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La forma del poema, su cuerpo visible, previsible. La forma invisible que le da la poesía. Una forma, un cuerpo cargado de imágenes, de volúmenes y sonidos que acaparan la atención del mismo texto convertido en lector.
La manera de escribir el poema se escapa de la tradición. La plática se establece en las líneas o curvas, en los espacios en blanco, en las pausas, en los silencios, en el encadenamiento de ideas que contienen personajes, narraciones y apuntes literales sujetos a un horario.

El reloj se presta para darle espacio al tiempo, al poema que registra su tránsito por la página que nunca ha estado en blanco, porque el blanco también es parte del poema. Y muchas veces el poema mismo.
Trazar una línea, una raya. Buscar la mirada en una elipsis o en una parábola. Sentir que el triángulo se sostiene gracias a tres significados, a tres alusiones, a tres sospechas. Y por un intersticio ingresa el sonido y se hace forma, como el aire en una botella. Como un grito en plena noche en la soledad de la muerte. De un disparo, del rasguño de una navaja. La cicatriz también es marca para que por esa grieta formule la geometría de un poema.
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Muchas veces el poema se libera, acude a su propia libertad. Se sacude de las fórmulas, de la tradición. De la línea recta, pero también podría ocurrir que las formas, las diversas formas en el poema, lo encarcelen, lo sujeten. He allí el riesgo, aunque la mayoría de las veces salen airosos el autor y su poema.
El exceso de libertad podría traer anarquía, libertinaje. En este caso, el autor hace uso de su libertad, pero no se pierde, le ajusta las tuercas a su intención y logra que su libro tenga la voz, la misma, desde el comienzo hasta el final, entre prosa y verso: versos que “prosan” y prosa que versa. Una versación de la que extraemos la poesía, la esencia de la aventura.
Por ahí anda Jairo Rojas Rojas con este título, Geometría de la grieta, publicado por El Taller Blanco Ediciones en su colección “Voz aislada”, en Bogotá, Colombia, este año de 2020.
Son poemas cuya libertad se expresa en el uso de voces que a diario se oyen en la calle. El poema se larga a decir, no para, se encadena con sonidos que indican un ritmo y una velocidad, en el caso de la prosa, emergente, mientras que en los versos se atenúan.
La política del texto es decir, transmitir lo que está allí, en el lugar, en el ambiente, en el barrio, la mirada, en los sentidos, en la sinestesia del clima al nombrar “malandro”, por ejemplo. Poema de denuncia, desnuda sin recato alguno todo lo que ve y huele.
El país desatado en el texto, en su geometría agrietada.
(***)
6:00 am.
Detesto que me despiertes / con cañones / en mi sien: / saturadas de rancio / miedo, colmada / de un niño agonizante, helado, / odio tu ley…
(***)
Los poemas rompen su estructura. Hacen grietas. Buscan un espacio para poder respirar en el blanco de la pantalla, que ahora es página iluminada. Se acomodan a su gusto, se anarquizan a veces, se hacen mirada detenida en el lector. Mientras tanto, las agujas del reloj corren.
(***)
Ese insistente regreso a la infancia, al niño que se fue, y desde él ver esa geometría, ese mundo plástico, lleno de líneas, rayas u círculos, recuadros donde en el fondo un foso y la pregunta: “¿Quién soy?”.
Este viaje cronometrado, con el reloj en la mano, se ajusta a una rutina, la nostalgia y el fragor de la realidad. Tachaduras, revisiones. Y la foto de Doris Salcedo.
Un tanteo: un poco de Juan José Tablada con el acierto de la hora de hoy, con el poema tipográfico en pantalla, con el poema que nos ve. Poesía visual para “los hijos del plomo”.
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