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Cerodosochoseis, de Francisco Arévalo

lunes 9 de noviembre de 2020
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“Cerodosochoseis”, de Francisco Arévalo
Cerodosochoseis, de Francisco Arévalo (Bid & Co., 2014).

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De títulos extraños, este que el poeta Francisco Arévalo ha usado para su libro de poesía. Pero resulta que nuestro autor se ha valido del código o número de área telefónica de su ciudad para abrirle las puertas a una llamada en la que la poesía sea la respuesta, sea el mundo que el oyente tenga como primera impresión al levantar el audífono.

Arévalo vive en el estado Bolívar, entre Upata y las instalaciones de Sidor, entre los dos ríos que le dan la fuerza para respirar y escribir sus libros, sean de poesía o narrativa.

En el prólogo para su libro Más sobre el río (Estival Editores, Maracay, 2011), quien escribe esta nota dijo: “Dos ríos cruzan la existencia de Francisco Arévalo: el Orinoco y el Caroní. Dos fuentes verbales sometidas a la eternidad de la corriente”, y esa corriente vuelve a ser sonora y visible en estos poemas que se reúnen para conversar con el lector en este título extraño que ha publicado Bid & Co. Editor (Caracas, 2014), donde el lugar es un número del que se desprenden todos los temas que circulan por esos ríos y se multiplican en el imaginario de este autor que no deja de entregarnos premios y libros.

El carácter personal del poeta acerca mediante las palabras que traza en las páginas. Es un autor tierno y áspero. Es un autor que se hace orilla de una corriente que lo representa. La noche y el día están presentes en la sonoridad del agua, en la decadencia de la ciudad, en la opacidad de algunos personajes que han sido usados por sus yerros o aciertos.

Este es un poemario que comienza —en el título— con un número, pero en su interior, en las vísceras del volumen hay un mundo de significados. Un número escrito con letras, no con números, no con dígitos, no con la matemática información de un signo que podría sumar o restar, multiplicar o dividir. En este caso, relaciona, acerca, promueve, distancia, hace posibles otras instancias, otros ríos que circulan por la sangre del autor.

Este libro de Francisco Arévalo nos arrima a una poesía que hay que leer. Volver a ella quienes ya la han leído, y hacerla propia aquellos que no la conocen.

Cuando Francisco Arévalo me hizo llegar el libro me extrañó el uso infrecuente de ese título. En un momento me dejó en silencio. Y hasta elaboré una crítica medio subversiva acerca de que el autor no encontraba el nombre preciso para su obra. Pero entonces comencé a darle vueltas al asunto y el título terminó gustándome porque podría contener muchos secretos, diálogos, conversaciones, silencios, pausas, ríos conjugados en todos los tiempos verbales, amoríos y rabietas. Es decir, el título es el gesto del autor de digitalizar los números y luego abrir la boca para iniciar un poema, un arrebato, un piropo, una bendición, un saludo. Y así lo he visto en este libro donde el poeta no le teme a decir lo que dice. Para bien del lector este es un escritor que se desnuda en público. Que no se arredra ante las complicaciones y desvaríos ajenos. Que es capaz de, luego de quitarse la camisa y lanzar una piedra, acariciar los nombres de los hijos.

Es decir, Francisco Arévalo es un poeta humano en el sentido crítico del término, tanto que roza al Nietzsche que se pasea frecuentemente por casi todos los que respiramos o aguantamos la respiración. La humanidad de Arévalo se concentra en una mirada aguda, sobresaltada, pero pensada a la hora de dejar sentadas sus reflexiones. Y aquí hablo del sujeto que conozco, el que sabe de calles y soledades, el que sabe de viajes y tierra de sus ancestros, el que filtra voces de la diaria faena en su poesía. Es un poeta que no le teme a su sombra.

En este libro en el que se desatan algunos demonios y muchas santidades flotan en los ríos de sus afectos, el autor nos acerca a las orillas de estos mensajes que destacan la calidad de su andar creativo. Pruebas fehacientes ha entregado a los lectores de su poética en verso y de su poética en prosa.

 

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El clima, el tiempo que corre por los ríos, el que se deposita en la mirada. Los meses, las horas: una constante aparece en casi todos los textos de Arévalo: los segmentos del año, los nombres propios de las vértebras de estos 365 días que recorren la Tierra y la hacen menos vigorosa.

Aquí ejemplos:

El calor de abril que ya nos asfixia


La pálida mejilla de un lunes sin contratiempos


De enero me quedó lo oscuro de los paraguas (…) Enero deja los nidos de las tórtolas vacíos y al descubierto (…) De enero un poema y la fatiga de sus tardes.


La iglesia y el domingo en espera del silencio


Mayo es una construcción espacial (…) Mayo es el mes de mis rojas cayenas (…) Mayo es un traspié porque debería ser abril.


Mayo se sujeta en la orilla…


El agua amorosa con sus anillos que nos aborda en noviembre.


Agosto es sagrado.


Y se le empaña el disfraz con los aguaceros de junio.


Marzo quedó guardado en el ropero.


Mastico con abulia la alegría de esta mañana de jueves.


Un incensario de abril.


Esa piel abrilosa…

Y así, hasta los demás poemas donde el tiempo se mueve con sus nombres. Días y meses, “estaciones” que no existen en el trópico pero que el poeta menciona con mesura.

En muchos de sus textos están las esquinas de su ciudad y de otras ciudades del mundo. Y muchos pájaros que hacen del río espejo de sus vuelos. Y la certidumbre como esencia filosa del pensamiento.

Este libro de Francisco Arévalo nos arrima a una poesía que hay que leer. Volver a ella quienes ya la han leído, y hacerla propia aquellos que no la conocen.

Y si el lector tiene un tiempo, sea el mes que sea, marque el código de área y espere un tono, un acento, provenientes de Upata, del estado Bolívar, donde se asientan las voces ancestrales, la riqueza terrena y un cielo majestuoso sobre el Orinoco, el Caroní y todos los ríos que inventan la anatomía de un mapa.

Alberto Hernández
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