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Humanos, hondos en su tránsito, los poemas de María Antonieta Flores no se deslindan de tema alguno. Todo está en un poema. Todo es frecuencia mientras lo invisible, lo que no se deja ver pero se siente, arguye la mesura del decir.
Desde esa profundidad, la de los sueños, lo que resalta en todos los sentidos: la realidad, ese invento, vertida en pesadumbre, en la muerte como verificación de que en algún lugar se está para respirar o para dejar de hacerlo.
Soñar, el estado perfecto para entender la muerte. El estado perfecto para saber que habrá un tiempo para hacerlo continuo, alejado de todo precipicio, de todo miedo. Gozar el sueño, desnudarlo desde el mismo sueño hasta convertirlo en un abanico de voces: las que habitan este libro y lo deshabitan cuando el lector aleja la mirada de la página y trata de indagarse desde el mismo poema en la memoria.

Cada texto, cada intento, porque la poesía siempre lo será, significa una osadía, un riesgo, toda vez que el poema, vertiente de las voces, acumula su fuerza y hace que el poeta, el autor, el que se recrea en las palabras, viva y sienta que ésta, la vida, es parte de un entusiasmo, de un instante, del lado claro del misterio.
En Los gozos del sueño (Oscar Todtmann Editores, colección OT Poesía; Caracas, 2021) hay sueños y ensueños hacia una sola tendencia: ser poesía. Es decir, nuestra autora es la poesía que la frecuenta, que la visibiliza y la acosa felizmente hasta soltar las voces que la tientan. Y como tentación, los temas: las argucias de la realidad confirman la capacidad de quien escribe sobre lo que está más allá, oculto, tiznado por lo desconocido o por lo que habrá de ser lo conocido.
¿Cuántas veces ha vivido María Antonieta Flores en un libro o en todos los libros que ha escrito y ha dejado parte de su existencia en cada uno de ellos? Se escribe para vivir al resguardo de la memoria: en este caso morir es un cuestionamiento, no pérdida. Es ganancia determinar cada respiración hacia lo que no se sabe está más allá de cada paso.
De allí este libro que tensiona a quien lo lee porque lo somete a un riesgo: saber que un día, en cualquier momento, habremos de encarar ese misterio, ese ir y venir entre lo inmediato y lo mediato, lo fugaz y lo eterno, lo visible y lo invisible.
Soñar, entonces, es la perduración de lo que sabemos pasa al despertar. Y la muerte, tema en este libro, como otros que rodean la ausencia, forma parte de ese despertar. Morir, para los cristianos, es ser eterno en un lugar preciso, nombrado, revelado. Para distinta fe, la reencarnación, especie de eternidad en el otro, que a su vez ha reencarnado.
¿Se entiende el vivir? ¿Se puede trazar el poema desde el pensamiento y someterlo a la crudeza de la realidad?
Todo es posible. Hasta lo imposible. Una lectura del poema deriva en profusión de pensamientos, en un aluvión de ideas. La confusión, un esquema, un artefacto que nos confina y nos hace visibles, imperfectos, parte de la muerte ajena. Parte de la muerte propia. Parte de un sueño. Definitivamente humanos.
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María Fernanda Palacios, en el prólogo del libro Cómo leer poesía, de Hanni Ossott, cita una carta de Marina Tsvietáieva dirigida a Boris Pasternak, en la que esta poeta rusa dice:
¿Sabes qué quiero yo, cuando quiero? Quiero oscurecimiento, aclaramiento, transfiguración. Quiero el máximo relieve del alma ajena y de la mía (…). Quiero lo milagroso.
Estas palabras podrían ajustarse a lo que desean los poetas, la mayoría de ellos. Y en este libro de María Antonieta Flores su lectura conduce al aclaramiento desde el oscurecimiento de la muerte, cuya transfiguración hace que reencarne la misma muerte en un poema, en la voz de quien habla desde el más allá, desde el eco de una abuela, de un antepasado que ahora es el poema. He allí el milagro. En ese querer está resumido todo el cosmos de quien habla desde la poesía, desde su presencia como legado vital.
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“La obra de la costura / el sonido incansable de su máquina”, y allí la madre, atajada en un título: “coser milagros”, la metáfora, la insinuación de ese diario crear que teje el pequeño universo de la casa, pero que se hace universal desde el ejemplo de otras costureras regadas en todos los poemas recurrentes de quienes los han silenciado para reservarlos como secretos.
Y la misma mujer mira, especula el cronista, “entre las hojas de la siempreviva / un aparecido saluda con su mano abierta // en su palma lleva la inspiración de su sepulcro…”.
Desde la enfermedad, desde el tiempo relegado, esta memoria:
respiraste la malaria / el sonido de la sangre // el lado derecho del corazón recibe sangre / la bombea hacia los pulmones (…) el corazón trabaja mucho.
Y la muerte, un trazado en el verso, en la mirada y en la voz de quien luego escribiría para sentirlo siempre:
la muerte es un roce
(“un día mi padre decidió morir”).
