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Un hombre silba con la boca seca
(luego de leer Frontera invisible, de Adhely Rivero)

lunes 9 de enero de 2023
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Adhely Rivero
Pese a los viajes, traducciones, halagos, tentaciones y lecturas, Adhely Rivero sigue siendo el mismo de su origen: el que se trajo el campo a la ciudad y el que hizo de la ciudad parte de su campo.

El hombre de este libro, un día, ya quebrado el horizonte de sus labores urbanas, decidió regresar a su lar, al llano predestinado. Pero duró poco el tiempo de ese retorno. Entonces el hombre volvió a la ciudad, pero no dejó de seguir escribiendo sobre su paisaje. No dejó de hablar con el acento de su sabana. No dejó de bailar como bailan los campesinos del escobillado y el zapateo. O los del alpargateo, para ser más preciso.

El hombre renovó sus votos con su mismidad. No se hizo de rogar por el bullicio citadino; sin embargo, tomó en préstamos algunas imágenes y escribió poemas donde la polis, la urbe organizada en su caos, siguió siendo la casa donde escribió sus libros, donde estudió, tuvo familia, se enamoró las veces que quiso y calmó sus ímpetus ante la vacilación: no cambió su manera de decir, de cantar en lo solo, de dejarse llevar por las ilusiones pasajeras. El hombre, el poeta, se refundó con el retorno a la ciudad porque en la tierra natal ya no era el mismo aunque seguía siendo campesino.

El hombre que escribió este libro, Frontera invisible, marcó en la tierra una línea para poder saberse parte de un mapa. Cruzó el borde de ese país hacia uno vecino, a caballo o en vehículo mecánico, a sabiendas de que no había diferencias entre el discurso suyo y el del otro. El mismo idioma, el mismo cabalgar, la misma postura y hasta los mismos desafueros.

Los mismos animales del monte pastando bajo el extenso cielo llano.

Adhely Rivero es ese hombre: pese a los viajes, traducciones, halagos, tentaciones y lecturas sigue siendo el mismo de su origen: el que se trajo el campo a la ciudad y el que hizo de la ciudad parte de su campo. Por eso, en Frontera invisible no hay alcabalas que prohíban el ingreso de sus voces. Por eso esa frontera no visible permite que ambos paisajes se entrelacen, pero siempre el acento, el tono y la postura del hombre en la puerta de tranca con el ojo abierto para seguir mirando y describiendo el dónde, el lugar de donde se viene. El botalón de los primeros días.

 

“Frontera invisible”, de Adhely Rivero
Frontera invisible, de Adhely Rivero (Sultana del Lago, 2022).

Aquí hay varios libros. En esta puesta en marcha de estas páginas nos encontramos con poemas ya leídos en otros volúmenes. Es una suerte de antología en la que se configuran novedades, textos nuevos que se hacen con los pretéritos para concebirse hallazgos en los lectores que no conocen la poesía de Adhely Rivero. Es, digamos, un nuevo libro con textos vertidos gracias a la novedad de la magia poética, siempre concebida como un nuevo nacimiento.

La ciudad es, entonces, parte crítica, como una geografía riesgosa, pero complementaria, pese a eso, a su peligrosidad, a su desconocimiento: “A la ciudad se debe entrar desarmado”, porque andar armado es cosa de cobardes.

La metrópolis abunda en personajes, en símbolos, en signos, en lenguajes. Todo eso lo traduce la voz del que llega y hasta medita acerca de los que van y vienen, se quedan o se marchan. Y éstos se humanizan o se convierten en “esos perros que deambulan por la ciudad”.

No deja de estar en estas hojas poéticas la épica de quienes cruzan fronteras a caballo, a pie por las trochas, temerosos. No deja de ser parte del éxodo quien cambia de paisaje, pese a quedarnos en el aturdimiento provocado por la desmesura de las lejanías: en eso atiende el lugar y sus accidentes: es extensión y encuentros, pero también pérdidas.

“Nos fuimos al país más vecino…”, pudo haber sido a lomo de bestia, en tiempo pasado, en medio de guerras y escaramuzas o persecuciones.

Otro paisaje descubierto por el ojo del hombre venido de la sabana es el mar, ese animal acuático que “lo corroe y lo borra todo”. Tan extenso como la tierra dejada atrás por el cuerpo sigue siendo el terruño un mar de ilusiones, la memoria vital.

 

Adhely Rivero afirma con esta línea, como una insistencia:

Voy a leer un poema antes de morir.

Es decir, el poema, el de su tierra abierta, ancha de cielo: el mar imaginario que Lazo Martí pudo advertir como una ola en el aire. “Mar y llano”.

Este paisaje, el de los primeros años, también contiene la historia del país: sus personajes siguen intactos en la memoria colectiva, sobre todo en la memoria de los pueblos más alejados de la urbe. Allí las anécdotas, los cuentos de camino, los arrochelamientos para compartir la juglaría y el relato.

La poesía de Rivero es un costado de nombres anónimos y eventos que le atañen en persona, pero también se mueven en medio de sujetos conocidos, como el fusilado general Piar, entre otros.

Finalmente, la espera, el viejo que mira el horizonte, la frontera borrada por el polvo; el viejo sentado en su silla de cuero, como aspirando el olor de su muerte.

De tanto silbarle a la soledad, la boca se le seca.

Alberto Hernández

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