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El cuarto jugador, de Christiane Dimitriades

lunes 21 de junio de 2021
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Siempre habrá un jugador que esté como ausente, “muerto”, como el cuarto del bridge. Siempre habrá un sujeto que calque los sentidos ajenos, los del otro, los que se conjugan en uno y hacen de ese jugador invisibilidad y silencio. Y siempre habrá un juego de palabras, las que forman parte de las apuestas, de los misterios y afanes del lenguaje.

La poesía, en su porfiada presencia, podría ser ese cuarto sujeto que se afirma en el juego de los otros, en el trío que formula tendencias, fijaciones, develaciones, susurros aforísticos, fragmentos destinados a conformar una totalidad, una voz: el lenguaje que siempre se busca.

Son cuatro y uno casi sobra, es el que reparte las cartas, el que se asume como el constructor de las jugadas, las válidas y las de las trampas (¿son posibles?), las de las pesquisas y las forjadas por la suerte, como algunas palabras convidadas a formar parte del silencio o de los ruidos del tiempo.

“El cuarto jugador”, de Christiane Dimitriades

Por eso, la voz de la poeta afirma que “el cuarto jugador no habla, es el otro, mi par”.

Y aunque no habla, queda la marca de su actuación.

Es decir, un par que silencia la postura de algún jugador con la habilidad suficiente para entender que en el juego se le va la vida. Ese “par” deviene construcción de un yo que confirma la existencia de los que apuestan, de los que miran las cartas con sospechosa intuición o se devanan los sesos para seguirle el curso a las palabras que no se dicen.

En El cuarto jugador, de Christiane Dimitriades, ese que no juega podría ser el lector, y su “par” la que escribe desde el silencio que cada poema afirma, confirma y abruma, revela temas y asuntos que se acercan a la muerte: suscitan la invocación del olvido, el vacío, el desenlace que se agita entre el poeta y el lector.

En este libro, publicado por Dcir Ediciones en el año 2020 en Caracas, quien lee también juega. Juega a multiplicarse en los tantos instantes que la escritora crea para que el juego no termine, mientras el “muerto”, o el que se hace el muerto, descubra el juego de quien lee o de quien descifra los movimientos de los tres restantes.

Y desde el “yo”, ese “pronombre estrecho / mezquino”, aparece el otro, el que es y no es, el que no juega, el que es curioso o testigo: el público que advierte desde la distancia, no el texto sino la postura, el comportamiento de los jugadores, en un arranque parecido al del pájaro suicida, el del “impulso hacia la muerte”, porque también se muere desde lejos, como mirada, como desapego, como testimonio de que el otro es un jugador que sólo reparte emociones, “muerto” que descubre en el juego la posibilidad de ser siempre tiempo presente, tiempo eterno.

Alberto Hernández
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