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Toda creación es una aventura riesgosa. A veces se convierte en desventura, pero de ella se puede sacar provecho. Escribir relatos, cuentos o sensaciones breves convoca esa aventura. La ocurrencia de la desventura podría estar en develar secretos a algunos lectores que, convertidos en personajes, se salen de la corta historia y se convierten en elfos, sujetos a ser trastocados en otros personajes capaces de ser olvidados luego.
Todo lo arriba expresado forma parte de otro relato breve que podría destacar novela o ensayo, razón por la cual el narrador de esta crónica toma la ruta de la lectura de una cantidad considerable de creaciones muy, pero muy cortas de Ricardo Mejías, un escritor que ha hecho de la poesía, de la escritura, su manera de respirar el aire de su ciudad y el del mundo todo desde su idioma y otros que le arriman apoyo a su inteligencia. Pues se trata de un autor que no para de trabajar, de renovar a diario el oficio de inventar, de volver y revolver a él mismo desde las historias ajenas, como hacen todos los creadores. Y muchas veces desde una misma historia que se convierte en muchas, porque siempre es el mismo cielo o el mismo cuento el que nos revisa. Más allá de recriminaciones o resquemores.
Pero vamos al grano, porque un grano de mostaza, tan pequeño, ha hecho de una parte de la Biblia una larga razón para seguir sembrando. Los cuentos de Ricardo Mejías atienden a lo que suelen decir los especialistas acerca de la microficción. Sin ánimo de teorizar, se trata de atrevimientos que aparecen y desaparecen. La ironía, la exageración, el registro literario. Pequeños monstruos que entran por la ventana y quedan al descuido de un manotazo. Un recuento de experiencias, de inventos, de herramientas para sacudirse el espanto de la realidad.
Desde hace años leo sus mensajes cortos, sus impresiones, sus miedos, sus bendiciones, sus búsquedas, sus calles, su perro, el perfil de su andar por la ciudad.
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Sucede que el hombre que crea ficciones muy breves conjuga su vida con una larga respiración para entrarle a cada uno de los sueños, pesadillas o diarias inflexiones acerca de improntas, nimiedades, terremotos o mareas inesperadas, así como pacíficas estridencias locales o mínimamente universales. Todo eso se contiene en un puñito de letras que el lector traslada a toda una geografía, a una cronología de eventos.
Los relatos de este escritor maracayero se sostienen sin necesidad de recurrir al abuso (las brevedades ya son un abuso porque recurren a la confianza del lector para que éste pase a formar parte de su ánima). Es decir, sin necesidad de hacerse de él mismo para socorrer sus nuevas creaciones. Y aunque la contradicción aparece sin aviso, es válido pensar como Cervantes.
Como decía o creyó decir Borges (el viejo ciego se recreaba en él mismo y siempre escribía desde la misma porfía), un poema o un relato o la vida siempre serán el mismo poema, el mismo relato y la misma vida. Y allí, en ese lugar y tiempo, están los intentos (como toda creación) de Ricardo Mejías.
Desde hace años leo sus mensajes cortos, sus impresiones, sus miedos, sus bendiciones, sus búsquedas, sus calles, su perro, el perfil de su andar por la ciudad. Y en esas travesías están sus cuentos, que los piensa mientras atraviesa una avenida, baja al jardín de su condominio o se rasca la cabeza para repensar un olvido.
La desventura también forma parte de estos relatos, que son muchos los del narrador Ricardo Mejías.
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Desde estas palabras, desde la lectura que he hecho de sus últimos escarceos, porque toda escritura es un intento, una manera de repetir que respiramos al mismo ritmo el aire de estos días, se puede destacar la calidad de esta escritura, tan dada a ser la misma desde el ojo ajeno, acostumbrado a regodearse en el yo y no dejar espacio para la desventura, porque ella, la desventura, también forma parte de estos relatos, que son muchos los del narrador Ricardo Mejías.
Escribir es todo un paisaje borroso, lleno de tropiezos y cuando se hace desde lo mínimo, el mundo se hace grande desde la mirada opaca de algunos personajes que anidan en sus cuentos. Porque como actantes son los mismos que a diario se columpian en la orfandad. En la orfandad del silencio.
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