Nada deja de decirse, el dolor producido por el hambre en un paisaje donde nada se borra. La perdurabilidad de la miseria se convierte en poema:
el trozo de pan es sólo un deseo hecho humo
(“el último camino del hambre”).
¿Qué queda después de todo? ¿La memoria, un gesto funerario?:
las rosas blancas junto a tus cenizas
(“un mundo trabajado por la desolación”).
Y la muerte, la razón de haber estado vivo, el destino, el verbo apagado en la metáfora:
un ataúd es la última soledad
(“mi padre”).
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Como bien señala Rosa Navarro Durán en su estudio Cómo leer un poema:
Todo lector además se convierte en destinatario de los versos del poeta en el acto de la lectura, y ese tú ocasional queda incluido en la experiencia poética.
Se refiere la ensayista a “las personas del poema”, que podrían ser los personajes en el poema.
Flores escribe desde las personas que la habitan y la han deshabitado. La memoria es un dispensador que las agrupa, que las vierte, desde la primera voz lírica, hasta la trágica en la elegía silenciosa de sus cantos y se revela en:
mi miedo cae como una moneda
(“todo se vuelve esta sombra de las sombras”).
Luego, la hospedada en el criterio, es decir, en el siempre anudado peregrinar por lo que los sentidos admiten como realidad, como usufructo de lo real:
las tumbas saqueadas / esparcen sus siglos.
El texto se refiere a la profanación de la morada final del escritor Rómulo Gallegos, el 15 de junio de 2016, por manos inescrupulosas.
La muerte se muestra como algo exterior al salir de su aposento, obligada. La paz de los muertos es sólo una expresión.
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Continúa la muerte su presencia en los versos: “era la última ronda sobre la tierra”, y en “un sueño con costuras”: “tres cruces sobre mi frente / hechas con pulso firme”, la persignación del momento para cubrir ese miedo y alejarlo de tantas irreverencias.
Una suerte de poética asoma en este libro elegía que encuentra en cada instante un lugar para advertirse como testigo de quien ha sido en vida y ahora es en el poema:
gracias al viento tenemos palabras / el aire va y viene / en estas palabras abiertas // tan húmedas como los bronquios / los árboles nos habitan para aprender del viento.
Nota al desgaire: hubo un pueblo, Carmen de Cura, en el estado Aragua, que desapareció bajo las aguas para construir una presa. El poema de María Antonieta “campanas sin iglesias” obliga al recuerdo de las imágenes que han quedado de esa inmersión:
un pueblo bajo las aguas / los diques son cementerios
¿Dónde han quedado los muertos?, se pregunta el lector, y de alguna manera la voz de la poesía dibuja una respuesta: “flota un esqueleto”.
El tú del lector se hace experiencia poética.
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Desde la eternidad, desde el lugar donde viven los ausentes, la voz de quien escribe es un eco vibrante, un espasmo que habita en el mismo texto como testamento, como legado de la memoria:
un dolor despierta / la madre de mi madre / ha lavado mis olvidos (…) los que murieron saludan.
Y la soledad aprestada a saber que lo que está presente es el recuerdo de objetos, roces de manos sobre algunas páginas, gestos o perturbaciones, aquellas provocadas por esa invención llamada realidad. El estupor que aparece en las acciones de los vivos, de unos tantos vivos que han quebrantado la paz de un país, que podría avisarse como la paz de los sepulcros de los vivos:
ahí quedarán los libros / para los saqueadores
(“vigilia de la rapiña”).
Mientras tanto, “las madres muertas / ahora me quedo con mis muertos”.
Y
para visitar los vivos / también soñamos los muertos.
porque todo es caminar entre la vigilia y el sueño.
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¿Es un sueño Beatrice Portinari? ¿Se deshace en Clara Portinari? El poema crea, reinventa, construye, ensueña, goza con “el ritmo exacto del corazón” mientras “la crueldad guía los pasos”.
Y
vendrán cosas peores / mientras me reincorporo
(“mi cuerpo”).
Un canto a ese futuro tan cercano que parece una pesadilla. Este futuro que tenemos al lado, el de “los días fatales” donde ya no hay abuelas y falta el oxígeno para respirar una epidemia, el salto atrás de un sueño gozoso, extraviado entre tumbas, entre los pasos de quienes se creen vivos, pese a decirse “estoy muriendo”, por eso, también en un gerundio tácito: “aprender la compasión” mientras “el país canta a sus tumbas”.
Este libro de María Antonieta Flores nos confronta. Irrumpe en nuestra solapada tranquilidad. Contradictorio como todo poema, nos contradice. Atrapa al lector y lo obliga a contradecirse, a ser ese túmulo sobre el cual los pasos de los vivos no han dejado de hollar en la memoria.
Los gozos del sueño podría ser la sensación de una pesadilla que aún no se define.
Y como el tiempo no termina de pasar, la madre teje, cose, y el padre observa desde su mudez.
En el más allá de los textos está el país, revuelto, perdido, saqueado por un falso sueño.
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