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La máscara, la transparencia, de Guillermo Sucre

lunes 9 de agosto de 2021
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Guillermo Sucre
Lo que dejó escrito Guillermo Sucre es un ejemplo muy claro y eficaz de cómo se debe aproximar el lector a una obra. Fotografía: Roberto Mata

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Nunca he pretendido ser un crítico literario. Sólo soy un porfiado cronista. Un sujeto que ensaya con las ideas ajenas para intentar no morirse de hastío. Soy un registrador de amagos, de tendencias, de misterios, de vaguedades, de maravillas o de textos irregulares que dejo a un lado para quedarme con un verso, un poema o un libro si todos los textos reúnen la audacia de salvarse de un naufragio. ¿Quién se salva? Creo que nadie y muchos. Es cuestión de azar o de grupos, o de alucinaciones o de grandes negocios. Todo anda de puntillas.

Por eso, hoy, en medio de tantas revelaciones, sustos de origen, tentaciones, abreviaciones sentimentales propias de los que sabemos reír y llorar, de los que somos humanos más allá de los diccionarios y apegos exagerados a los términos académicos o profesionales, a las conjunciones o palabrejas que se anudan y convierten en métodos fastidiosos anidadas en el cálculo de profesores atildados, bien peinados y hasta elucubrantes en medio de las pocas bondades, por ejemplo las de un Bukowski, fibrilo ante páginas que sí son merecedoras de atención y respeto, lo que no quiere decir que no esté atento a otras escrituras donde la crítica es un amasijo de palabras, citas, asteriscos, reverberaciones, ahogos, etc., que suelen usar algunos en sus largos aspavientos sobre un poema, una novela, el vuelo torpe de un camión o el arrastre de un caballo muerto en alguna guerra atómica.

Estas líneas, ¿irrespetuosas?, son para darle entrada a quien sí, por años, le entró con todo a la poesía con la paciencia de quien está más allá del aula de clases, aun cuando estuvo en ella sin manuales culinarios ni fichas devoradoras de la pasión por la creación fatua. Fórmulas para llegar a un texto que no necesita de fórmulas para leerlo, sentirlo y llevarlo como compañero de viaje.

Es Guillermo Sucre, recién ido a otras páginas donde la celestialidad lo recibirá como creador de espacios en los que la poesía asume su eternidad desde las palabras, que Sucre supo manejar con maestría.

 

“La máscara, la transparencia”, de Guillermo Sucre
La máscara, la transparencia (Monte Ávila Editores, 1975), de Guillermo Sucre, se sigue leyendo gracias a su valor intrínseco, la transparencia, sin apegos excesivos a discursos librescos, aulas de palmeta y códigos o desplazamientos canónigos.

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La máscara, la transparencia, no es un libro para leer. Es una lectura hecha libro que no se lee como se cree. Se lee como no se cree, porque va más allá de los derrumbes de quienes asumieron la crítica como irreverencia, petulancia, desmesura, destrezas de las exégesis, abjuraciones o teorías en las que juzgaban sin disfrute. Que los embarguen asperezas contra el impresionismo reniega de aquello que escribió un día Alfonso Reyes:

Ante todo, la crítica no es necesariamente censura en el sentido ordinario. La crítica también encomia y aplaude. Más bien, explica el encomio y enriquece el disfrute. Desentendámonos, pues, de la controversia entre lo que hay de negativo y lo que hay de positivo en la crítica. La esencia de los entes se revela en su función constructora. Admitamos provisionalmente que, cuando la crítica niega, es porque la creación no se sostiene, es porque la creación no existe.

Habla Reyes de la impresión y el impresionismo como “condición indispensable. Sin ella, no hay crítica posible”, porque la impresión es un estado sostenido por el ánimo. Quien lee se impresiona, es impresionado, marcado a través del oído (música o lectura literaria), por los ojos (pintura, dibujo, cine, fotografía), por el olfato (aromas, olores), por el gusto (gastronomía), por el tacto (calor, frío, aspereza, tersura), etc. Es decir, el cuerpo lleno de biología y alma se impresiona. Y luego se expresa. Desde ese estado, dice, habla, “porque el fin de la creación literaria no es provocar la exégesis, sino iluminar el corazón de los hombres”, dice Alfonso Reyes, y más adelante destaca: “A medio camino entre el impresionismo y el juicio, se entiende una zona de laborioso acceso que significa ya un terreno de especialista”, la exégesis. “Es el dominio de la filología. Esta crítica… admite la aplicación de métodos específicos y muchos la llaman la ciencia de la literatura”. Pero cabría preguntarse, ¿hasta dónde es ciencia? ¿Se puede comprobar que un poema entre en un tubo en ensayo que, combinado con una sustancia corrosiva, provoque un incendio?

