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“La sombra blanca permaneció inmóvil enmarcada en el dintel sin que en las facciones pudiera leerse el menor sentimiento de tan inexpresivas y lejanas que lucían. Manuel esperaba una palabra, un gesto, pero nada de esto se daba”.
Renato Rodríguez
Como si viniera del cuento “Tan sólo un sueño”, atrapado en el libro Quanos, de Renato Rodríguez, María Dayana Fraile escribe La máquina de viajar por la luz, publicado por Caaw Ediciones (2020) en su Catálogo Yolunkela.
No es casualidad que el viejo Renato se haya venido de su patio universal, el último enclavado en el sur de Aragua, y haya hecho lugar en un cuento de la venezolana que lo celebra desde la escritura cuya ficción se establece en el nombre de Federico Alvarado Muñoz, quien existió, porque todo lo que se nombra, sea espíritu u objeto, encarna en los sentidos del lector.
En el primer cuento de este libro de Fraile, “Evocación y elogio de Federico Alvarado Muñoz. A tres años de su muerte”, el personaje nos hace creer que es. Y en verdad es, gracias a la densidad que le procura su creadora o reveladora, porque si es verdad que Federico fue, entonces lo evaluamos como un personaje vivo que termina muerto en un accidente en Mérida, pero además se nos muestra como una invención que se aproxima a la vagancia de Renato Rodríguez, quien fue de todo en su vida y terminó siendo —siempre desde joven lo fue— un escritor que anda por ahí de cuando en vez en boca de los venezolanos. Renato el cuentista, el novelista, el cocinero, el aventurero, el viajero, el incansable que supo mirar el mundo de frente y quedarse en la memoria de algunos.
El primer relato de este libro es el cuento de un fantasma. La narradora revisa la vida y pasa cerca de la muerte de Federico, quien ha dejado en herencia un importante mundo de libros en el que destaca, precisamente, el que le da nombre al de Fraile.
La memoria como bestia carnívora suele borrar pasajes e inventar otros.
La voz de la narradora lo acerca en lecturas de Vila-Mata, el Romero García de Peonía. Tantea a Borges. Martín Fierro es referencia. Kerouac como un apunte. Y así, nuestro personaje califica para un largo tributo que se despoja de su intimidad para ser entregado a los que ahora sabemos que el sujeto existió, estuvo entre nosotros desde el largo relato de María Dayana Fraile, quien lo dibujó como “Un impostor y un travestido: cosas de la literatura y sus extraños caminos”.
Y el tiempo, esa luz que viaja a través de la conciencia.
Para hacerse de los detalles, para escribir la biografía de Federico, la narradora usó todos los mecanismos para traerlo en cuerpo entero y alma laboriosa a través de esta revelación:
Gimnasia de la memoria: describir a una persona: domesticar los leones del recuerdo.
La memoria como bestia carnívora suele borrar pasajes e inventar otros.
El personaje, reencarnado y luego despachado por la muerte, es un símbolo. Una marca de agua, de pasión en la imaginación de quien celebra o sufre la literatura de nuestra parcela nacional.
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“Dentro del túnel, moviéndose entre las sombras de la existencia, fabricó muchas veces la pantomima sin palabras de la moza que invita al marinero: la sonrisa sobre el hombro, la falda alzada lentamente hasta el muslo y mirar cómo se forma el roce entre los dedos del marinero”.
Guillermo Meneses
En “Guisantes y gasolina” Meche podría ser una golosa actriz. El sujeto que abriga la esperanza de estar próxima a Whitman o Vallejo. O a Lipovetsky. Gallegos como costra de la memoria, según el eco de la narradora, bastante explícita. Y Guillermo Meneses tributado. Sigue el viaje por el tiempo. Se enlazan los saltos entre una época y otra.
Los referentes siguen siendo parte de la poética de Fraile. La televisión como representación: la cultura pop en algunos nombres que revelan el presente y el tiempo agotado en un futuro que ya se ha hecho presente en las figuras casi borrosas de Michael Jackson o Linda Blair, enlazados con la historia de Diana, una cazadora militante activa del lesbianismo, a diferencia de Meche que es la voz crítica, sugestivamente crítica, compañera de piel y sudores.
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“Mi vida había cesado en la morada sin luz, un retiro desierto, al cabo de los suburbios. El esplendor débil, polvoroso, de las estrellas, más subidas que antes, abocetaba apenas el contorno de la ciudad, sumida en una sombra de tinte horrendo…”.
José Antonio Ramos Sucre
La revisión de los autores continúa en “La primera visita de la cobaya”: José Antonio Ramos Sucre en medio de un diálogo alucinado. El malogrado autor cumanés es también un viajero que no termina de encontrar su destino: recién descubierto podría llegar a la mitad del siglo que corre, como un emisario de su propia voz poética.
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Los otros textos: “Sincretismo”, “Ecos”, podrían ser un solo viaje: Elena, sus juguetes sexuales, el personaje que pasa de un relato a otro para hacerse un solo reflejo. Y “Guayabo negro sobre venado rojo”, un juego de sombras, la luz, la oscuridad, la mirada que cuenta.
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Mario Morenza afirma al final del prólogo que escribió para este libro:
Los personajes de La máquina… transitan un plano de la existencia donde la realidad codificada en verbos y en sombras adquiere la densidad de las nubes. En algún punto de la sombra de sus vidas, superarán esa velocidad pretenciosamente inalcanzable.
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