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Zona muerta, de Oswaldo Antonio González
Una escritura desde la pantalla

domingo 5 de abril de 2020
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Oswaldo Antonio González
El poemario Zona muerta, del escritor venezolano Oswaldo Antonio González, fue publicado por La Mancha Ediciones en 2010.
“Los escritores siempre tuvieron la ambición de hacer cine sobre la página en blanco:
de disponer todos los elementos, y dejar que el pensamiento circule del uno al otro”.
Jean-Luc Godard

1

Freddy Krueger roza sus garfios de acero contra la destreza del poema. Desde la sala oscura o frente a la pantalla del televisor, quien imagina el poema borra la película y deja el rostro del personaje en el fondo del relato. Quedan los títulos en la memoria, son nata en la premura de quien se dirige a la hoja de papel, a la pantalla del computador y desliza retazos de aquellos lejanos ecos: Martes trecePesadilla en la Calle del Infierno, en los que Terry Kiser, John Buechler o Wes Craven son también un mal sueño. Pero no, el espectador, que ha sido víctima durante varias horas, se mueve sin temor alguno.

Te juro / no quisiera / de rigor estar vestido / sin claridad / postrado // en medio de la fiesta // Sacudiera estos versos ateridos / de anotaciones ciegas / países que se inventan / el deseo // Si alcanzara el compás / derecha un dos izquierda un dos // Si bailase / flotaría en mi libre Dios / No habría sangre en mi cara / de invitados y novias / que reían.

¿Dónde está por todo esto el sujeto que ingresa en nuestra pesadilla personal y destroza el sarao de nuestros sueños? Freddy Krueger se agazapa en el texto y discurre con sangre en las garras. ¿La mía, la de aquella muchacha que se quedó dormida en la fiesta?

El poema justifica la existencia del título y descansa a la orilla del miedo. Alguien despierta el texto con una carcajada. Ya no es como lo afirmó Godard. Los escritores intentan hacer cine desde una pantalla en blanco que se convierte en palabras, en la sonoridad de historias que “circulan del uno al otro” con plena libertad. Sin sudor en las manos.

 

2

La justificación para construir este libro está en una pantalla, donde los ojos de Oswaldo Antonio González están fijos, en blanco, como el papel que más tarde habrá de usar para imaginar el mundo que Stanley Kubrick coloca en la cara de un demente. Desde El resplandor de la atención del escritor que Jean Luc-Godard prefigura, desde esa máscara llamada espectador, el poema se disuelve en él mismo: “Huya / de tanta infección // Llévelo todo / el pubis / las obras completas / Borre de la pared los signos / del deseo “Manantial que no cesa” // De esta noche / sin cimientos sobre roca…”.

Siempre el deseo, el ámbito del ímpetu. La noche del cine, la de la sala a oscuras, amplía las posibilidades íntimas de las imágenes.

En el ínterin, las tiras cómicas sustentan la carrera hacia lo cotidiano. Los comensales se miran en los ojos de Meteoro, en el idioma del Pato Donald, en las pantuflas de Tribilín. En las audacias de Batman sin Robin. La realidad es más poderosa,

y el codo en la mesa / la desmesura / de esta tipa al tragar / sus espaguetis Boloña.

 

3

Un día se le ocurrió a Borges asomar la nariz y afirmar que sus primeros relatos “son el irresponsable juego de un tímido que no se animó a escribir cuentos y que se distrajo en falsear y tergiversar (sin justificación estética, alguna vez) ajenas historias”. Algo parecido discurre por este libro de Oswaldo González, si decimos que el cine, ese correlato de la realidad, se insertó en un poema y se hizo parte de una existencia, la del mismo autor convertido en víctima, porque quien aguza la imaginación para hacerle un tributo a Stephen King vive con los nervios a flor de piel. Por eso estos textos son un susto donde la inteligencia del poeta se abre y se debate entre un humor muy fino y un temblor en los verbos.

¿Quién no ha querido ser hombre lobo? ¿Quién desde la licantropía del sueño no ha abordado el aullido de aquel sujeto que atendió al dicho del “lobo del hombre” y se quedó con el lobo en sus genes? González también se hace animal de mucho pelo y se desliza bajo el astro a repartir las huellas que al amanecer suscitan dudas y discordias. Aquí nos lee en voz alta: “Luna reina loca / pálida de contener un grito // Cuando empieza a asomarse / entre los negros pinos / mi alma gime / hostigada / por la belleza”. ¿Será la misma belleza que Rimbaud castigó? ¿Cuál lobo lleva el poeta en su alma? ¿Quién lo hostiga entre versos?

Un poco más allá, la Zona muerta donde la imaginación corrobora la vaguedad de la historia que la pantalla cuenta. En este ángulo de la sala el poema susurra: “Me he desnudado hasta dar mis huesos a un poco de luna / fría sigilosa”. Uno, impuro y solitario lector, mira cada paso bajo el disco amarillo de la desolación. La noche es propicia para desgarrar la carne y dejar que el poema germine mientras la gente abandona el local. Los caracteres terminan de vaciar los temores.

 

4

“Se ve una manera de ver”, para decirlo casi como V. F. Perkins en El lenguaje del cine. ¿Qué ve un poeta en una película? Habría que estimar su deseo, tantas veces expresado en estos textos. Habría que pesar su angustia, su “felicidad”, sus sueños, quizás perturbados por alguna pesadilla. Habría que ver para ver. Nos alejamos de un modo de abordar los miedos para encarar el que nos suministra Relaciones peligrosas, aquel duelo impertinente en el que los bajos instintos se congregan: “Un murciélago / y un joven // Maravilla / que engendran el arte / y la ciencia / singular pareja // El Guasón ríe / insondable / Tanto que hacer / y tan poco tiempo”. El mismo tiempo de la muerte. El mismo de la vida. Quien ríe se refleja en el rictus del que cae fulminado por la traición, por el filo de una espada. Queda a la orilla del poema un trozo de celuloide.

 

5

El libro continúa de pantalla en pantalla, un poco borroso porque cuenta otras historias. Se hace poema desde la perspectiva de un sujeto que crea, inventa, recrea, reinventa, hace un inventario de imágenes y se va lentamente sobre otros títulos como Portero de noche, donde la libertad es oscura. La mosca en sus varias versiones se posa sobre un “postre precario”. En La guerra de los Roses “todos sufrimos/ plagas cotidianas”, mientras una voz aparta el odio, el rencor. Así, El silencio de los corderos “las nubes braman / sus ansias de tormenta”, mientras Allí yace mi amada: “El niño solitario / yace sobre su cama / de costado // Escribe / Es tanta la tristeza / y sin embargo / la brisa hace bailar / suavemente a las hojas (…) Atisba su destino / de poeta / forense”.

Jalona en La sociedad de los poetas muertos, lugar donde Peter Weir deja vivir y sufrir a un Robin Williams pedagógicamente aventurero.

Con este libro, con esta puesta en escena de títulos en los que las películas se han quedado en la pantalla, Oswaldo González nos demuestra su capacidad para hilvanar sus propias pasiones, su amable manera de tocar y verbalizar lo que hace tiempo quedó en su retina. Pero más, quedó en su alma, ese espacio que suele jugarnos malas pasadas, como ésta en la que un poeta se convierte en personaje de muchas historias contadas por otros. O por él, que es otro.

(Prólogo al libro Zona muerta, publicado por La Mancha Ediciones, Caracas, 2010).

Alberto Hernández

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