Más adelante, Reyes habla del juicio, “último grado de la escala… aquella crítica de última instancia que definitivamente sitúa la obra en el saldo de las adquisiciones humanas”, etc.

Es decir, Alfonso Reyes no las descarta. Se funda y funde en ellas. Confirma que se pueden combinar. O andar sueltas, sólo que el juicio amerita de un comportamiento en el que actúen tanto el impresionismo como la exégesis o alguna de las dos para poder establecerse como crítica.

Este largo e innecesario preámbulo sólo servirá para que algunos lectores, no avisados o avezados, puedan abrirse camino desde sus primerizas lecturas, para no caer en la “trampa” de algunos que han activado la exégesis como un relámpago, antes de saberse seres que sienten, porque al parecer sólo son máquinas cerebrales. Por eso alguien, hace poco, creo que César Aira, dijo que ya la literatura no existe como gusto sino como mecánica, algo así.

Y que me sirva a mí para darle entrada a lo que dejó escrito Guillermo Sucre. Un ejemplo muy claro y eficaz de cómo se debe aproximar el lector a una obra. Desde la fibra humana hasta la decantación del juicio, pasando por la exégesis sin caer en la bruma de lo poco revelador, en la oscuridad de la terminología que sólo sirve para tesis de grado que nadie publica o lee, o para defensas de maestrías y doctorados en un salón de pocos asistentes. Por eso leer una tesis publicada como libro, con la estructura que exige la metodología, es como bañarse en una piscina sin agua. Algunos o muchos metodólogos son muy infelices porque nunca han escrito un poema. Al menos uno que valga la pena, que sirva para respirar desde el disfrute de su hondura.

 

La lectura en Guillermo Sucre es placer, aprendizaje desde la maestría de su estilo.

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Creo que La máscara, la transparencia, es un ejemplo de lo que se debe hacer. Es decir, esa magnífica obra ensayística es como un regaño dirigido a quienes han convertido la literatura en una herramienta para cavar tumbas. Guillermo Sucre, desde su primer ensayo crítico, en este su gran libro, se vale del poema y del poeta para escribir sobre la poética de la vida de la poesía. No es una poética del ensayo, son ensayos donde Sucre sabe que la poesía es una poética en sí misma, por eso escribe desde el poeta que él es. Crea, abre caminos de lectura desde su propia perspectiva, sin enredarse en la febril ¿comodidad? de “metódicas” que nadan más en la “ciencia”, en las matemáticas o en la coagulación de la sangre que en la esencia de la poesía, como la llamaba Hölderlin.

La máscara, la transparencia, es un libro escuela que puede —de hecho lo hace— servir de temperamento para aquellos profesores universitarios que escriben para ellos, razón por la cual la mayoría no los entienden.

No se trata de bajar el nivel del discurso, sino de saber hacerlo desde el conocimiento para que éste, el conocimiento, sea efectivo, llegue como objeto de placer, como significado que acrezca el deseo del lector en aprender más sin necesidad de que lo obliguen a presentar un examen público. Sí, hay textos densos, difíciles, pero no todo el mundo es especialista. Muchos críticos, por ser más densos que la leche condensada, alejan lectores, los estropean, los aburren.

Guillermo Sucre no es uno de ellos. La lectura en Guillermo Sucre es placer, aprendizaje desde la maestría de su estilo. Desde la transparencia que le quita la máscara a muchos que se creen los héroes de la historia, los magistrados de la palabra, los arrogantes de las ideologías.

Escribir un ensayo también contiene las mucosas que advierten de un hombre con las posaderas sobre una silla, y una sonrisa o un rictus en medio de la cara. De escribir sólo con el cerebro, podría convertir el ensayo en un elemento desechable, como hay muchos.

Se ensaya desde la razón, sí, pero también desde los órganos vitales.

