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Pavor de la memoria

lunes 15 de agosto de 2022
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Pavor de la memoria, por Alberto Hernández
Cada mañana se la traga el autobús. La lleva en el vientre. La arroja a la puerta de un horario inclemente. Fotografía: detalle de “Conductores de Venezuela” (1999), mural de Pedro León Zapata

1

Se le detiene el río en los párpados. Cambia de parecer y se somete a la tranquilidad de la orilla. Mara sabe de la llegada sorpresiva de las aguas, imagina peces y animales fosfóricos en el crecimiento misterioso de la corriente.

En la ciudad dejó el apartamento silencioso y se internó en el barro que la acosa por las noches. “Me relataré —si acaso— la misma historia de siempre. Es como repetirse, como nombrarse a cada momento, para tener otra mirada para la muerte”.

 

2

Cada mañana se la traga el autobús. La lleva en el vientre. La arroja a la puerta de un horario inclemente. Abre gavetas y saca papeles. Firma pedidos y soporta la mirada de lagarto de un jefe que la invita a descubrir palabras a copia de carbón. Sale con el mismo silencio y aborda el mismo camión que la lanzará por las escaleras roñosas de un edificio oscuro. Finalmente, se quita los zapatos y se transforma en un breve animal de costumbre. Enciende el televisor mientras toma una sopa rescatada del refrigerador. Un rostro blanco y transparente le hace muecas desde la ventana. Entonces toma conciencia de que está recordando a alguien, de que lo poco que le queda del pasado son simples imágenes y figuras perdidas en el aire. “Ahí está de nuevo. Vuelve cada vez que trato de tranquilizarme”. Apaga el televisor y se enfrenta al fantasma. Esa tarde decide volver para poder dominar esa aparición producto de tanto olvido, de tanta frase hecha silencio, de tanto calmante. Apaga la luz y aparece una ventana con paisaje hacia la calle.

 

3

El río sacude el polvo de la distancia. Trae despojos desconocidos, cuerpos aligerados por la fuerza de las lluvias en las cabeceras. Hojas de árboles familiares. Aguas destacadas por las curvas de un tiempo que no muere.

Mara advierte su propia presencia. Admite haber cometido el error de siempre: interrogar al río. Hacerlo cómplice de una verdad que con el tiempo se ha convertido en una mentira ingenua.

La mujer se sienta en la orilla, la posee, la hace propia y la convoca. El río comienza su discurso. Los sonidos profundos llegan livianos a los oídos de Mara.

De pronto, la corriente se hincha. Pero un gran silencio, un espasmo, la envuelve y la hace cerrar los ojos un rato. Se levanta sin la respuesta deseada. Toma camino de la casa y saca sigilosamente el equipaje.

 

4

Una ciudad de hábitos pesados la recibe. Encuentra el apartamento en medio de una alegría no determinada. Enciende el televisor. El rostro del pasado vuelve —ahora en la pantalla— con la misma mueca, pero anunciando que el fin del mundo ha comenzado. Mara apaga el aparato y espera la hora de iniciar el rito de una pesadilla que tendrá espacio en un nuevo recuerdo.

(Agosto de 1992)
Alberto Hernández

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