
En plena y absoluta contemplación de la última hora del día, la voz de un poema se dilata con la calma del silencio. El libro permanece abierto. La ventana que da lugar al paisaje de un jardín o una calle suministra al observador un relato lejano, silencioso. Quien musita, quien habla a lo lejos pareciera ser un hombre o una mujer mayores, propensos a la santidad, a la sacralidad, a la oración en soledad.
Entonces el libro se abre y comienza una quieta resonancia, una voz delicada, a formar parte de un lector poco avezado en poesía, pero sensible a la modulación que las palabras le imprimen a los labios del curioso que entra en el mundo de 1606 y otros poemas, de María Clara Salas, editado en Caracas por Ex Libris en noviembre de 2008.
La primera impresión la entrega Alirio Rodríguez, voz epigramática que la autora usa para iniciar su jornada verbal:
Partimos de la realidad pero nos resulta imposible permanecer en ella.
Esta certeza se afinca en la serenidad de la mirada sobre el paisaje (todo paisaje es interior). Sobre una realidad escapista. La voz de la poeta se desliza sobre la superficie del agua: uno imagina todo desde la presencia de los elementos. El tono, la mesura de la dicción así lo dicen cuando la poesía se hace imagen de ella misma, se vierte más allá de la página y se convierte en aérea o marítima legitimación sonora:
La playa se extiende como un cuerpo / entregado al olvido // ¿Quién detiene los días? / ¿Quién decide el momento?
Se trata de un extenso poema que describe, narra, cuenta, asoma una geografía terrena y cósmica, un vuelo de sensaciones, y desde la primera persona el poema se libera de la boca:
Escribo la última elegía / presta a caer sobre el banco de un jardín
La mirada se extasía en el vuelo lento, quieto de las palabras convertidas en aves:
Los pelícanos reposan sobre las barcas / abren las puertas del ensoñar / junto y despiertos / alas llenas de luz cancelan las preguntas / El mar venda los ojos / soporta la transfiguración de las desdichas.
El movimiento es calmo, el simbolismo polisémico, como afirma Armando Rojas Guardia, se hace conocimiento, sacralidad, impulso, meditación, remanso de mar poético.
(***)

En este volumen caben varios libros: 1606, Zayandeh Rud, Maubert, Arlequín y Los tapices de Angers, pero en realidad son uno solo, un solo libro que conjuga todas las quietudes, el oleaje casi imperceptible de sus imágenes.
En “palabras”, se decanta la poesía:
Las palabras
resuenan como una campana de montaña
no tengas prisaHasta cuándo vas a ignorar al prójimo
carga con él
llévalo sobre ti
abrázalo
lee el corazón de la vidaLas almas se levantarán
quemarán sus alas frente a dios
pondrán brasas de amor en sus bocas
cantarán y reirán
antes de morir
Parece un canto antiguo, sacro, cuya inocencia advierte del consejo, de una bondad que debe consagrarse para la partida definitiva.
(***)
Todo el libro es un acontecer frágil. Todo este libro es una lectura pensativa. No es una lectura intrincada: es una lectura para rehacerse, para permanecer, ser siempre. Es una lectura oración. Es una lectura que habla desde el poema hasta el silencio o la rebeldía que podría albergar.
Que el poema sea
consigna
que sirva para reprochar la indiferenciaEl piano o guitarra que prefieres
no será suficienteSi tienes ojos
para los demás
si tienes oídos
sal de la casa
reclama
alza la vozQué importa
el lugar común.
Todos los poemas de este libro levantan la voz desde la prevalencia de algún designio: ellos, los poemas, sugieren, aconsejan, transitan por la premura de no dejar ser: son la imagen que dilata el tiempo.
Al decir “qué importa / el lugar común”, se resume: que el poema grite, reclame, cante en medio de la muchedumbre que podría contener el silencio, la serenidad.
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