaron preposiciones conjunciones / a Filas de Mariche a Ojo de Agua / a La Bonanza a Las Mayas // A tumbas del helicoide / nombres sustantivos / tiraron // Al Guaire / en nubes lacrimógenas / sus verbos // Aun así / no pudieron destruirlos // su voz fluye recóndita entre tórax vivos // Ahora en Paria en Perijá / en Canaima / La neblina / desde Naiguatá desciende a Todasana / retorna al Parnaso / besa el mar de Lesbos.

El mito deja de ser. Es un largo instante real sujeto a un personaje que a diario imaginamos. La poesía vierte su legado, la sustancia de un nombre que es “el olfato de un sabueso rastreando el laberinto”.

Siempre está en movimiento. La música de las cuerdas que toca forman parte del tránsito de su inmortalidad, mientras el perfil de Eurídice es personaje en otros paisajes. La voz del poeta emerge:

Para el viaje / dejó cuatro granos de sal en los labios / y una cáscara de almibarado limón / prendió en su frente.

La mano bíblica, el eco del pasado en las llagas de Lázaro, en los párpados recién abiertos. Y la sonoridad del Adriático y el Orinoco para darle libertad a “el júbilo de un oboe doble”.

 

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La sombra de quien anda, de quien activa la saliva para pronunciar un nombre. El sujeto, el drama de su diario vivir en ese “cada quien se deshace / al paso que marca / cruzar su calle”. Un mitema, el asunto de existir o no, “Entre ser y no ser / nada”.

Y es nada y es todo. Mito, realidad, sueño, despertar, preguntas:

¿Dónde cabe el cuerpo / de quien no es? (…)

¿Qué túmulo lo recordará?

 

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La gramática del yo, de ese ser que dejó la sombra alojada en el tiempo, en las líneas de una lectura permanente. Orfeo sigue cantando y cuando calla se oye el pasar de una página. Quien lo nombra hace posible un plural: un plural define la soledad de Uno:

Cada pronombre es / sustancia de persona // Toda persona es máscara…

Y desde esa visión los suspensivos del ser, el continuum.

El poema juega con la letra P. Un acercamiento en cursiva a Rafael Cadenas. Sus “Falsas maniobras” siempre nos recurren, mientras un eclipse en Mileto se refleja “En un charco (que) también se refleja en el cielo”.

Vuelve a la ciudad, al plural desbocado, al Orfeo multiplicado, a la canción oscura. El presente es una llaga. Una línea de cuerpos humanos resignados. Un montón de gente: “La manada calló de pronto / El semáforo cambió”.

Y es Caracas, el ombligo del mundo nacional, la quiosquera, la pesadilla. Y en las paredes, en la boca del estómago el Che, Marx, los gritos domésticos, el hambre, la basura, la lira órfica en la pupila muerta, el exilio interior, el padre, la familia escindida.

 

8

El poema “Insilio”, el que ausculta a Gerbasi, a Montejo, a Goldberg, a Borges. Un tifón, el arrase de un mapa, la escritura, el canto “hacia adentro / sostenido / exiliado” de los que en este libro alojamos las huellas imborrables de tantos desterrados, desaparecidos, insultados, borrados.

Alberto Hernández

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