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El mismo país tantas veces
(luego de regresar a La casa en llamas, de Milagros Mata-Gil)

lunes 13 de marzo de 2023
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Milagros Mata Gil
En La casa en llamas, primera novela de la venezolana Milagros Mata-Gil, está uno de esos países que, entre los tantos que han sido, se muestra crudo, desnudo frente a una generación de lectores que no tiene idea de lo que ha sido aquella o aquellas Venezuela.

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Han sido tantas las veces que el país se ha hecho novela. Las tantas veces que se repite y se ofrece en sus nombres, abismos e historias, relatos íntimos o colectivos. Las tantas veces que lo hemos vivido. O las muchas que ha muerto en la ficción y agonizado en la realidad. Es el mismo mapa agujereado. Las fronteras violadas como lo han sido sus viejas memorias.

“La casa en llamas”, de Milagros Mata-Gil
La casa en llamas, de Milagros Mata-Gil (Fundarte, 1989).

La literatura venezolana ha servido de herramienta para invocar ese país reflejo que tantas veces se ha roto, que tantas veces ha recogido los restos para nuevamente ser nombrado desde los apellidos y motes de quienes lo han herido, maltratado o intentado salvar. La novela y la poesía, el ensayo y el teatro han sido instrumentos para desnudarlo y darlo a conocer desde su nacimiento, que también ha sido tantas veces como tantas sus borraduras, sus falsas intemperies, sus colores desvaídos, sus agonías, sus fusilamientos y guerras a muerte, campañas admirables, revolcones sociales y políticos, sus ahogos, sus puestas en escena para martirizar los recuerdos y volcarlos sobre los huesos de este tiempo, el actual, que nos agobia pero también seduce para construir la novela que habrá de ser también los tantos países que en ella se reflejan.

Desde las primeras tentaciones narrativas hasta las recientes, Venezuela ha dado muestras de una narrativa que busca esos países, ese país multiplicado. Han logrado sus autores construir una anatomía verbal que nos ha representado en el mundo, que ha abierto las puertas para que nuestra casa, este país hoy desmembrado, vuelva a decirse en un libro, en una novela que, como las que la precedieron, ha hablado de esos muchos países que aún se resisten a ser destruidos definitivamente.

Milagros Mata-Gil escribió La casa en llamas, su primera novela, publicada por Fundarte (Caracas, 1989). Y en esa historia de muchas historias está uno de esos países que, entre los tantos que han sido, se muestra crudo, desnudo frente a una generación de lectores que no tiene idea de lo que ha sido aquella o aquellas Venezuela.

Y, como toda novela, es heredera de lecturas. Todo escritor se debe a sus lecturas, al misterio de otros libros, de otros reflejos. De manera que La casa en llamas es una novela de temas antiguos que no pierden vigencia porque sigue siendo la misma tierra que no termina de olvidar sus tragedias, que termina de borrar el abismo de donde proviene. Que no puede ni quiere despojarse de todos los pasados que le han ocurrido.

 

En esta bella novela de Milagros Mata-Gil están todos los que han sido leídos como escritores y como países.

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Podría afirmar que esa “casa” es un país, el que tantas veces ha pasado por nuestras vidas, por las vidas de los que ya pasaron y por las nuestras que aún pasan. Se trata de la metaforización de una realidad “histórica”, hecha ficción desde una incuestionable “verdad”, la que todo creador tiene a mano para preservarse y preservar el espacio y el tiempo, tanto el vivido como el que se imagina.

Todos los personajes que por aquí pasan y siguen pasando son los mismos personajes que, de alguna manera, han pasado por la existencia de esos tantos países. En esta bella novela de Milagros Mata-Gil están todos los que han sido leídos como escritores y como países. Por esa casa han ocurrido narradores de todo corte: Pedro Emilio Coll, Urbaneja Achelpohl, Blanco Fombona, Julio Garmendia, Teresa de la Parra, Pocaterra, Arráiz, Díaz Sánchez, Uslar, Meneses, Márquez Salas, Díaz Solís, Armas Alfonzo, etc., quienes por temáticas y estructuras se condensan en una obra que debió, en su momento, tener perfil internacional, como lo tuvieron a duras penas Adriano González León, Salvador Garmendia o Eduardo Casanova, por falta de políticas editoriales. De modo que estamos hablando de una novela de nuestro país, de los tantos países que se suman y restan y se han amontonado en la memoria o desmemoria de sus habitantes.

¿Los hemos superado?

Leamos en la página 232 el siguiente párrafo:

…se acabaron los week-ends en Aruba, Curazao, Puerto Rico o Mayami. Se acabaron los piano bar, las discotecas, los pubs, las casas de té, los restaurantes franceses, italianos, chinos, japoneses y hasta javaneses, se acabaron los desfiles de moda, los spa, los baños turcos con masajistas bellos (as), atléticos (as) y eficientes, se acabaron los estrenos de las más famosas películas de las más recientes y nombradas por la crítica mundial y cerraron casi todas las salas de cine…

Y para cerrar la lista una letra de Willie Colón:

y la triste clase media / llorosa y desconsolada / vio quebrar sus esperanzas…

Es decir, el tiempo que hoy se muestra como casa arrasada mientras desde el pasado los fantasmas miran desdoblados lo que ellos ya vivieron como muñecos quemados, como títeres que eran aplaudidos y ahora aplauden el incendio de los tantos países amontonados en la mala memoria colectiva.

 

La Venezuela rural, la que se busca como urbana, la que se alza contra lo establecido, la que muere y reencarna a diario en el mismo fracaso.

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En una nota calzada por María Cedeño de Navas, publicada en El Diario de Caracas (perdí la fecha), se puede leer:

La casa en llamas podría ser, en ciertos momentos, una novela de la tierra. Con la diferencia de que en ella no existen héroes simbólicos, antihéroes o manifestaciones polares de civilización contra barbarie (…). Hay un personaje, Armanda Guzmán, alrededor del cual giran como satélites todos los demás. Ella es fuente de todo amor, de todo castigo, de toda piedad, de toda comprensión. Por ella pasan los conflictos políticos, sociales, culturales y existenciales de una región de aventureros: los avatares de la explotación del oro y del caucho y también los cambios de los años 60, que conducen al esplendor y la miseria de una ciudad concebida para ser eterna.

Pero también es el fracaso: los tantos países que han pasado por nuestra historia han apostado a los tropiezos, a la vocinglería… al fracaso. En la novela, la Venezuela rural, la que se busca como urbana, la que se alza contra lo establecido, la que muere y reencarna a diario en el mismo fracaso, el de ayer y el de hoy. Los personajes anclados en la miseria existencial, pasajeros hacia la nada, hacia un final incierto, donde sólo es posible escuchar las campanas de una vieja iglesia, las mismas que doblan muchas veces por quienes otrora se habían apoderado de todo, como “el río (que) lo llenó todo con su tremenda y vigorosa presencia”.

El río, el tiempo que no se detiene. La casa quemada, el país que se repite sin cesar.

Alberto Hernández

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