No hacemos nada con saber mucho acerca de la poesía de Borges, por ejemplo, si no tenemos presente que la poesía también es callejera, libresca, biológica, misteriosa, odiosa, amorosa, febril, enferma. Si dejamos que el ensayo sea sólo una parte de un lóbulo cerebral, no vale la pena.

¿Habrá pensado así Montaigne?

 

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El francés aparece:

“A todos no se ha dado toda gracia” (verso de Étienne de La Boétie):

Por este verso vemos que, en materia de elocuencia, unos tienen facilidad y prontitud y tan cómodas despachaderas, como suele decirse, que están prestos en todo instante, mientras otros, más tardíos, no hablan si no es de modo elaborado y premeditado (“Del hablar pronto o tardío”).

Más adelante afirma:

Si trato de cosas de que no entiendo, con más razón ensayo el juicio, sondando el vado a prudente distancia, de modo que, si lo encuentro demasiado hondo para mi estatura, me quedo en la orilla (“De Demócrito y Heráclito”).

En “La vanidad de las palabras” suelta:

…los retóricos no sólo quieren engañar a nuestros ojos, sino a nuestro juicio, pretendiendo bastardear y corromper la esencia de las cosas (…). La retórica es instrumento inventado para manejar y agitar una turba y comunidad desordenadas, y sólo se emplea, como la medicina, en los Estados enfermos.

Estas provocaciones tienen su propósito, llegar a un Guillermo Sucre que supo interpretar el significado de lo oculto y lo descubierto. Es decir, despojar de la máscara para lograr la transparencia de su discurso, sin demasiadas ramas en el árbol verbal. Su libro se puede estudiar en el aula y se puede leer bajo la sombra de un samán, sin los aspavientos de los adocenados. Es un libro para enfrentar también el “ego ideológico” del poder representado en Neruda, por ejemplo, quien es tratado en la edición que tenemos a mano, la de El Estilete (Caracas, 2016). Neruda era ese “Estado enfermo”: su pasión estalinista, pero también su desmesurado ego poético, materialista, personalista, sin dejar de reconocer que también era un poeta de grandes cualidades.

La máscara a veces logra desenmascarar mucho más que la idea de la transparencia.

En el prólogo de la mencionada edición, Sucre agradece a María Fernanda Palacios, “quien ha corregido y dado forma a todo lo que he escrito desde hace muchos años. He tenido la suerte de que ella ha sido mi editora por excelencia, a ella debo la final y a veces imposible claridad que siempre he buscado”.

Esa claridad aparece de nuevo un poco más adelante:

Una última observación, que en cierto modo es otra forma de agradecimiento en el mundo tan confuso que nos ha tocado vivir, creo que buscar la claridad en un código de vida.

En la edición de 1985, escribió Guillermo Sucre:

Ahora un punto todavía más sensible: ¿cuál es su método, señor? Todo libro de crítica literaria, por supuesto, debe tenerlo. Pero lo que yo puedo decir a este respecto es muy poco y probablemente no aclare nada, sobre todo a los entendidos. He seguido más los textos que a sus autores. Por ello, pienso, me decidí por el título: la máscara, la transparencia. ¿No tiene también algo misterioso? Lezama Lima, de quien lo tomo, ve en estos dos términos la alternativa que se le presenta al poeta para hacerse invisible y dejar que su obra hable por él. Esa alternativa y las diversas técnicas que suscita, conducen, sin embargo, a un mismo punto: la aparición del lenguaje (…). Seguir las aventuras de esa doble conciencia frente al lenguaje: quizá este sea el método de mi libro.

Ese quizá es también la duda: la máscara a veces logra desenmascarar mucho más que la idea de la transparencia. Y en ese sentido, los críticos profesionales irrumpen como trotadores.

Sucre cierra este prefacio con estas palabras: “La buena suerte de un libro depende del malentendido, de la amistad y, algunas veces, incluso de su valor intrínseco…”.

La máscara, la transparencia, se sigue leyendo, nombrando, gracias a su valor intrínseco, que es, precisamente, la transparencia, sin apegos excesivos a discursos librescos, aulas de palmeta y códigos o desplazamientos canónigos. Es un libro libre. Es un libro abierto cuya máscara está en el mismo poema, dispuesto a ser luz o sombra.

Alberto Hernández

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